Para cuando el
gallo canta a la mañana ya estoy en pie. Es un reto. Mi padre me inculcó la
costumbre de competir con el amanecer. Siempre me decía: “Los primeros profetas
nos explicaron que la primera oración no se hace durante el amanecer, sino al
amanecer, para el amanecer. Ruegas para que Nuestro Dios, el Sol, se vuelva a
levantar una mañana más por el horizonte. El gallo saluda a Nuestro Dios,
cuando surge de entre las arenas secas, cuando retorna de la oscuridad, de la
muerte, y por ello es un animal santo, pero no es sabio, carece del
entendimiento necesario para entender que sin los rezos, si todos perdiesen su
fe, nuestro señor podría abandonarnos y dejarnos sumidos para siempre en las
tinieblas. Así, que levántate ya, mi pequeña, ven conmigo, antes de que se
despierte el gallo, para rogar a Nuestro Señor, para que ilumine el mundo”. Ya
he perdido la fe de mi padre. Soy una niña sola, acompañada sólo por las
gallinas y las cabras. Soy una niña huérfana, que sobrevive a la pérdida de mi
padre y a la desconfianza de nuestros vecinos. No es que se porten mal, no es
eso, al menos no todos, la viuda Meryem, me ayudó mucho al principio y sigue
viniendo a visitarnos siempre que puede. Pero nunca confiaron a mi padre ni en
mí. Ahora ya creo entenderlo, pero cuando era une cría pequeña era el motivo de
casi todas mis rabietas. Ya no puedo permitirme tener rabietas. Aunque sigo
siendo una niña, si me comporto como tal moriría de hambre, y mis cabras
también. Soy una niña huérfana, y la única rabieta que me permito es la de
levantarme todas las mañanas antes del amanecer y no rogar porque el Sol surja
de entre las arenas. Espero desafiante bajo el frío del desierto, mirando hacia
las arenas y diciéndole al dios: “Venga, te odio, déjame sumida en las
tinieblas”, pero él siempre surge día a día, ignorando mi desafío. Cada mañana,
hago el reto de ganarle al gallo. Cada mañana reto al Sol a no salir. Cada
mañana me río del gallo, por honrar a un dios que ni siquiera castiga a una
niña estúpida e impía como yo.
Las rocas
entre las que vivo se tornan aún más rojas cuando el dios se asoma entre las
arenas. Hay quien dice que el Nodul Tann es un viejo gigante manchado por las
sangres de sus enemigos, un gigante guerrero que se ha quedado esperando al
regreso de una amada que los desertinos secuestraron hace siglos a pesar de su
vigilancia y ferocidad. En realidad no es más que una piedra, vieja y fea. He
estado a sus pies e incluso sobre lo más alto de ella, y no hay nada en ella de
gigante más que las historias que cuentan en la aldea. Sin embargo, cuando el
dios asoma, las sombras juegan con su perfil y su color anaranjado, se torna de
un rojo tan intenso que bien podría ser la sangre de miles de sus enemigos.
Siempre observo el Nodul Tann mientras desayuno los restos de la cena del día
anterior. Lo miro con atención para recordarme que no hay más que piedra en
este mundo, que los dioses no se acuerdan de una flacucha huérfana, y no tienen
compasión con los padres que se enfrentan a los señores de la guerra.
