27.1.12

Sasha Nacido Solo -6-

Toda la ciudad estaba engalanada con los colores de la casa gobernante, el rojo y el amarillo, y de la casa del consorte, el verde y el blanco. Por todas partes de veían pendones con los escudos de ambas casas: la ciudad alcanzada por el rayo y en llamas de los gobernantes locales y el árbol en flor de los señores de Sífivor. La gente adinerada paseaba vestida con buenos paños, joyas y excelentes abrigos, procurando mostrar no sólo su calidad y prosperidad, sino lo apropiado de sus hijas casaderas, ya que es costumbre en nuestras tierras que a una boda en casa del señor les sigan bodas de las familias de bien. Se cree que, de alguna forma, las misas y demás rituales de la Iglesia pagadas por los nobles con motivo de asegurar la fertilidad de la nueva pareja, alcanzará al resto de las mujeres que se casen en fechas cercanas. Pero era la gente menos favorecida la que lo estaba pasando mejor. Si algo bueno he de decir de nuestra Iglesia, es que, al menos los vestidos de marrón, nuestros humildes sandalistas, se preocupa de convencer a la nobleza de que de vez en cuando han de compartir sus riquezas. Pajes de los señores de Morkusiev recorrían las plazas de la ciudad depositando regularmente barriles de la mejor cerveza e incluso algunos barriles de vino hanverino, repartiendo canastos de hogazas de pan no demasiado pasado e incluso asegurándose que algunos grupos de juglares y saltimbanquis completasen el disfrute de la población general con canciones y espectáculos.

Durante la segunda jornada de fiestas, los soldados de la guardia de la ciudad, desalojaron el centro de la plaza principal, justo entre el palacio y la catedral y se situaron estratégicamente para asegurar que ese espacio y un pasillo hasta el palacio quedase expedito. "¿Y ahora qué?", pregunté un tanto achispado por la cerveza gratis a otro de los que estaban festejando en la plaza, "¿otro espectáculo?". Lo cierto es que me había gustado especialmente, el de saltimbanquis que acababa de ver, con todas aquellas ropas de brillantes colores y todas aquellas piruetas que se antojaban producto de la magia. "Oh, no, no, joven escribiente", me dijo uno que me conocía desde hacía algunas horas, y al que le había dado por llamarme escribiente por mi 'redicho' acento -claro que el no decía 'redicho', sino 'finolis del carajo'-, "el señor de la ciudad y su hija se marchan a Sífivor" -puestos a ser sinceros sus palabras fueron en realidad 'el puto bigotón y la jamelga flaca se largan a Sífivor'. Me apresté a observar de cerca a los poderosos. Quería ver en particular el pura sangre reniano que decían que era la montura habitual del señor. Un caballo de batalla del que se decía que podía galopar revistido de gruesas planchas de acero y con su jinete portando armadura de pesado metal dúnitor. Algunos decían que era capaz de tirar de carros cargados que sólo cuatro monturas normales podrían mover. Pero no pude verlo en aquella ocasión, para mi sorpresa y decepción el señor de Morkusiev, con su considerable bigote ya briznado de nieve, y su delgadísima y algo pálida hija, salieron a pie del palacio. Nada me había preparado para lo que ocurrió a continuación, porque desconocía este particular aspecto de nuestra vida nórdica, por mucho que les parezca sorprendente a mis lectores.

19.1.12

Sasha Nacido Solo -5-

Cuando me encaminé hacia el sur en mi cabeza estaba Hanver. Todo lo que había escuchado sobre nuestro reino del sur en el orfanato había forjado en mi cabeza la imagen de un lugar fascinante, deseable y sobre todo cálido, un lugar muy diferente a nuestro gélido norte. Estaba deseando ver aquellas mujeres de piel tostada, pelo y ojos negros, tan distintas de nuestras chicas de ojos azules y piel pálida. Aquellas mujeres que decían apasionadas. Ansiaba ver aquellos campos verdes en primavera y amarillos en verano. Los toros, negros y de grandes cuernos afilados. Pero, sobre todo, soñaba con ver a los danzarines, a aquellos hombres que desafiaban a la muerte saltando sobre los astados cada día de su vida. Hombres a los que imaginaba valientes, seguros de sí mismos, esbeltos y ágiles. Con esas ideas robé el menguado tesoro del campesino y empecé a caminar hacia el sur, por el camino imperial que une nuestra capital, Verna, con Donber en Fidran y luego con Isnaya y finalmente Hanver. Nunca llegué hasta aquellos lugares, desde luego -el mundo es tan grande y tan repleto de lugares que deben ser aprovechados- entre otras cosas porque buscando el soleado Hanver, me topé en el camino con el brumoso Sigvor, con sus bosques impenetrables siempre cubiertos de niebla, sus angostos valles que parecen sumidos en la perpetua sombra del invierno y sobre todo sus supersticiosos y temerosos habitantes. Oh, Sigvor, su gente está desesperada por alguien que les venda seguridad a un precio razonable, y aún más ansiosa si es un precio barato. He pasado en esos valles la mayor parte de mi vida, pero no adelantemos acontecimientos, pues, aunque ya he contado el origen de parte de mi formación, no he contado en realidad la razón verdaderamente desencadenante de mi ocupación.

