Día Segundo del que debería ser mes de las
Flores
del año 208 del que podría ser el último
Sultanato
Mi nombre es Majid y soy un Kamaj. Lo que significa
muchas cosas diferentes. Significa que provengo de una antigua estirpe preñada
de héroes, sabios y píos hombres. Rara es la generación en la que no se haya
sentado un Kamaj en la corte del Kiyin de Balidram, y la mayor parte de las
veces por méritos propios. Significa también que nunca he tenido que
preocuparme por mi sustento. Kamaj no es sólo el nombre de una familia, mi
familia, también es el nombre de un próspero valle de las montañas del oeste de
Balidram. El Valle de los Kamaj, desde donde desciende el Kamajayal, río de
frescas y limpias aguas, fiero y rico en peces que riega luego multitud de
pueblos agrícolas por las selvas de nuestro país, hasta morir, como todos
nuestros ríos en la Ciénaga de las Serpientes. El Valle de los Kamaj, que tal
vez no sea tan famoso como las grandes ciudades del país de los elefantes, ni
tan próspero como las regiones donde crece nuestro famoso té; pero que aun así
puede presumir de ser la cuna de la mejor miel del país y de los mantos
bordados más hermosos. Y el Valle nos pertenece. Dicen las leyendas que el
primer Kamaj subió desde las selvas y él sólo derrotó al dragón que gobernaba
el altiplano del río. La leyendas dicen por lo general muchas tonterías, pero
sea como sea los Kamaj se quedaron con aquella pequeña región entre montañas y
nunca han sido destronados, y, aunque al transcurrir de las generaciones el
número de los miembros de nuestra familia ha aumentado mucho desde aquel
solitario héroe matadragones, mi padre aún poseía la suficiente tierra y los
talleres como para que yo y mis hermanas no hayamos tenido que preocuparnos por
la comida, la ropa o el alojamiento. Pero ser un Kamaj no significa sólo
privilegios, ser un Kamaj implica que aunque sólo tengo veintiocho años y soy
un hakim licenciado en medicina en la mejor institución de nuestro mundo, si no
ocurre un milagro no viviré ni diez años más.
Aún recuerdo con algo de estremecimiento el día que
me enteré de mi destino. Mi tío Yosef Ibn Kamaj, hermano de mi padre, general
muy condecorado de los ejércitos de nuestro país, estaba de regreso en el valle
y estaba dejándose adular por todos sus familiares. Mi padre ya había muerto,
aunque yo casi no lo recordaba porque soy el último de sus hijos y cuando murió
no tendría ni dos años, pero la familia Kamaj se mantiene muy unida y mi madre
no sólo no tenía problemas económicos, sino que Yosef pasó una noche en nuestra
casa un honor del que no disfrutaron ni siquiera las casas de los otros
hermanos de mi padre. Recuerdo que mi tío era un hombre fuerte de bigotes
poblados que empezaban a encanecer y de cara tostada como la de un agricultor.
Aunque no portaba ningún arma mientras estuvo en nuestra casa, se movía como si
llevase un muy pesado alfanje colgando de su cintura. Tal vez se tratase de una
lesión de la guerra, no lo sé, pero recuerdo que cuando lo vi entonces, siendo
un chaval, no dejaba de pensar en que en realidad echaba de menos sus armas y
armaduras. La mañana que se marchó recuerdo perfectamente que le pregunté inocentemente
a mi madre que porqué era tan importante, que porqué todos parecían respetarle
como si fuese uno de los sacerdotes de los monasterios de las montañas o
incluso más, mirarlo casi como si fuese un ángel de Dios. Entonces ella me
habló de su cargo en la corte, de cómo la mitad de los ejércitos del país
estaban a su mando, así como las historias de sus gloriosas victorias a lomos
de su fiel elefante de guerra Menoj. Pero algo en su historia me hizo pensar en
que no era todo e insistí. Entonces ella, con una lágrima en su mejilla me dijo
tiene cincuenta y dos. Se refería a los años. Yosef, el gran general, sentado
entre los grandes de Balidram, de entre los círculos más íntimos del Kiyin no
era respetado por todo eso, sino por sus canas. Era el único varón de entre los
descendientes más directos del matadragones con más de cuarenta años. Mi padre
había muerto a los treinta y ocho. Mi abuelo a los treinta y nueve y el resto
de sus hijos varones ya habían sido alzados hacía años y sus restos
volaban cerca del sol llevados por los
picos de las grandes águilas de las montañas de Kamaj. Así había ocurrido también
con el padre de mi abuelo y sus hijos. Tan
sólo Yosef seguía y seguiría con vida.