Las cabras se
quejan. Tienen razón, me entretengo demasiado. Estamos al final del verano y si
nos descuidamos los otros rebaños nos quitaran los rincones donde aún se
ocultan algo de hierba. Ya no queda mucha, así que todos los pastores ya se
aventuran en lugares muy distantes de los muros de la aldea, incluso hasta los
lugares a la sombra del Nodul Tann en los que habitaba el Arenoso y aún habita
su hija huérfana. Acaricio a las cabras, que no me lo agradecen demasiado. Son
tan duras como yo debo serlo. Saludo a Tahmid, el macho cabrío, que me sostiene
la mirada altivo, y empiezo a darle indicaciones a todo el rebaño con silbidos,
como me enseñó mi padre. Somos un rebaño silencioso, no puedo permitirme pagar
los cencerros, que casi todos les ponen a sus animales para que no se pierdan,
y somos un rebaño pequeño. Si unas cuantas cabras se pusiesen enfermas o se me
perdiesen, no sé qué podría hacer. Creo que me moriría de hambre. La viuda
Meryem, me ayudaría, claro, pero no por mucho tiempo, ella misma no tiene un
rebaño muy grande y tiene que dar de comer a sus cinco hijos pequeños. Al menos
el señor de la fortaleza de Nejer no piensa siquiera en pedirle su diezmo a la
huérfana del cabrero solitario, la huérfana el raro de Nodul Tann. Si yo
tuviese que pagar el diezmo como todos los demás cuando el señor se digna en
bajar desde su castillo de roca, pronto me quedaría sin cabras, sin leche, sin
queso, sin nada.
Ando tan sucia
como mis animales, más sucia incluso que los demás de la aldea y eso que casi
nadie malgasta el agua, lo más valioso que tenemos, en andar limpiándose muy a
menudo. Esa soy yo, hoy también, una cría flacucha, roñosa, de vestiduras
raídas y parcheadas con piel vieja de cabra, y de melena rizadísima y greñuda;
y sin embargo ahí está de nuevo él. Me hace gracia. Kareem, el hijo de Jinan,
de la casa de los Pezuñosos, sonriéndome, desde lo lejos. Deja abandonado a su
rebaño y viene corriendo, lo sé porque lo vi una vez, sólo para sonreírme desde
su piedra lejana, aparentando que no está asfixiado. Lo hace día tras día,
desde hace, al menos un año. Cuando su padre se entere le dará una paliza tan
grande que podrán llamarle Kareem El Que No Se Sienta. Yo ni le saludo, claro.
Tal vez sea la más miserable de las huérfanas, la más fea y sucia, pero ninguna
mujer debe darle pie a ningún hombre joven. Eso sería promover, no sólo el
pecado, que ya no me importa, sino la maledicencia, las murmuraciones. Ya soy
la extraña, la hija del raro, la que vive fuera de los muros, sola, casi como
las alimañas. No me puedo permitir que piensen aún peor de mí.
Cada día, tras
ignorar a Kareem. Llevo a mi rebaño hasta mi sitio favorito, al sur de la gran
piedra, dónde las hierbas son altas y duran casi todo el año, y donde incluso
puedo encontrar a veces bayas sabrosas entre los matorrales de espinos. Allí
las cabras siempre quieren quedarse, pero no se lo permito. Este lugar es, de
alguna forma más sagrado que el cobarde sol, y debe ser respetado. Si las
cabras se comiesen demasiadas hierbas de este lugar, su magia se rompería y aún
pasaríamos más hambre las cabras y yo. Mi padre lo llamaba ‘el rincón verde’ y
también era su rincón favorito. Así que saco a las cabras de allí en cuanto nos
hemos regocijado lo suficiente como para encarar la auténtica naturaleza de mi
mundo. Rocas saladas y hierba ralas y espinosas.
