24.4.14

44.7

Coro

Hubo un momento en mi vida en la que cambió casi todo. Como ya he dicho era sobre todo un empollón gafotas, uno un tanto demasiado ansioso por hacer lo que era lo correcto, incluyendo presentarse voluntario para aquello que pedían los profesores. Antes de llegar a instituto, un día en el gimnasio del colegio, que era –bueno, y sigue siendo- una especie de nave industrial bastante fea y que fue para mí una especie de lugar de terror, pidieron voluntarios para participar en un grupo de teatro. Tal vez dijeran algo de puntos extra, no sé, no lo recuero, pero podría ser algo que hiciese mi yo de aquel entonces. Fuese como fuese, lo que sí recuerdo es haber levantado la mano presuroso para presentarme voluntario. Aquel gesto lo cambió todo. No era la primera vez que tenía alguna clase de actividad extraescolar ni muchísimo menos.

Por ejemplo, mis padres me apuntaron durante mucho tiempo a atletismo por las tardes. No me extraña. La formación física siempre ha sido mi parte más floja y en la que más flaqueo, como demuestra cómo estoy ahora que nada excepto la salud me llevaría a moverme más. Supongo que para eso soy un vago redomado. Lo cierto es que en aquellas tardes de atletismo aprendí a soportar las críticas, en concreto de los que más odiaban a los empollones gafotas y aprendí a correr. Sí, sé correr adecuadamente, pero no lo hago nunca. La profesora que llevaba aquellas clases de atletismo me tenía en gran aprecio, al parecer era un niño de esos muy esforzado y formalito. Aún tengo un sello en el viejo álbum que ella me regaló, creo que uno sin matasellar de la segunda república. Además en aquellas clases estaba una de las primeras niñas que sí que me interesó. Era… mejor no doy nombres ni apellidos. Era atlética, fuerte, de pelo castaño claro y casi siempre con el pelo recogido en una cola de caballo. Lo de la cola de caballo acabaría transformándose en una constante, y desde luego nunca supo que yo estaba interesado, o que ella fue la primera por la que me interesé realmente. La volví a ver hace no mucho. Casada con hijos y tan cambiada que no la hubiese reconocido si no me hubiesen dicho quién era.

Pero no sólo fueron aquellas clases de atletismo, en el mismo colegio, en aquel barracón que llamábamos gimnasio di clases de defensa personal. Creo que nunca hubo un karateka peor en toda la historia, aunque al menos aprendí a rodar al caer. Alguna vez me llegó a servir. También hubo muchísimos veranos de piscina, incluso alguna competición que otra. No se me daba el crol, nada mal. Y desde luego, estaba el ajedrez.
Empecé a aprender a jugar al ajedrez tal vez con mi abuelo. Pobre abuelo, es del que he heredado el gusto por los juegos de mesa de todas las clases. Luego jugué con muchísima gente, en particular en el colegio, por las tardes, mientras esperaba a que mis padres terminasen, jugaba con el portero del colegio. Tarde tras tarde, fui mejorando en mi juego, sin teoría ni libros hasta que acabé llamando la atención y entonces mereció la pena que me enseñasen la teoría y los libros.

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