1.11.14

Majid. 1

Día Segundo del que debería ser mes de las Flores
del año 208 del que podría ser el último Sultanato


Mi nombre es Majid y soy un Kamaj. Lo que significa muchas cosas diferentes. Significa que provengo de una antigua estirpe preñada de héroes, sabios y píos hombres. Rara es la generación en la que no se haya sentado un Kamaj en la corte del Kiyin de Balidram, y la mayor parte de las veces por méritos propios. Significa también que nunca he tenido que preocuparme por mi sustento. Kamaj no es sólo el nombre de una familia, mi familia, también es el nombre de un próspero valle de las montañas del oeste de Balidram. El Valle de los Kamaj, desde donde desciende el Kamajayal, río de frescas y limpias aguas, fiero y rico en peces que riega luego multitud de pueblos agrícolas por las selvas de nuestro país, hasta morir, como todos nuestros ríos en la Ciénaga de las Serpientes. El Valle de los Kamaj, que tal vez no sea tan famoso como las grandes ciudades del país de los elefantes, ni tan próspero como las regiones donde crece nuestro famoso té; pero que aun así puede presumir de ser la cuna de la mejor miel del país y de los mantos bordados más hermosos. Y el Valle nos pertenece. Dicen las leyendas que el primer Kamaj subió desde las selvas y él sólo derrotó al dragón que gobernaba el altiplano del río. La leyendas dicen por lo general muchas tonterías, pero sea como sea los Kamaj se quedaron con aquella pequeña región entre montañas y nunca han sido destronados, y, aunque al transcurrir de las generaciones el número de los miembros de nuestra familia ha aumentado mucho desde aquel solitario héroe matadragones, mi padre aún poseía la suficiente tierra y los talleres como para que yo y mis hermanas no hayamos tenido que preocuparnos por la comida, la ropa o el alojamiento. Pero ser un Kamaj no significa sólo privilegios, ser un Kamaj implica que aunque sólo tengo veintiocho años y soy un hakim licenciado en medicina en la mejor institución de nuestro mundo, si no ocurre un milagro no viviré ni diez años más.

Aún recuerdo con algo de estremecimiento el día que me enteré de mi destino. Mi tío Yosef Ibn Kamaj, hermano de mi padre, general muy condecorado de los ejércitos de nuestro país, estaba de regreso en el valle y estaba dejándose adular por todos sus familiares. Mi padre ya había muerto, aunque yo casi no lo recordaba porque soy el último de sus hijos y cuando murió no tendría ni dos años, pero la familia Kamaj se mantiene muy unida y mi madre no sólo no tenía problemas económicos, sino que Yosef pasó una noche en nuestra casa un honor del que no disfrutaron ni siquiera las casas de los otros hermanos de mi padre. Recuerdo que mi tío era un hombre fuerte de bigotes poblados que empezaban a encanecer y de cara tostada como la de un agricultor. Aunque no portaba ningún arma mientras estuvo en nuestra casa, se movía como si llevase un muy pesado alfanje colgando de su cintura. Tal vez se tratase de una lesión de la guerra, no lo sé, pero recuerdo que cuando lo vi entonces, siendo un chaval, no dejaba de pensar en que en realidad echaba de menos sus armas y armaduras. La mañana que se marchó recuerdo perfectamente que le pregunté inocentemente a mi madre que porqué era tan importante, que porqué todos parecían respetarle como si fuese uno de los sacerdotes de los monasterios de las montañas o incluso más, mirarlo casi como si fuese un ángel de Dios. Entonces ella me habló de su cargo en la corte, de cómo la mitad de los ejércitos del país estaban a su mando, así como las historias de sus gloriosas victorias a lomos de su fiel elefante de guerra Menoj. Pero algo en su historia me hizo pensar en que no era todo e insistí. Entonces ella, con una lágrima en su mejilla me dijo tiene cincuenta y dos. Se refería a los años. Yosef, el gran general, sentado entre los grandes de Balidram, de entre los círculos más íntimos del Kiyin no era respetado por todo eso, sino por sus canas. Era el único varón de entre los descendientes más directos del matadragones con más de cuarenta años. Mi padre había muerto a los treinta y ocho. Mi abuelo a los treinta y nueve y el resto de sus hijos varones ya habían sido alzados hacía años y sus restos volaban  cerca del sol llevados por los picos de las grandes águilas de las montañas de Kamaj. Así había ocurrido también con el padre de mi abuelo y sus hijos.  Tan sólo Yosef seguía y seguiría con vida.