A la hora en
la que el sol está más alto, llevo al rebaño al pozo común. Allí soy la última
en la sociedad, así que si alguien más está usando los bebederos, no me queda
más remedio que esperar. A veces tengo suerte y la viuda Meryem ha traído a sus
cabras al mismo tiempo que yo. Hoy no tengo tanta suerte, pero al menos el pozo
está vacío. Algunas noches tengo la pesadilla de que el agujero ya no huele a
frescor, la pesadilla de que arrojo el cubo a la profunda oscuridad y sólo extraigo
arena, muerte amarilla. Pero no, el pozo siempre está lleno de agua. Las
leyendas de la aldea dicen que el pozo es un gran aljibe que Nodul Tann usaba
en su gran palacio para refrescar las estancias de su amada, y que el aljibe
era tan grande como el propio gigante, tan inmenso como el amor que sentía por
si amada y que por tanto durará el agua hasta el fin de los tiempos. El Nodul
Tann es tanto un gigante como el sol es un dios, así que la fuente del agua
debe ser otro. Pero no me importa, no conozco otro lugar de dónde podamos sacar
el agua, y no conozco nada más hermoso que su sabor fresco, que la sensación
vivificante del beber del primer cubo que subo desde las profundidades. Las
cabras gimen como todos los días cuando me doy el gusto de quedarme el primer
sorbo para mí misma. Incluso me burlo un poco de ellas, escatimándoles el cubo
mientras me persiguen. Pero no las hago sufrir demasiado y vuelco el líquido en
el bebedero. Se lanzan todas desesperadas a beber. Voy a tener que sacar muchos
cubos hasta que queden satisfechas, así que me pongo a ello.
Dicen que
entre la arena hay lugares malignos en donde aún persiste la nieve, una nieve
que no se derrite ni ante el calor del verano. Todos conocemos la nieve, se ve
a lo lejos en las montañas del norte, coronando nuestro horizonte; pero dicen
que no se parece en nada la nieve de las altas cumbres a la que se esconde
entre la arena. Dicen que el que tiene la desgracia de cruzarse con esta nieve
en el desierto, ya no regresa, que en cada nevero, una mujer blanca y
gélida los engatusa y se los lleva
directamente al Infierno. Tal vez sea cierto como decía mi padre, que el hielo
es el mal y que el Infierno es frío, solitario, blanco; pero yo sólo conozco
nuestra vida aquí en la aldea, y me cuesta entender que el agua, incluso en
estado de nieve, pueda ser maligna de alguna forma. El agua nos trae la vida. A
veces he pensado que tal vez el agua del pozo procede de la nieve de las altas
cumbres de Tabar, que por caminos secretos que sólo el agua conoce, baja desde
las alturas para acabar en el pozo de nuestra aldea, en mi cubo. Si fuese así,
¿cómo podrían ser tan diferentes las nieves del desierto y la de las cumbres?
Las cabras se quejan de que me esté dedicando a pensar en estas cosas. Acaricio
a las más cercanas y me dedico a lo que quieren, a sacar cubos de agua.
Cuando termino
y mientras las cabras terminan de beber me subo a lo alto de una de las
piedras. Me gusta subir un rato aquí y mirar en dirección a la aldea. Se ve
desde aquí, a lo lejos, con sus columnas de humo, y, a veces, me dejo llevar
imaginando cómo será ser una de las chicas de la aldea. Vestir el traje negro,
que cubre casi todo, de tela de verdad, y no esta especie de saco que es todo
lo que tengo. Ayudar a tu madre a bordar el ajuar de tu futura boda. Echarle un
vistazo a las joyas que se pasan de madres a hijas, los abalorios de turquesa,
las cadenas de oro viejo, los hilos de plata, todo eso que sólo se usan durante
el día de tu boda y que se guarda después hasta la siguiente boda. Ser una
mujer como las otras. Tener una madre.
Un sonido
inesperado me saca de mi ensimismamiento. El vigía está tocando la campana de
la torre. Aguzo la mirada y puedo verlo. Debe ser Fayyud o Merab, está
golpeando la campana con el martillo desesperadamente. ¡Desertinos! No puede
ser otra cosa. El corazón de me acelera y por un momento el temor me atenaza.
Mi cabeza está llena de cosas que temo y cosas que debo hacer. Mis cabras,
sobre todo mis cabras, sin mis cabras no tengo nada. Mi rebaño es pequeño y
silencioso, tal vez pueda llevarlas hasta la cueva del Ombligo de Nodul. Está
lejos, pero si los desertinos no viniesen desde el oeste, tal vez podríamos
llegar. Tengo que verlos. Así que escalo más y más arriba. Las cabras me miran
con incredulidad. Subir a esta aguja escarpada puede llevarte a la muerte.
