La
noche anterior había sido muy mala. Mis compañeros no habían sobrevivido y yo
estaba convencida que no lo iba a hacer. Cuando llegamos a Talesmel la vista me
había impresionado. Aún podía recordarla. Aquel inmenso agujero había sido una
de las ciudades más prósperas de las tierras medias. Aquellos campos repletos
de plantas retorcidas y purulentas, habían sido bosques de pistachos y fértiles
huertas. Pero ahora el agujero estaba repleto de ruinas y los campos de
monstruos. Como decía nuestro líder, pocos entran y menos salen, pero mucha es
la riqueza de los que salen. No era difícil de creer ninguna de las tres partes
de la frase. Simplemente llegar hasta la visión de las ruinas había sido un
reto. La corrupción del gigante llega hasta varias jornadas de distancia desde
el lugar en el que se alzó, y en todo este territorio la flora y la fauna es
simplemente mortal. Llegar ya era un freno, pero entrar en las ruinas no daba
menos miedo. De la ciudad llegaba un olor insoportable ya desde la distancia.
Dicen que no son los muertos que yacen en el agujero, dicen que el propio
gigante estaba muerto antes de levantarse desde las entrañas de la ciudad y que
el olor que lo domina todo en las ruinosas calles es de él. La tierra del
agujero tiene un extraño color, que no es pardo, ni rojo, ni tampoco un color
amoratado como la sangre de los enanos, es… un color que sólo se puede
describir como desagradable. No cabe duda de que pocos entran. El jefe de la
expedición ya nos había avisado de que no sólo hay ruinas y mal olor aquí
abajo. Ya nos había avisado de que algunos ciudadanos de la ciudad se arrastran
por entre las calles, muertos en apariencia, hambrientos en realidad. Ya nos
había avisado de que estos muertos vivientes no eran sino el menos peligroso de
los habitantes de las ruinas de Talesmel. Así que, era fácil imaginar que pocos
salen, muchos menos de los que entran. Y en cuanto a las riquezas. No es que el
oro se viese desde lejos, pero, maldita sea, había sido una ciudad enorme y muy
poblada. Una ciudad en la que las desgracias de la Gran Guerra se habían
cebado, y según nuestro líder, habían caído sobre la ciudad repentinamente, de
la noche a la mañana. Seguro que aquellas ruinas estarían repletas de riquezas
abandonadas a la suerte.
Pero
aun así bajamos. Habíamos venido para esto. Éramos jóvenes, sanos y atrevidos.
Todos conocían ya mi capacidad para quemar cualquier cosa. Muzzhá, el líder, no
tenía rival como rastreador y arquero. Layssa, su compañera elfa, podía acertar
con su arco largo en su único ojo a un tuerto que avanzase hacia nosotros antes
de que cualquiera lo hubiese distinguido en la lejanía. Ruyeiko, el sureño,
podía ocultarse en las sombra en pleno mediodía de verano, en mitad del
desierto. Eric era tan grande y fuerte que el escudo que usaba para protegerse
bien hubiese podido ser usado como balsa. Y finalmente Rheiya, pequeña y viva,
podía abrir cualquier cerradura. Éramos muy buenos en lo nuestro. Nos
merecíamos triunfar y volver a casa con oro como para vivir el resto de
nuestras vidas, es decir, para al menos una semana de beber sin parar y comer
hasta reventar en la Dorada Talikes.
Nos
equivocábamos. El primer día nos quedamos en las afueras del sur de la ciudad,
en la parte empinada de la ladera, donde algunas casas de aspecto lujoso aún se
sostenían en pie, pero no muy lejos del borde del agujero de color
indescriptible. No encontramos ningún peligro allí, más allá del mal olor. Rheiya
abrió lo que aún no estaba abierto y encontramos ropa vieja, alguna de calidad,
pero nada de lo que realmente nos había traído hasta allí. Nada de oro, nada de
joyas, ningún objeto con esas runas auténticas de la magia encantada que Muzzhá
había aprendido a distinguir con los años de experiencia dedicándose a estas
cosas. Nada de un valor tal que mereciese la pena cargar con ello. Regresamos
al campamento y nos dijimos que teníamos que adentrarnos más. Que aquél borde
exterior tal vez fuese más seguro, pero lo que era del todo seguro es que otros
ya se nos habían adelantado.
