28.11.13

Shamsia 24

La noche anterior había sido muy mala. Mis compañeros no habían sobrevivido y yo estaba convencida que no lo iba a hacer. Cuando llegamos a Talesmel la vista me había impresionado. Aún podía recordarla. Aquel inmenso agujero había sido una de las ciudades más prósperas de las tierras medias. Aquellos campos repletos de plantas retorcidas y purulentas, habían sido bosques de pistachos y fértiles huertas. Pero ahora el agujero estaba repleto de ruinas y los campos de monstruos. Como decía nuestro líder, pocos entran y menos salen, pero mucha es la riqueza de los que salen. No era difícil de creer ninguna de las tres partes de la frase. Simplemente llegar hasta la visión de las ruinas había sido un reto. La corrupción del gigante llega hasta varias jornadas de distancia desde el lugar en el que se alzó, y en todo este territorio la flora y la fauna es simplemente mortal. Llegar ya era un freno, pero entrar en las ruinas no daba menos miedo. De la ciudad llegaba un olor insoportable ya desde la distancia. Dicen que no son los muertos que yacen en el agujero, dicen que el propio gigante estaba muerto antes de levantarse desde las entrañas de la ciudad y que el olor que lo domina todo en las ruinosas calles es de él. La tierra del agujero tiene un extraño color, que no es pardo, ni rojo, ni tampoco un color amoratado como la sangre de los enanos, es… un color que sólo se puede describir como desagradable. No cabe duda de que pocos entran. El jefe de la expedición ya nos había avisado de que no sólo hay ruinas y mal olor aquí abajo. Ya nos había avisado de que algunos ciudadanos de la ciudad se arrastran por entre las calles, muertos en apariencia, hambrientos en realidad. Ya nos había avisado de que estos muertos vivientes no eran sino el menos peligroso de los habitantes de las ruinas de Talesmel. Así que, era fácil imaginar que pocos salen, muchos menos de los que entran. Y en cuanto a las riquezas. No es que el oro se viese desde lejos, pero, maldita sea, había sido una ciudad enorme y muy poblada. Una ciudad en la que las desgracias de la Gran Guerra se habían cebado, y según nuestro líder, habían caído sobre la ciudad repentinamente, de la noche a la mañana. Seguro que aquellas ruinas estarían repletas de riquezas abandonadas a la suerte.

Pero aun así bajamos. Habíamos venido para esto. Éramos jóvenes, sanos y atrevidos. Todos conocían ya mi capacidad para quemar cualquier cosa. Muzzhá, el líder, no tenía rival como rastreador y arquero. Layssa, su compañera elfa, podía acertar con su arco largo en su único ojo a un tuerto que avanzase hacia nosotros antes de que cualquiera lo hubiese distinguido en la lejanía. Ruyeiko, el sureño, podía ocultarse en las sombra en pleno mediodía de verano, en mitad del desierto. Eric era tan grande y fuerte que el escudo que usaba para protegerse bien hubiese podido ser usado como balsa. Y finalmente Rheiya, pequeña y viva, podía abrir cualquier cerradura. Éramos muy buenos en lo nuestro. Nos merecíamos triunfar y volver a casa con oro como para vivir el resto de nuestras vidas, es decir, para al menos una semana de beber sin parar y comer hasta reventar en la Dorada Talikes.

Nos equivocábamos. El primer día nos quedamos en las afueras del sur de la ciudad, en la parte empinada de la ladera, donde algunas casas de aspecto lujoso aún se sostenían en pie, pero no muy lejos del borde del agujero de color indescriptible. No encontramos ningún peligro allí, más allá del mal olor. Rheiya abrió lo que aún no estaba abierto y encontramos ropa vieja, alguna de calidad, pero nada de lo que realmente nos había traído hasta allí. Nada de oro, nada de joyas, ningún objeto con esas runas auténticas de la magia encantada que Muzzhá había aprendido a distinguir con los años de experiencia dedicándose a estas cosas. Nada de un valor tal que mereciese la pena cargar con ello. Regresamos al campamento y nos dijimos que teníamos que adentrarnos más. Que aquél borde exterior tal vez fuese más seguro, pero lo que era del todo seguro es que otros ya se nos habían adelantado.