Jadeo arriba, pero casi no noto el esfuerzo. Si los desertinos me encuentran me
llevarán con ellos, si encuentran a mis cabras será aún peor. Me tumbo sobre la
parte superior de la aguja de piedra y oteo en todas direcciones. No se ve
nada, pero el vigía sigue aporreando la campana, tiene que estar viéndolos
ahora mismo. No los veo. No los veo. ¿Dónde están? El sol del mediodía me
muestra un paisaje de piedras dispersas, picos de rocas rojas y hierbas
amarillas polvorientas. Casi no hay sombras, y la piedra bajo mi pecho está
caliente como la de preparar tortas. Si es un grupo grande de desertinos tiene
que verse… ¡Allí! Se acercan desde el norte. Tienen que ser ellos, no se les
ve, pero algo levanta polvo desde aquella dirección. Tienen que ser muchos si
levantan tanto polvo.
No sé cómo me
encuentro abajo, entre las cabras y las apremio a moverse. Si vienen desde el
norte, puedo llegar al Ombligo de Nodul. Allí, puedo ocultar a las cabras y si
fuese necesario, desde el Ombligo surgen grietas que nunca he explorado, pero
que podrían servirnos de refugio. Vamos, vamos Blanca, no te retrases. Venga
Macho, muévete. Vamos, vamos, Vieja Machada, no es el momento de entretenerse
con el arbusto. Consigo moverlas con palmadas y gestos, sin silbidos. Ellas son
mi familia y lo saben, a veces creo que pueden leerme la mente y yo a ellas.
Hemos avanzado
la mitad del trayecto hasta a cueva, cuando veo un rastro inequívoco. Patas de
hormiga gigante. ¡Maldita sea! Al menos hay un explorador que no viene desde el
norte. Puede estar en cualquier parte. Miro desesperadamente a mi alrededor.
Sólo hay una roca algo mayor que las demás desde la que mirar, así que me
encaramo a ella. El rastro se ve claro desde la roca. Un solo jinete en una
hormiga gigante. Ha cruzado desde el este hacia el norte justo por donde están
mis cabras, pero no consigo verlo. Tal vez tras aquellas chumberas altas, o
detrás de aquel grupo de rocas, pero desde aquí no puedo verlo que hay tras
ellos. Me vuelvo a mis cabras. Sólo me queda rogar por algo de suerte. Mi padre
rezaría, pero no pienso rezarle al sol que hace tan visible a mis cabras sobre
el rojo de las piedras.
Seguimos
avanzando, pero el corazón se me va a salir por la boca y parece que pueda ver
hasta los más diminutos movimientos entre las hierbas. Nunca he visto a tantos
escarabajos y lagartijas en mi vida. Ni nunca me han parecido tan amenazadores.
Entonces escucho el grito agónico de una cabra. Me giro instintivamente hacia
la última de mi rebaño segura de encontrar a una muerta, degollada por el arma
de uno de los desertinos. Pero Vieja Manchada sigue viva y animosa. El grito ha
venido desde detrás de aquellas palmas. Abandono a mi rebaño sin saber muy bien
porqué y corro de puntillas hasta ellas. Puedo escuchar el sonido de una lucha,
sin gritos, ni estridencias, sólo el terror de las cabras, los golpes y los
jadeos. Me atrevo a levantarme y a mirar sobre las plantas. Allí está el
explorador desertino. Con el rostro y casi todo su cuerpo cubierto por los
restos de los insectos con los que conviven. Sé que es un hombre, pero sé que
no se comportan como tales y desde luego no lo parece. Allí está su montura, la
hormiga monstruosa y peluda, con el cráneo atravesado de lado a lado por una
lanza. Y allí está, Kareem, el muy estúpido y valiente Kareem, luchando con las
manos desnudas contra un hombre armado que sólo conoce la lucha y la muerte. ¡Ríndete
Kareem, ríndete! Por favor, ríndete, eres lo que me alegra las mañanas y no
puedo ver cómo tu sangre no es lo bastante roja para resaltar sobre la arena,
lo bastante espesa como para que el saqueador no pueda derramarla.