Ocurrió en la ciudad de Morkusiev. Noble y amurallada, centro geográfico de mi reino de origen y también centro comercial -con el permiso de Verna, la capital y salida al Mar de los Hielos-, en la confluencia del río de las Brumas y el río Sangre. Había vagado por los campos durante una semana y llegado a la ciudad en busca de un transporte más rápido hacia el sur, una barca en el río con suerte; para encontrarme que la ciudad estaba de fiesta. El señor de Morkusiev regalaba vino y comida a sus habitantes para celebrar la boda de su hija con uno de los señores de Sífivor.

12.1.12

Sasha Nacido Solo -4-

Ya conocen suficiente sobre mis orígenes y mi infancia, pero aún no saben a qué me dedico ni cómo llegué a ello; pero antes de explicarles el episodio que determinó mis actividades futuras, me veo en la obligación de contarles otro, uno del que me siento especialmente avergonzado.

Los monjes tenían un criterio claro para decidir cuándo uno de los huérfanos ya estaba listo para enfrentarse al mundo sin supervisión y sin su ayuda. En cuanto cumplíamos doce años. Así que justo el día en el que se cumplieron los cinco mil días de mi abandono en el monasterio el padre Mijail Iliovich me acompañó hasta la puerta y, tras darme un abrazo que me estremeció más que el frío de aquel invierno, me puso un impresionante ducado de oro en la mano y me dijo: "Ya eres un hombre. Has aprendido todo lo que este Santuario puede enseñarte y es el momento de que partas a encontrar un hombre al que servir, una mujer a la que amar y con la que fundar una familia. Este dinero te servirá para empezar. Es mucho dinero. Administrarlo bien.". Y tenía razón, era mucho dinero, y aquella misma noche, en Linaskaya, le dí el mejor uso posible: probar todo aquello que tuviese alcohol y aprender con la mujer más cara los asuntos de hombre de los que los monjes nunca enseñaban nada. La siguiente noche aún tenía dolor de cabeza y la sensación de que deseaba más de todo aquello, pero sólo tenía unos míseros condados de cobre.
Me senté en aquella taberna del pueblo -siempre me acordaré de ella, Dama Negra, se llamaba, y la dama de la que disfruté era realmente negra, o más bien como la madera oscura; claro que como sólo era un niño no podía imaginar de lo lejos que ella había venido-, pedía una cerveza aguada, que era lo que me podía permitir y miré con melancolía a los parroquianos que ayer mismo había invitado a beber. No sabía que hacer. A fin de cuentas, ¿qué me habían enseñado los monjes? No sabía labrar el campo. Ni herrar un caballo. Ni siquiera sabía hacer una cesta. ¿De qué iba a ganarme la vida? Empecé a pensar que moriría de hambre, pero sobre todo de frío, cuando un hombre se me acercó.

"¿Un Nacido Solo, chaval?", me preguntó. Asentí con la cabeza, probablemente con desdén. "Salís resistentes del orfanato, chaval", continuó, "los que salís, y a mi me viene bien alguien resistente, chaval. Me llamo Pyotr.". No sabía que querría aquel hombre de mí, pero no tenía nada que perder. "¿Qué queréis?", le pregunté. "Hablas refinado", dijo, "pero ya se te pasará". Entonces me contó que era un campesino, pero que no tenía hijos y le vendría bien un par de manos jóvenes y resistentes como las mías. Fui con él, y aquellos días en la granja creí que me iba a morir del esfuerzo. Nunca más volví a intentar labrar tierra helada y procuré evitar cualquier trabajo relacionado con la agricultura o la ganadería. Pero a Pyotr y sobre todo a su mujer le caí en gracia. Fue entonces cuando descubrí que podía hacer que me creyesen, que tenía una habilidad natural para que la gente pensara bien de mí. No tardaron mucho en confiarme dónde guardaban sus exiguos ahorros, bajo que baldosa de la casa. Lo cogí todo y me largué de allí en dirección al sur, huyendo del frío.

Me he arrepentido muchas veces de esta acción. Me dedico a lo que me dedico y sé que mi vida no es un dechado de moralidad, pero, ¿la vida de quién lo es?, pero con el tiempo, he descubierto que los hombres de la tierra tienen que sufrir largamente para ahorrar un poco mientras que sus señores dispendian fortunas sin cansarse más que para decidir qué nuevo jubón se comprarán. No debí haber robado aquellos ahorros.