El segundo día nos atrevimos a bajar al agujero. La tierra era extraña, no estaba húmeda, no en el sentido positivo del lodo, del agua, pero se pegaba en las botas como si fuese lodo. No lo era, era algo pegajoso, como baba de caracol, una enorme cantidad de baba de caracol, y todo en su contacto palidecía. Literalmente, los rojos se volvían naranjas o rosas, los negros grises, y el acero de las cotas de malla se tornaba de un color plomizo. Ni siquiera consideramos tocar aquella cosa con las manos desnudas, aunque durante aquella noche todos bromeaban que yo debería ser inmune, porque más blanca de piel no me podía quedar.

Aquel día encontramos muertos recientes. Casi todos eran saqueadores, como nosotros, sólo que no habían sobrevivido. Casi todos permanecían muertos, quitecitos allá donde hubiesen sucumbido; pero no todos, algunos tenían hambre y nos querían en su menú. Las flechas no los detenían, de hecho, las ignoraban y sólo servía para que perdiésemos proyectiles. Por suerte, el martillo enorme de Eric los dejaba secos al primer golpe, y mi fuego no dejaba gran cosa de ellos. Aquel día encontramos dos objetos de interés: una gargantilla de buena plata, algo deslustrada por efecto de la baba que lo impregnaba todo, y un par de botas extrañamente decoradas que Muzzhá identificó como mágicas.

(¿Y eran mágicas?)

(Sí, aún me las pongo a veces)

(¿Y qué hacen?)

(Una pantorrilla muy bonita)

(En serio)

(Vale, cómo pronto aprendí con las botas puestas casi no se puede escuchar el sonido que haces al caminar, hasta Ruyeiko quedó impresionado por la mejora en mi habilidad para caminar en silencio una vez que me las puse, y fue una suerte, porque fueron vitales para que pudiese sobrevivir)

(De acuerdo, continúa)

El tercer día decidimos adentrarnos bastante más, hasta una casa en ruinas que se veía no muy lejos del lugar en el que habíamos estado rebuscando. Parecía una casa muy prometedora. Había tenido jardín, como las casas de calidad de Al Hassim, un jardín para dar olor, aunque ahora el jardín sobre todo diese miedo. Al menos la mitad de la casa se mantenía en pie, incluso parte del muro exterior de la hacienda se sostenía. Era un buen lugar para buscar riquezas abandonadas. Yo iba con las botas –siempre que encuentro unas botas de mi tamaño hago lo imposible para quedármelas, comprarlas o lo que corresponda, es una especie de manía, no sé si porque fue la primera cosa que me conseguí para mí misma una vez que salí de mi aldea, una botas que me quedasen bien. El sureño iba comentado mi súbita mejora en caminar en silencio, en tono de guasa, por supuesto, bromas a las que se unía Rheiya. Layssa aún mantenía su arco largo, pero Musshá que iba al frente había dejado el suyo en el campamento ya que era inútil y ahora blandía su cimitarra. Varios muertos vivientes quisieron acompañarnos en nuestra excusión y agradecimos fervientemente el ofrecimiento, a base de quemarlos, cortarlos y aplastarlos con verdadera dedicación. Supongo que cuando llegamos a lo alto de la casa –estaba algo más elevada que las demás, tanto el edificio como el terreno circundante- nos habíamos confiado demasiado. Hablábamos de forma escandalosa, casi gritando, y nos reíamos a carcajadas. Excepto Layssa, que sentía auténtico pavor a los muertos que caminaban.