La montura aún
no está muerta del todo. Los insectos gigantes del desierto son resistentes
pero con cada movimiento tan sólo acelera su muerte. Su sangre amarilla ya
forma charcos en el suelo. Kareem, está ya sobre el suelo y sólo falta momentos
para que el saqueador le parta el cráneo contra las rocas. Tengo que hacer
algo. Sin darme cuenta ya le he lanzado una piedra. No le hace nada, rebota
contra el caparazón de escarabajo que viste como coraza; pero al menos se gira
para mirarme y Kareem vive un poco más. Corro hacia la montura, debe tener
algún otro arma en ella, lo que sea, una espada hecha con la pinza de una hormiga,
una lanza acabada en el aguijón envenenado de un escorpión, aunque sea un huevo
relleno del ácido de un escarabajo escupe fuego, cualquier cosa. El desertino
no es tonto, sabe que Kareem es mucho más peligroso que una niñata huesuda y desgreñada, así que lo golpea
repetidamente con sus puños recubiertos de escamas piel de lagarto. Mi pobre
Kareem, su tostado y hermoso rostro, el saqueador lo destroza sin piedad. La
hormiga intenta atacarme cuando alcanzo sus alforjas, pero es su último
movimiento, un borbotón de sangre amarilla sella su suerte. El desertino
titubea, y yo le lanzo lo primero que encuentro. No le acierto, pero debe ser
algo peligroso, porque del arbusto en el que ha caído sale humo y el saqueador
tras un último golpe abandona a Kareem y se dirige hacia mí. Sólo le veo los
ojos debajo de su casco de restos de hormiga, pero me basta para sentir que mi
muerte se acerca. Le lanzo otra de las cosas que lleva en la alforja, pero él
se limita a esquivarla. Recoge su espada de mandíbula de hormiga del suelo y la
blande mientras corre hacia mí. Kareem intenta levantarse para protegerme, pero
no puede, se vuelve a derrumbar. Retrocedo, pero caigo de culo. El explorador
está sobre mí. No puedo verle más que los ojos pero sé que sonríe. Levanta su
espada. Yo me encojo. Levanto inútilmente mi mano derecha para protegerme,
mientras el único pensamiento que cruza mi mente es Kareem de blanco llorando
mi muerte. Llora por mí, mi valiente Kareem y que nadie llore tu muerte. Y
entonces un estruendo me arroja dando vueltas hacia atrás por entre la maleza.
No sé qué ha
pasado. Me levanto dolorida. Mi mano derecha me arde de dolor y se ve
enrojecida. Huele a carne chamuscada. Entre lágrimas veo que Kareem está de pie
pero no se me acerca. Está asustado. La hormiga muerta se ha desplazado a la
izquierda y entre ella y Kareem hay un surco negro en donde las hierbas y el
cuerpo del desertino arden en llamas. No entiendo qué ha ocurrido, pero veo que
mi valiente pastor retrocede mientras no deja de mirarme. Dice algo, pero no
consigo oírlo. Entonces descubro que el estruendo me ha dejado sorda. Me
levanto e intento acercarme a él, pero Kareem se aparta. ¿Qué ha pasado? Mi
mano derecha sigue doliendo un horror y empiezo a sentir enojo contra él. ¿Por
qué se aleja de mí? Yo le he salvado la vida, ¿por qué no viene a consolar mi
dolor? Las lágrimas vuelven a correr por mis mejillas y mi cabeza me duele,
parece que va a estallar. Intento apretarme las sienes con ambas manos y
entonces veo que ambas están en llamas. Me desmayo.
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