El
segundo día nos atrevimos a bajar al agujero. La tierra era extraña, no estaba
húmeda, no en el sentido positivo del lodo, del agua, pero se pegaba en las
botas como si fuese lodo. No lo era, era algo pegajoso, como baba de caracol,
una enorme cantidad de baba de caracol, y todo en su contacto palidecía.
Literalmente, los rojos se volvían naranjas o rosas, los negros grises, y el
acero de las cotas de malla se tornaba de un color plomizo. Ni siquiera
consideramos tocar aquella cosa con las manos desnudas, aunque durante aquella
noche todos bromeaban que yo debería ser inmune, porque más blanca de piel no
me podía quedar.
Aquel
día encontramos muertos recientes. Casi todos eran saqueadores, como nosotros,
sólo que no habían sobrevivido. Casi todos permanecían muertos, quitecitos allá
donde hubiesen sucumbido; pero no todos, algunos tenían hambre y nos querían en
su menú. Las flechas no los detenían, de hecho, las ignoraban y sólo servía
para que perdiésemos proyectiles. Por suerte, el martillo enorme de Eric los
dejaba secos al primer golpe, y mi fuego no dejaba gran cosa de ellos. Aquel
día encontramos dos objetos de interés: una gargantilla de buena plata, algo
deslustrada por efecto de la baba que lo impregnaba todo, y un par de botas
extrañamente decoradas que Muzzhá identificó como mágicas.
(¿Y eran mágicas?)
(Sí, aún me las pongo a veces)
(¿Y qué hacen?)
(Una pantorrilla muy bonita)
(En serio)
(Vale, cómo pronto aprendí con las botas puestas casi no se puede
escuchar el sonido que haces al caminar, hasta Ruyeiko quedó impresionado por
la mejora en mi habilidad para caminar en silencio una vez que me las puse, y
fue una suerte, porque fueron vitales para que pudiese sobrevivir)
(De acuerdo,
continúa)
El
tercer día decidimos adentrarnos bastante más, hasta una casa en ruinas que se
veía no muy lejos del lugar en el que habíamos estado rebuscando. Parecía una
casa muy prometedora. Había tenido jardín, como las casas de calidad de Al Hassim,
un jardín para dar olor, aunque ahora el jardín sobre todo diese miedo. Al
menos la mitad de la casa se mantenía en pie, incluso parte del muro exterior
de la hacienda se sostenía. Era un buen lugar para buscar riquezas abandonadas.
Yo iba con las botas –siempre que encuentro unas botas de mi tamaño hago lo
imposible para quedármelas, comprarlas o lo que corresponda, es una especie de
manía, no sé si porque fue la primera cosa que me conseguí para mí misma una
vez que salí de mi aldea, una botas que me quedasen bien. El sureño iba
comentado mi súbita mejora en caminar en silencio, en tono de guasa, por
supuesto, bromas a las que se unía Rheiya. Layssa aún mantenía su arco largo,
pero Musshá que iba al frente había dejado el suyo en el campamento ya que era
inútil y ahora blandía su cimitarra. Varios muertos vivientes quisieron
acompañarnos en nuestra excusión y agradecimos fervientemente el ofrecimiento,
a base de quemarlos, cortarlos y aplastarlos con verdadera dedicación. Supongo
que cuando llegamos a lo alto de la casa –estaba algo más elevada que las
demás, tanto el edificio como el terreno circundante- nos habíamos confiado
demasiado. Hablábamos de forma escandalosa, casi gritando, y nos reíamos a
carcajadas. Excepto Layssa, que sentía auténtico pavor a los muertos que
caminaban.