11.1.12

Sasha Nacido Solo -3-

Ocurrió cuando ya no faltaban muchos años para que se acabase mi estancia en San Horn. Por aquel entonces habían mejorado considerablemente mis habilidades para pasar desapercibido, para ser uno más del montón -cualidad esta que me ha resultado muy útil a lo largo de los años- así que no era, por lo general, víctima del monje envarado. Éste prefería ensañarse con aquellos que aún demostraban algo de espíritu propio: pillos intolerables que se atrevían a escoger el pedazo más grande del pan de la fuente del comedor, lujuriosos desatados que miraban los tobillos de las chicas del otro orfanato con claras intenciones libidinosas o pecadores que daban alguna cabezada durante la misa cantada de antes del amanecer. Pero lo que realmente importa es que el monje tenía un favorito, y en esta ocasión no lo digo sarcásticamente, un crío lo seguía fielmente, con verdadera adoración. Zanahoria, lo llamábamos, el Abad Zanahoria, porque su pelo era rojo, rojo como las llamas del fuego de maldad que rugía tras sus ojos. Zanahoria adoraba al monje y creía haber encontrado su vocación. "Padre, yo también seré sacerdote", decía. "Eso está bien, Eric", le contestaba el envarado. "Y seré inquisidor, padre", continuaba Zanahoria. "Eso es complicado, Eric", le decía el envarado. "Lo seré, padre, quiero perseguir a los paganos y quemarlos en la hoguera", añadía con pasión el Zanahoria. "Ya no quedan casi paganos, Eric, ya casi no quedan", le contestaba el monje con tono casi de añoranza, como si él mismo, antes de ser expulsado de la orden de los que visten de negro, los hubiese ya quemado a todos. "Pero yo seré implacable, padre, e incansable. Yo los encontraré, padre, como ahora encuentro a los que se portan mal y se lo digo a usted", concluía el pelirrojo; a lo que el sacerdote se limitaba a asentir sin siquiera sonreírle, sin apartar la vista del trabajo de escribano que le había correspondido, y que, al menos por el esfuerzo que parecía exigirle y la cara de dolor que le provocaba, debía resultarle extremadamente arduo. Lo cierto es que el Zanahoria nos amargaba aquellos días, siendo más hábil que los mismos monjes en descubrir nuestras fechorías o nuestros pecadillos. No sé si alguno de los mayores se las apañó para tenderle una trampa, o si realmente hizo algo, pero un día los soldados del cercano barón de Linaskaya aparecieron en el orfanato buscando al Zanahoria. Nunca me enteré de qué delito había cometido supuestamente, algo muy grave, lo bastante como que llevarse lo que difícilmente se puede decir que fuese algo más que un niño a alguna clase de prisión. Zanahoria estaba aterrado. Corrió escapando de los soldados. Cruzó los patios, saltando los rosales sin hojas, abriendo las puertas mediante empujones hasta llegar al scriptorium y arrodillarse llorando frente al envarado. "Tenéis que decirles que soy un buen chico", suplicaba el Zanahoria, "tenéis que explicarles", sollozaba; pero dicen que el monje ni siquiera levantó la cabeza para mirarle. No dijo ni una palabra a favor de su favorito, del chivato. No hizo nada. Los soldados se lo llevaron mientras el pelirrojo seguía suplicando y suplicando. Sólo cuando se habían marchado del orfanato, llevándoselo para siempre -nunca más supe ninguna otra cosa del Zanahoria- el monje abrió su boca para decir: "Seguro que se lo tenía bien merecido, tan sólo era un traidor". Aquello me enseñó, como ya he dicho, que nada puedes esperar de los de su calaña.

10.1.12

Sasha Nacido Solo -2-

Supongo que muchos de mis futuros lectores estarán en estos momentos pensando que de tal padre borracho y de tal madre de tan simple convencer, nada bueno podría surgir. A fin de cuentas, como dicen por estas tierras del norte: "Yesca mojada da sólo humo". Tienen toda la razón, pero, aún así, achaco a los monjes del orfanato casi todo el mérito de mi formación profesional. Fueron estos, siempre vestidos de rigoroso gris oscuro, siempre provistos de su sacro símbolo colgado al cuello, siempre ceñudos y serios, los que se esforzaron en prender esta yesca mojada hasta lograr de ella un saludable humo. De ellos aprendí incontables cosas. Gracias a su vara de golpear en los dedos, aprendí que una buena letra es digna de elogio, y que es mucho más importante la calidad de la caligrafía para dar mérito a un hombre que la sinceridad de lo que escribe. De aquellos momentos cara a la pared, aprendí que los momentos en los que la autoridad cree tenerte controlado, retenido, incluso preso, son todo un regalo de tiempo para planear cuidadosamente cómo vengarte u aprovecharte de ella en el futuro. De las lecciones sobre la vida de Nuestro Señor Hiber, con su encomiable resistencia durante su tortura y posterior empalamiento, aprendí que el hombre justo por lo general acaba siendo castigado por la justicia, mientras que el traidor acaba recompensado con sustanciales bolsas de plata. Y así, en definitiva, me hice con ellos un hombre cabal que conoce la realidad del mundo y cómo sobrevivir en él, a ser posible a costa de los demás.