Ser un Kamaj implica sufrir una enfermedad que nos es propia, una enfermedad que incluso lleva nuestro nombre y que tan sólo afecta a nuestra familia. El mal de Kamaj, aunque entre nuestra familia usamos un nombre menos épico y más cercano a la verdad, la muerte temblorosa que nos alcanza a todos. Las mujeres de mi estirpe están libres de nuestro destino y en el fondo son ellas las que mantienen el dominio de nuestro linaje en el Valle, yo no lo sabía en aquel entonces; pero los varones… los varones al alcanzar la treintena empiezan a sufrir de movimientos espasmódicos incontrolados, a veces parece que bailemos de forma absurda, a veces un miembro se sitúa en una posición no sólo ridícula, sino terriblemente dolorosa, y ahí se queda por mucha voluntad o ayuda que recibamos. Luego es aún peor. La boca comienza a tener vida propia y el habla se vuelve ininteligible, el comer se transforma en una lucha, y hasta el respirar se transforma en un combate que finalmente perdemos. Eso los que tenemos suerte. Otros de los míos sufren el temblor a su mente, comienzan a ver espíritus, visiones terribles de seres que nadie más ve y la muerte acontece entonces, cuando la locura ya se ha llevado lo que el enfermo una vez fue. Yosef había escapado de aquel terrible destino porque los sacerdotes del Sol, allá arriba, recluidos en sus monasterios en picos fríos y ventosos, aún más altos que nuestro hermoso valle, hacían verdaderos milagros; y Yosef, el guerrero sin par, había logrado por sus méritos que el Kiyin le otorgase uno de aquellos milagros, el de sanar de nuestra enfermedad.

Yo era un crío cuando mi madre me lo contó, y en realidad no entendí lo que me estaba contando, pero sí que entendí en ese momento porqué los retratos que teníamos en la sala principal eran tan importante para ella. Allí estaba mi padre, pintado con esmero, mi abuelo y el padre de mi madre, hermanos y tíos, todos serios, todos jóvenes, todos muertos. Ella dedicaba dos horas de todas las mañanas en limpiar esos retratos, en decorarlos con flores frescas, en dedicarles una breve oración a cada uno. Hasta entonces yo no había entendido tanto trabajo. Al conocer mi destino primero lloré por mi madre que recordaba a sus muertos cada mañana y tan sólo luego lloré por que iba a morir. Recuerdo que lo primero que hice fue negarlo. Yo no moriré madre, yo no. Eso le dije y me dije a mi mismo. Pero ella, me acarició la mejilla y me dijo tiernamente que yo era hijo de mi padre un Kamaj de pura raza y que ella era hija de otro, así que mi destino estaba sellado por partida doble. Lloré toda aquella tarde, pero qué sabía yo. No era más que un crío. Estaba aún tan lejos de comprender lo que la muerte temblorosa significaba en realidad y me quedaban muchos años.