La
casa era un buen lugar para buscar. Nada más entrar un candelabro de plata de
varios codos de alto aún se mantenía en pie junto a la puerta, con su vela casi
derretida encajada en su parte superior. La parte superior de la casa era
complicada de alcanzar porque la escalera que debía dar acceso a la misma se
había derrumbado, así que lo dejamos para el final, aunque lo más probable es
que de haber algo de auténtico valor estuviese ahí, en los dormitorios
principales. Nos separamos. Eric y el sureño se quedaron en el salón, que al
tener una de las paredes derrumbada les permitía vigilar el jardín y avisarnos
si algo se nos acercaba. Musshá y su pareja se dedicaron a rebuscar en las
habitaciones de la primera planta y Rheiya y yo bajamos al sótano o despensa
que encontramos en la cocina.
Allí
abajo había un poco de todo. Había barriles grandes amontonados en una pared,
pero dos estaban vacíos y el tercero olía a vinagre. A la derecha, nada más
bajar unas estanterías contenían conservas de todas clases, desde embutidos
hasta encurtidos, y bajo las estanterías dos tinajas grandes contenían
aceitunas echadas a perder. En cualquier caso no habíamos bajado a buscar
comida precisamente, a no ser que fuesen salchichas atadas con hilo de oro. A
la izquierda seis o siete cajas impedían ver lo que había detrás, excepto la
columna que sostenía el techo.
Encendí
mi mano derecha para iluminarnos y Rheiya se puso a rebuscar mientras yo la
iluminaba. No sólo había cosas de comer. Encontramos unas ollas viejas y una
cubertería de madera probablemente para uso de los criados. En definitiva nada.
Rebuscamos de todas formas a fondo, porque a veces los ricos tienen depósitos
ocultos en los lugares más insospechados. Entonces escuchamos un golpe sobre
nuestras cabezas. Más que un golpe era un estrépito, como si una pared se
hubiese derrumbado. Lo más probable es que algo se hubiese caído sobre nuestros
compañeros, o tal vez Musshá se había cansado de buscar en habitaciones poco
prometedoras y habían intentado escalar al piso superior con mala suerte.
Corrimos hacia le escalera para ver si necesitaban ayuda y entonces entendimos
que algo iba mal. Yo sentí un escalofrío como jamás había sentido y mis llamas
se apagaron. Rheiya no parecía tan afectada –yo casi no podía andar- pero aun
así le detuvo el miedo. Escuchamos sobre nuestras cabeza la voz clara de Eric
maldiciendo a alguien o a algo, y luego el sonido claro de su martillo
rompiendo una pared. Rheiya me preguntó que qué me pasaba y yo sólo acerté a
balbucear que no lo sabía. Nunca había tenido tanto frío. Viendo que casi no me
podía mover, decidió subir a ver qué pasaba. No debí dejarla marchar. Escuché
un grito de mujer, creo que de Layssa y era un grito agónico, así que me
arrastré hasta lo alto de la escalera. El aire estaba tan frío que se
condensaba delante de mi boca y me temblaba todo el cuerpo. Rebuscando en los
cajones de la cocina encontré algo parecido a un mantel y me lo eché por
encima. Ayudó pero no demasiado. Intenté inflamarme, pero apena logré
calentarme las manos. Había una lucha en el salón. Se escuchaban gritos, golpes
de arma, y unos extraños sonidos, como chasquidos que no sabía identificar. Me
obligué a intentar salir de la cocina pero no llegué a hacerlo.
De
pronto un extraño ser se materializó sobre una de las mesas. Es justo eso lo
que pasó, se materializó. Recuerdo que primero escuché el sonido, el chasquido
y luego aquel ser estaba sobre la mesa, sin más. Tenía en cierta forma la
apariencia de un niño de unos seis años o así, pero no lo era. No estaba
vestido y su piel era de un color blanco azulado. Se le marcaban las venas en
algunas partes, especialmente en los brazos de un color azul oscuro. Me miró.
Sus pupilas eran sólo algo más menos blancas que el resto del ojo. Me sonrió y
al tiempo que lo hacía pude ver como sus colmillos se alargaban y afilaban
hasta transformarse en auténticas armas. Y saltó sobre mí. Intenté quemar a esa
cosa. Era lo que mi instinto me pedía, pero no funcionó, y aquella cosa me
mordió la mano. Le golpeé con la izquierda hasta que me soltó. Me dolía
enormemente, más de lo que correspondería por el mordisco y sangraba bastante.