La casa era un buen lugar para buscar. Nada más entrar un candelabro de plata de varios codos de alto aún se mantenía en pie junto a la puerta, con su vela casi derretida encajada en su parte superior. La parte superior de la casa era complicada de alcanzar porque la escalera que debía dar acceso a la misma se había derrumbado, así que lo dejamos para el final, aunque lo más probable es que de haber algo de auténtico valor estuviese ahí, en los dormitorios principales. Nos separamos. Eric y el sureño se quedaron en el salón, que al tener una de las paredes derrumbada les permitía vigilar el jardín y avisarnos si algo se nos acercaba. Musshá y su pareja se dedicaron a rebuscar en las habitaciones de la primera planta y Rheiya y yo bajamos al sótano o despensa que encontramos en la cocina.

Allí abajo había un poco de todo. Había barriles grandes amontonados en una pared, pero dos estaban vacíos y el tercero olía a vinagre. A la derecha, nada más bajar unas estanterías contenían conservas de todas clases, desde embutidos hasta encurtidos, y bajo las estanterías dos tinajas grandes contenían aceitunas echadas a perder. En cualquier caso no habíamos bajado a buscar comida precisamente, a no ser que fuesen salchichas atadas con hilo de oro. A la izquierda seis o siete cajas impedían ver lo que había detrás, excepto la columna que sostenía el techo.

Encendí mi mano derecha para iluminarnos y Rheiya se puso a rebuscar mientras yo la iluminaba. No sólo había cosas de comer. Encontramos unas ollas viejas y una cubertería de madera probablemente para uso de los criados. En definitiva nada. Rebuscamos de todas formas a fondo, porque a veces los ricos tienen depósitos ocultos en los lugares más insospechados. Entonces escuchamos un golpe sobre nuestras cabezas. Más que un golpe era un estrépito, como si una pared se hubiese derrumbado. Lo más probable es que algo se hubiese caído sobre nuestros compañeros, o tal vez Musshá se había cansado de buscar en habitaciones poco prometedoras y habían intentado escalar al piso superior con mala suerte. Corrimos hacia le escalera para ver si necesitaban ayuda y entonces entendimos que algo iba mal. Yo sentí un escalofrío como jamás había sentido y mis llamas se apagaron. Rheiya no parecía tan afectada –yo casi no podía andar- pero aun así le detuvo el miedo. Escuchamos sobre nuestras cabeza la voz clara de Eric maldiciendo a alguien o a algo, y luego el sonido claro de su martillo rompiendo una pared. Rheiya me preguntó que qué me pasaba y yo sólo acerté a balbucear que no lo sabía. Nunca había tenido tanto frío. Viendo que casi no me podía mover, decidió subir a ver qué pasaba. No debí dejarla marchar. Escuché un grito de mujer, creo que de Layssa y era un grito agónico, así que me arrastré hasta lo alto de la escalera. El aire estaba tan frío que se condensaba delante de mi boca y me temblaba todo el cuerpo. Rebuscando en los cajones de la cocina encontré algo parecido a un mantel y me lo eché por encima. Ayudó pero no demasiado. Intenté inflamarme, pero apena logré calentarme las manos. Había una lucha en el salón. Se escuchaban gritos, golpes de arma, y unos extraños sonidos, como chasquidos que no sabía identificar. Me obligué a intentar salir de la cocina pero no llegué a hacerlo.

De pronto un extraño ser se materializó sobre una de las mesas. Es justo eso lo que pasó, se materializó. Recuerdo que primero escuché el sonido, el chasquido y luego aquel ser estaba sobre la mesa, sin más. Tenía en cierta forma la apariencia de un niño de unos seis años o así, pero no lo era. No estaba vestido y su piel era de un color blanco azulado. Se le marcaban las venas en algunas partes, especialmente en los brazos de un color azul oscuro. Me miró. Sus pupilas eran sólo algo más menos blancas que el resto del ojo. Me sonrió y al tiempo que lo hacía pude ver como sus colmillos se alargaban y afilaban hasta transformarse en auténticas armas. Y saltó sobre mí. Intenté quemar a esa cosa. Era lo que mi instinto me pedía, pero no funcionó, y aquella cosa me mordió la mano. Le golpeé con la izquierda hasta que me soltó. Me dolía enormemente, más de lo que correspondería por el mordisco y sangraba bastante. El niño o lo que quiera que fuese…

