11.1.12

Sasha Nacido Solo -3-

Ocurrió cuando ya no faltaban muchos años para que se acabase mi estancia en San Horn. Por aquel entonces habían mejorado considerablemente mis habilidades para pasar desapercibido, para ser uno más del montón -cualidad esta que me ha resultado muy útil a lo largo de los años- así que no era, por lo general, víctima del monje envarado. Éste prefería ensañarse con aquellos que aún demostraban algo de espíritu propio: pillos intolerables que se atrevían a escoger el pedazo más grande del pan de la fuente del comedor, lujuriosos desatados que miraban los tobillos de las chicas del otro orfanato con claras intenciones libidinosas o pecadores que daban alguna cabezada durante la misa cantada de antes del amanecer. Pero lo que realmente importa es que el monje tenía un favorito, y en esta ocasión no lo digo sarcásticamente, un crío lo seguía fielmente, con verdadera adoración. Zanahoria, lo llamábamos, el Abad Zanahoria, porque su pelo era rojo, rojo como las llamas del fuego de maldad que rugía tras sus ojos. Zanahoria adoraba al monje y creía haber encontrado su vocación. "Padre, yo también seré sacerdote", decía. "Eso está bien, Eric", le contestaba el envarado. "Y seré inquisidor, padre", continuaba Zanahoria. "Eso es complicado, Eric", le decía el envarado. "Lo seré, padre, quiero perseguir a los paganos y quemarlos en la hoguera", añadía con pasión el Zanahoria. "Ya no quedan casi paganos, Eric, ya casi no quedan", le contestaba el monje con tono casi de añoranza, como si él mismo, antes de ser expulsado de la orden de los que visten de negro, los hubiese ya quemado a todos. "Pero yo seré implacable, padre, e incansable. Yo los encontraré, padre, como ahora encuentro a los que se portan mal y se lo digo a usted", concluía el pelirrojo; a lo que el sacerdote se limitaba a asentir sin siquiera sonreírle, sin apartar la vista del trabajo de escribano que le había correspondido, y que, al menos por el esfuerzo que parecía exigirle y la cara de dolor que le provocaba, debía resultarle extremadamente arduo. Lo cierto es que el Zanahoria nos amargaba aquellos días, siendo más hábil que los mismos monjes en descubrir nuestras fechorías o nuestros pecadillos. No sé si alguno de los mayores se las apañó para tenderle una trampa, o si realmente hizo algo, pero un día los soldados del cercano barón de Linaskaya aparecieron en el orfanato buscando al Zanahoria. Nunca me enteré de qué delito había cometido supuestamente, algo muy grave, lo bastante como que llevarse lo que difícilmente se puede decir que fuese algo más que un niño a alguna clase de prisión. Zanahoria estaba aterrado. Corrió escapando de los soldados. Cruzó los patios, saltando los rosales sin hojas, abriendo las puertas mediante empujones hasta llegar al scriptorium y arrodillarse llorando frente al envarado. "Tenéis que decirles que soy un buen chico", suplicaba el Zanahoria, "tenéis que explicarles", sollozaba; pero dicen que el monje ni siquiera levantó la cabeza para mirarle. No dijo ni una palabra a favor de su favorito, del chivato. No hizo nada. Los soldados se lo llevaron mientras el pelirrojo seguía suplicando y suplicando. Sólo cuando se habían marchado del orfanato, llevándoselo para siempre -nunca más supe ninguna otra cosa del Zanahoria- el monje abrió su boca para decir: "Seguro que se lo tenía bien merecido, tan sólo era un traidor". Aquello me enseñó, como ya he dicho, que nada puedes esperar de los de su calaña.

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