No fue hasta que cumplí los doce que no entendí del todo lo que me esperaba. Por aquel entonces yo soñaba con destinos gloriosos, y luchaba con mis primos con espadas de madera; aunque nuestra diversión favorita era decidir con cuál de las primas nos casarían. Nuestras madres estaban decidiéndolo por aquel entonces. Yo esperaba que ella escogiese a Hadjara, risueña de ojos grandes y negros, de largas piernas y cuya voz sonaba como el Kamajayal; pero quién entendía cómo pensaban las madres en esos asuntos. Ya en ese momento yo sabía que nunca sería como Yosef, porque perdía en todas las peleas, y porque mi ánimo en los juegos estaba más en plantear estrategias que en realizarlas; pero aun siendo más listo que vigoroso, me sentía fuerte y vivo, tan alejado de la enfermedad que estaba convencido de que jamás me alcanzaría. Una de aquellas tardes lluviosas de otoño en las que no podía salir a luchar con mis primos, llegó a casa Mukhtar, uno de los primos de mi madre. Mukhtar era doblemente desafortunado. Tenía treinta y seis y la enfermedad le había alcanzado de forma evidente. No era rico, pero había sido un reconocido artesano y sus mantones se habían vendido por centenares a los khines comerciantes. Sin embargo, el invierno anterior, un alud había enterrado su casa nueva, dejándole sin esposa ni hijos, dejándole sin destino ni sucesores. Mukhtar ya no podía  cuidar de sí mismo, porque los espasmos le atacaban cada vez más frecuentemente, y mi madre había hecho un acuerdo con él. Lo cuidaríamos en casa y así yo y mis hermanas heredaríamos su patrimonio.
Al principio recelé de aquel hombre que parecía ser un sustituto de mi casi olvidado padre. Luego me dieron asco sus temblores, sus absurdos bailes que él intentaba esconder, o los balbuceos llenos de babas con los que me rogaba el desayuno. Poco a poco empecé a huir de la casa, a ausentarme más y más, a despertarme antes del alba y a perderme por las colinas con tal de no verle. Hasta que mi madre intervino, una tarde. Estaba enfadada, conmigo, como nunca lo había estado antes, pero no lo demostró, sino que fue su serenidad lo que me hizo sentarme en la silla del comedor y escucharla durante dos horas. Ella se limitó a contarme los tiempos de su infancia, cuando ella y Mukhtar vivía en una aldea al norte del Valle, jugando como niños felices. Se limitó a contarme cómo era él antes de la enfermedad. Cómo se casó con su hermosa mujer, las alegrías cotidianas, el valor de un hombre normal, viviendo una vida normal y corriente, sin heroicidades más allá de las que cualquier campesino enfrenta en su día a día. Tras aquellas dos horas lo comprendí realmente. Mukhtar, al que despreciaba por su enfermedad, era mi futuro. Él había sido como yo a mi edad, y ahora era un bailarín al son del mal de los Kamaj, un balbuceante cantor de nuestra perdición; como lo sería yo a su edad.

No dormí en toda la noche. Y cuando el sol logró superar nuestras montañas me encontró mirándolo de frente a través de las celosías de las ventanas de mi casa y con un plan. Mi madre lo entendió aunque no lo compartía. Madre, le dije, no voy a morir como padre, viviré como su hermano Yosef. Madre, le dije, no puedo ser un soldado, pero soy inteligente, seré un hakim. Si puedo, madre, le dije, encontraré una cura a nuestra enfermedad, y si no puedo me haré tan famoso y apreciado en la corte que el mismo Kiyin hará que los sacerdotes logren el milagro de mi curación. Mi madre me dijo entre lágrimas que no teníamos tanto dinero como para que yo estudiase en el hospital kiyinal de la Capital. Sólo los verdaderamente ricos pueden llevar a sus segundos hijos a ser hakines, mi apuesto hijo, dijo ella. Y entonces Mukhtar, Al Kars lo guarde, entró en la sala y dijo que él pagaría los gastos.


Mi madre quería otro destino para nosotros, usar del dinero de Mukhtar para comprar más tierras, darme un matrimonio feliz con una de mis primas y asegurar el ajuar de mis hermanas, pero el balbuceante Mukhtar la convenció de que yo merecía la oportunidad de vivir.

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