(Los llaman Saltadores)

(Es… descriptivo)

El saltador parecía contento y se relamía mi sangre en sus labios. De pronto sus uñas se alargaron hasta transformarse en una zarpas de una longitud mayor que sus dedos, unas zarpas extrañas, azuladas y que parecían cubiertas de escarcha. Estaba claro qué es lo que pasaría a continuación y me empezó a entrar angustia. ¿Me iba a matar esa especie de crío? Saqué una cimitarra que siempre llevaba pero que no había usado desde hacía años, y ataqué a aquella cosa. Ella se limitó a esquivarme y a saltar de nuevo hasta la mesa. Se rio de una forma terrible. Era la risa de un niño, pero a la vez era la de un demonio. Le volví a atacar, pero esta vez en lugar de esquivarme se desvaneció y casi de inmediato sentí la laceración de mi hombro izquierdo. Estaba sobre mí. Su zarpa goteaba mi sangre, después de haber atravesado mi armadura como si fuese de papel. Me lo intenté quitar de encima con desesperación, pero aquella cosa endiablada me cortó una y otra vez. Rápido como el rayo, ágil como un conejo, escurridizo como una rana. Me dolía por tantas partes que pensé que me desmayaría de inmediato, pero de nuevo la ira sustituyó al dolor y al miedo, y, a pesar de aquel frío malévolo, mi pelo se inflamó. El saltador retrocedió sorprendido, pero no se marchó ni se desvaneció. Tal vez tuvo curiosidad, en cualquier caso ya no pudo marcharse después. Sintiendo el fuego corriendo por mis vena de nuevo, no me costó nada alzar mi malherida mano derecha y verlo arder.
Chilló como una rata atrapada, y sus chillidos atrajeron a más cosas de esas. Todas eran diferentes, como los son unos niños de otros, pero todos eran igual de blancos, igual de fríos y todos estaban cubiertos de sangre. Simplemente fueron apareciendo aquí y allá de la cocina. Todos precedidos por un chasquido, cada uno sentado en alguna encimera o en cuclillas sobre una alacena. Pero para entonces todo mi cuerpo ardía. El fuego, mi amante, me rodeaba feroz y amenazante. Mi sangre no llegaba a manar de mis heridas porque se transformaba en chispas antes de alcanzar el suelo. Intenté retroceder hacia la salida pero allí estaba ella.
Era una mujer, hermosa y sonriente, pero todo su cuerpo era nieve.

(Una nívea)

(Una nívea, la ‘madre’ de aquellos niños)

(No son realmente sus hijos, durante…)

(Tanto me daba, era una situación mortal y mis compañeros probablemente ya estuviesen muertos)

(Los saltadores son muy peligrosos y si los lidera una nívea…)

Para mi sorpresa aquella mujer me habló, en nuestro idioma. Alabó mi figura, el color de mi piel, pero dijo que tenía muy mal gusto para combinar. Tu piel no pega con ese fuego, me dijo, y luego me urgió a apagarlo. Ella misma debía estar haciendo algo con su propio poder, porque todos los muebles de la cocina y hasta el suelo empezó a escarcharse, a cubrirse de blanco. Supongo que intentaba apagar mi fuego, pero la ira me sustentaba y la ira es poderosa en mí. Aunque no las tenía todas conmigo, la encaré. La señalé con mi mano ardiente y avancé hacia la puerta. Ella dejó de estar sonriente, chasqueó la lengua, no sé cómo puede hacerse eso si tu boca están hecha de nieve, pero lo hizo, y se apartó. A un gesto de ella los niños desaparecieron casi de inmediato de la cocina. Pero no me libré de ellos, estaban esperando en el salón, junto a los cadáveres del resto de mis amigos. Los habían descuartizado, mutilado de múltiples formas y por la sangre derramada no cabía duda de que estaban todos muertos. Todos no, el sureño no estaba entre ellos. No sé si realmente murió aquel día, probablemente sí, pero nunca vi su cadáver ni volví a verlo a él. Ella apareció por detrás de mí. No andaba, no exactamente. Sus pies parecían unidos al suelo, y era casi como si se desmoronase a cada paso para reconstituirse en el siguiente, pero dejando siempre tras de sí un rastro de hielo y nieve. Me dijo que no podía escapar, pero que no tenía por qué morir. ‘Te daremos la leche del Señor del Invierno’, me dijo, ‘y serás una de nosotros, una muy poderosa’.