Recuerdo en particular a uno de los monjes, frustrado inquisidor, que caminaba por los pasillos del orfanato siempre muy envarado, casi como si estuviese muy cerca de Nuestro Señor -y con ello me refiero a los últimos momentos de Nuestro Señor, desde luego. Aquel monje claramente nos odiaba a todos, pero no porque fuésemos niños, o descastados, o huérfanos hijos de padres de tan baja calidad que ni respeto por la crianza de sus hijos tenían -en este punto he de decir que los monjes tenían a bien recordarnos frecuentemente que no hay pecado mayor en estas tierras hibernias que el abandono de los hijos, y de cómo nuestros padres por ello debían ser más que personas demonios, lo que explicaba nuestro comportamiento de vagos e indeseables-, simplemente aquel monje odiaba a todos por igual. Pues bien, aquel monje, me ayudó a comprender que nada más que rencor o desprecio podría esperar de aquellos que se comportan con aparente dignidad.

9.1.12

Sasha Nacido Solo -1-

Antes de comenzar mi relato, supongo que es imperativo, para que mis posibles lectores realmente puedan entender las circunstancias en las que acontecieron los hechos, que les cuente aquellas actividades a las que habitualmente me dedico, así como mis orígenes, y como ambas cosas están unidas, por no decir que son lo mismo. Mi nombre es Sasha Nacido Solo. Y como bien habrán podido adivinar por mi apellido, soy huérfano de nacimiento. Huérfano, tanto de padre como de madre. Esta condición es bastante frecuente en nuestros tiempos, aunque lo segundo, la orfandad de madre, a veces, extrañe a algunos. Otros con mi mismo apellido, de los que he conocido muchos, llegan a imaginarse hijos de grandes señores, marqueses, o condes, incluso algunos de duques o reyes. Sueñan, sobre todo con pocos años, con un padre montado a caballo, con lanza en ristre o engalanado de sus colores familiares en terciopelo y abrigadas capas de piel -sobre todo, la cualidad de abrigada, era algo que enaltecía a aquellos hombres inexistentes, cuando nosotros, los Nacidos Solos, nos apretujábamos en las camas o junto al moribundo rescoldo que quedara en la estufa de nuestro triste cuarto, siempre helado en invierno. Sin embargo yo siempre he sido pequeño de estatura, por no decir que de tronco menguado y cabeza excesiva. Así que yo, siendo uno de aquellos Nacidos Solos del orfanato de San Horn, y a fuerza de la repetición constante del resto de los niños allí residentes, me imaginé mientras era infante, que era hijo de un señor dúnitor. Uno de aquellos amoratados comerciantes, de fuertes, pero cortos brazos y larguísimas barbas casi siempre trenzadas, que aparecían por el santuario a ofrecer su trabajos de fina orfebrería o soberbia herrería o simples dotes de hojalatero. Por ello, fue para mi, ya de hombre maduro y con mi vida, he de reconocer, bien torcida, una decepción enterarme más o menos al mismo tiempo, que los señores dúnitor no pueden tener hijos con mujeres de nuestra especie y que en realidad mi padre no era más que un juglar borracho que había dejado embarazada a una costurera. Él, según llegué a descubrir, nunca me reconoció, y la familia de ella tenía aspiraciones a casarla en algún momento con alguien de mayor calidad, por lo que el embarazo se mantuvo en secreto y el fruto de él, o sea, yo, fue entregado con discreción al mencionado orfanato. Ni decir tiene que la naturaleza, más bien casquivana, de mi madre, hizo de mi abandono, un acto de crueldad inútil, pues sus flaquezas eran sobradamente conocidas por todos y su casamiento harto imposible.

Propósitos de Año Nuevo

Es el momento de empezar con los propósitos de año nuevo. Uno de ellos es escribir todos los días alguna cosa, dedicando lo habitual en mí, unos quince o veinte minutos.

He decidido intentar escribir una especie de novelilla por entregas que se desarrolle en mi vieja campaña de rol Akaram.

A ver que sale...