El niño o lo que quiera que fuese…
(Los llaman
Saltadores)
(Es… descriptivo)
El saltador
parecía contento y se relamía mi sangre en sus labios. De pronto sus uñas se
alargaron hasta transformarse en una zarpas de una longitud mayor que sus
dedos, unas zarpas extrañas, azuladas y que parecían cubiertas de escarcha.
Estaba claro qué es lo que pasaría a continuación y me empezó a entrar
angustia. ¿Me iba a matar esa especie de crío? Saqué una cimitarra que siempre
llevaba pero que no había usado desde hacía años, y ataqué a aquella cosa. Ella
se limitó a esquivarme y a saltar de nuevo hasta la mesa. Se rio de una forma
terrible. Era la risa de un niño, pero a la vez era la de un demonio. Le volví
a atacar, pero esta vez en lugar de esquivarme se desvaneció y casi de
inmediato sentí la laceración de mi hombro izquierdo. Estaba sobre mí. Su zarpa
goteaba mi sangre, después de haber atravesado mi armadura como si fuese de
papel. Me lo intenté quitar de encima con desesperación, pero aquella cosa
endiablada me cortó una y otra vez. Rápido como el rayo, ágil como un conejo,
escurridizo como una rana. Me dolía por tantas partes que pensé que me
desmayaría de inmediato, pero de nuevo la ira sustituyó al dolor y al miedo, y,
a pesar de aquel frío malévolo, mi pelo se inflamó. El saltador retrocedió
sorprendido, pero no se marchó ni se desvaneció. Tal vez tuvo curiosidad, en
cualquier caso ya no pudo marcharse después. Sintiendo el fuego corriendo por
mis vena de nuevo, no me costó nada alzar mi malherida mano derecha y verlo
arder.
Chilló
como una rata atrapada, y sus chillidos atrajeron a más cosas de esas. Todas
eran diferentes, como los son unos niños de otros, pero todos eran igual de
blancos, igual de fríos y todos estaban cubiertos de sangre. Simplemente fueron
apareciendo aquí y allá de la cocina. Todos precedidos por un chasquido, cada
uno sentado en alguna encimera o en cuclillas sobre una alacena. Pero para
entonces todo mi cuerpo ardía. El fuego, mi amante, me rodeaba feroz y
amenazante. Mi sangre no llegaba a manar de mis heridas porque se transformaba
en chispas antes de alcanzar el suelo. Intenté retroceder hacia la salida pero
allí estaba ella.
Era
una mujer, hermosa y sonriente, pero todo su cuerpo era nieve.
(Una nívea)
(Una nívea, la ‘madre’ de aquellos niños)
(No son realmente sus
hijos, durante…)
(Tanto me daba, era una situación mortal y mis compañeros probablemente
ya estuviesen muertos)
(Los saltadores son
muy peligrosos y si los lidera una nívea…)
Para
mi sorpresa aquella mujer me habló, en nuestro idioma. Alabó mi figura, el
color de mi piel, pero dijo que tenía muy mal gusto para combinar. Tu piel no
pega con ese fuego, me dijo, y luego me urgió a apagarlo. Ella misma debía
estar haciendo algo con su propio poder, porque todos los muebles de la cocina
y hasta el suelo empezó a escarcharse, a cubrirse de blanco. Supongo que
intentaba apagar mi fuego, pero la ira me sustentaba y la ira es poderosa en
mí. Aunque no las tenía todas conmigo, la encaré. La señalé con mi mano
ardiente y avancé hacia la puerta. Ella dejó de estar sonriente, chasqueó la
lengua, no sé cómo puede hacerse eso si tu boca están hecha de nieve, pero lo
hizo, y se apartó. A un gesto de ella los niños desaparecieron casi de
inmediato de la cocina. Pero no me libré de ellos, estaban esperando en el
salón, junto a los cadáveres del resto de mis amigos. Los habían descuartizado,
mutilado de múltiples formas y por la sangre derramada no cabía duda de que
estaban todos muertos. Todos no, el sureño no estaba entre ellos. No sé si
realmente murió aquel día, probablemente sí, pero nunca vi su cadáver ni volví
a verlo a él. Ella apareció por detrás de mí. No andaba, no exactamente. Sus
pies parecían unidos al suelo, y era casi como si se desmoronase a cada paso
para reconstituirse en el siguiente, pero dejando siempre tras de sí un rastro
de hielo y nieve. Me dijo que no podía escapar, pero que no tenía por qué morir.