(Entonces realmente lo hacen)

(¿El qué?)

(Dar… o sea, transformar a gente normal en otros como ellos, dándoles de beber una suerte de esencia de su dios, haciéndoles tragar mal en forma de líquido)

(No me quedé a verlo)

Le dije que antes prefería morir, y que ellos morirían todos antes que yo. Ella se rio y dijo que tenía demasiados hijos para que yo pudiese con todos. Le respondí haciendo arder a dos de aquellas cosas a la vez. Y luego a otros dos casi de inmediato. Ella chilló de rabia o más bien emitió un sonido que no era humano en ninguna forma y con un gesto hizo desaparecer a los saltadores. Me giré hacia ella y la miré a los ojos. No había miedo en ellos, sólo orgullo y algo de admiración. ‘No todos mis hijos son así de pequeños’, me dijo y se desmoronó como si fuese un muñeco de nieve. Pensé que había vencido y pensé en mis compañeros muertos, pero no. Una pared simplemente se derrumbó y tras ella surgió un hombre… es difícil de describir, pero creo que la imagen es clara. Fuerte, muy fuerte, y por todas partes de su piel sobresalían… como botones hechos de hueso, protuberancias.

(Un blindado, aunque el nombre más popular es óseo)

Estaba claro que aquella cosa, ese óseo, no tenía buenas intenciones así que intenté quemarle con el poder de ambas manos. No tuvo ningún efecto. Nada en absoluto.

(Los óseos son casi inmunes a la magia)

(Hubiese estado bien haberlo sabido en aquel momento)

Lo volví a intentar, y luego lo volví a intentar de nuevo. Nada de nada. Aquella cosa se me echó encima. A penas pude esquivar el golpe. Mi fuego no funcionaba con esa cosa así que eché a correr. Casi me mato al bajar desde la altura en la que estaba la casa. Por suerte aquella cosa no era especialmente rápida. Por otra parte se abría paso a puñetazos y ni las paredes más gruesas parecían poderlo parar. Corrí y corrí, pero no sabía hacia dónde. Me perdí en las calles mal olientes de la ciudad, probablemente hasta lugares bastante lejanos de su borde exterior. Tuve suerte. Suerte de Adharif, porque el óseo perdió mi rastro y yo pude dejarme caer exhausta en lo que parecía un viejo almacén.

Intenté mantenerme despierta pero no pude. Cuando me desperté al mediodía siguiente aún seguía viva, pero me fallaban las fuerzas por la falta de sangre. Mi retorno al campamento fuera de la ciudad lo viví como en un sueño, o más bien como en una pesadilla. Allí dormí un día entero, sin pensar en que realmente los animales de allí fuera podían ser tan peligrosos como los muertos caminantes de la ciudad, o aquellos seres del Señor del Invierno. Y eso, fue el final de mis incursiones a Talesmel. Me quito…

…la diadema.

Pues no se puede decir que eso de encontrar antigüedades valiosas se te dé muy bien.

Daba. Las primeras veces no se me daba muy bien, pero aprendí con el tiempo. Créeme soy una saqu… una localizadora de antigüedades muy experta y con mucha suerte.

De acuerdo. ¿Paramos un rato?

Sí, vale, pero invitas tú.

Siempre invito yo.

Por eso es lo más adecuado, no vamos a cambiar así de pronto las tradiciones.

Hoy estás contenta y no paras de bromear.

Sí creo que todo está yendo muy bien, ¿no crees?


Existe alguna complicación, pero creo que la solventaremos. Vamos a tomar algo.

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