‘Te daremos la leche del Señor del Invierno’, me dijo, ‘y serás una de
nosotros, una muy poderosa’.
(Entonces realmente
lo hacen)
(¿El qué?)
(Dar… o sea,
transformar a gente normal en otros como ellos, dándoles de beber una suerte de
esencia de su dios, haciéndoles tragar mal en forma de líquido)
(No me quedé a verlo)
Le
dije que antes prefería morir, y que ellos morirían todos antes que yo. Ella se
rio y dijo que tenía demasiados hijos para que yo pudiese con todos. Le
respondí haciendo arder a dos de aquellas cosas a la vez. Y luego a otros dos
casi de inmediato. Ella chilló de rabia o más bien emitió un sonido que no era
humano en ninguna forma y con un gesto hizo desaparecer a los saltadores. Me
giré hacia ella y la miré a los ojos. No había miedo en ellos, sólo orgullo y
algo de admiración. ‘No todos mis hijos son así de pequeños’, me dijo y se
desmoronó como si fuese un muñeco de nieve. Pensé que había vencido y pensé en
mis compañeros muertos, pero no. Una pared simplemente se derrumbó y tras ella
surgió un hombre… es difícil de describir, pero creo que la imagen es clara.
Fuerte, muy fuerte, y por todas partes de su piel sobresalían… como botones
hechos de hueso, protuberancias.
(Un blindado, aunque
el nombre más popular es óseo)
Estaba claro que aquella cosa, ese óseo, no tenía buenas
intenciones así que intenté quemarle con el poder de ambas manos. No tuvo
ningún efecto. Nada en absoluto.
(Los óseos son casi
inmunes a la magia)
(Hubiese estado bien haberlo sabido en aquel momento)
Lo
volví a intentar, y luego lo volví a intentar de nuevo. Nada de nada. Aquella
cosa se me echó encima. A penas pude esquivar el golpe. Mi fuego no funcionaba
con esa cosa así que eché a correr. Casi me mato al bajar desde la altura en la
que estaba la casa. Por suerte aquella cosa no era especialmente rápida. Por
otra parte se abría paso a puñetazos y ni las paredes más gruesas parecían
poderlo parar. Corrí y corrí, pero no sabía hacia dónde. Me perdí en las calles
mal olientes de la ciudad, probablemente hasta lugares bastante lejanos de su
borde exterior. Tuve suerte. Suerte de Adharif, porque el óseo perdió mi rastro
y yo pude dejarme caer exhausta en lo que parecía un viejo almacén.
Intenté
mantenerme despierta pero no pude. Cuando me desperté al mediodía siguiente aún
seguía viva, pero me fallaban las fuerzas por la falta de sangre. Mi retorno al
campamento fuera de la ciudad lo viví como en un sueño, o más bien como en una
pesadilla. Allí dormí un día entero, sin pensar en que realmente los animales
de allí fuera podían ser tan peligrosos como los muertos caminantes de la
ciudad, o aquellos seres del Señor del Invierno. Y eso, fue el final de mis
incursiones a Talesmel. Me quito…
…la diadema.
Pues
no se puede decir que eso de encontrar antigüedades valiosas se te dé muy bien.
Daba. Las primeras veces no se me daba muy
bien, pero aprendí con el tiempo. Créeme soy una saqu… una localizadora de
antigüedades muy experta y con mucha suerte.
De
acuerdo. ¿Paramos un rato?
Sí, vale, pero invitas tú.
Siempre
invito yo.
Por eso es lo más adecuado, no vamos a
cambiar así de pronto las tradiciones.
Hoy
estás contenta y no paras de bromear.
Sí creo que todo está yendo muy bien, ¿no
crees?
Existe
alguna complicación, pero creo que la solventaremos. Vamos a tomar algo.
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