Ser un Kamaj implica sufrir una enfermedad que nos
es propia, una enfermedad que incluso lleva nuestro nombre y que tan sólo
afecta a nuestra familia. El mal de Kamaj, aunque entre nuestra familia usamos
un nombre menos épico y más cercano a la verdad, la muerte temblorosa que nos
alcanza a todos. Las mujeres de mi estirpe están libres de nuestro destino y en
el fondo son ellas las que mantienen el dominio de nuestro linaje en el Valle,
yo no lo sabía en aquel entonces; pero los varones… los varones al alcanzar la
treintena empiezan a sufrir de movimientos espasmódicos incontrolados, a veces
parece que bailemos de forma absurda, a veces un miembro se sitúa en una
posición no sólo ridícula, sino terriblemente dolorosa, y ahí se queda por
mucha voluntad o ayuda que recibamos. Luego es aún peor. La boca comienza a
tener vida propia y el habla se vuelve ininteligible, el comer se transforma en
una lucha, y hasta el respirar se transforma en un combate que finalmente
perdemos. Eso los que tenemos suerte. Otros de los míos sufren el temblor a su
mente, comienzan a ver espíritus, visiones terribles de seres que nadie más ve
y la muerte acontece entonces, cuando la locura ya se ha llevado lo que el
enfermo una vez fue. Yosef había escapado de aquel terrible destino porque los
sacerdotes del Sol, allá arriba, recluidos en sus monasterios en picos fríos y
ventosos, aún más altos que nuestro hermoso valle, hacían verdaderos milagros;
y Yosef, el guerrero sin par, había logrado por sus méritos que el Kiyin le
otorgase uno de aquellos milagros, el de sanar de nuestra enfermedad.
Yo era un crío cuando mi madre me lo contó, y en
realidad no entendí lo que me estaba contando, pero sí que entendí en ese
momento porqué los retratos que teníamos en la sala principal eran tan
importante para ella. Allí estaba mi padre, pintado con esmero, mi abuelo y el
padre de mi madre, hermanos y tíos, todos serios, todos jóvenes, todos muertos.
Ella dedicaba dos horas de todas las mañanas en limpiar esos retratos, en
decorarlos con flores frescas, en dedicarles una breve oración a cada uno.
Hasta entonces yo no había entendido tanto trabajo. Al conocer mi destino primero
lloré por mi madre que recordaba a sus muertos cada mañana y tan sólo luego
lloré por que iba a morir. Recuerdo que lo primero que hice fue negarlo. Yo no
moriré madre, yo no. Eso le dije y me dije a mi mismo. Pero ella, me acarició
la mejilla y me dijo tiernamente que yo era hijo de mi padre un Kamaj de pura
raza y que ella era hija de otro, así que mi destino estaba sellado por partida
doble. Lloré toda aquella tarde, pero qué sabía yo. No era más que un crío.
Estaba aún tan lejos de comprender lo que la muerte temblorosa significaba en
realidad y me quedaban muchos años.
No fue hasta que cumplí los doce que no entendí del
todo lo que me esperaba. Por aquel entonces yo soñaba con destinos gloriosos, y
luchaba con mis primos con espadas de madera; aunque nuestra diversión favorita
era decidir con cuál de las primas nos casarían. Nuestras madres estaban
decidiéndolo por aquel entonces. Yo esperaba que ella escogiese a Hadjara,
risueña de ojos grandes y negros, de largas piernas y cuya voz sonaba como el
Kamajayal; pero quién entendía cómo pensaban las madres en esos asuntos. Ya en
ese momento yo sabía que nunca sería como Yosef, porque perdía en todas las peleas,
y porque mi ánimo en los juegos estaba más en plantear estrategias que en
realizarlas; pero aun siendo más listo que vigoroso, me sentía fuerte y vivo,
tan alejado de la enfermedad que estaba convencido de que jamás me alcanzaría.
Una de aquellas tardes lluviosas de otoño en las que no podía salir a luchar
con mis primos, llegó a casa Mukhtar, uno de los primos de mi madre. Mukhtar
era doblemente desafortunado. Tenía treinta y seis y la enfermedad le había
alcanzado de forma evidente. No era rico, pero había sido un reconocido
artesano y sus mantones se habían vendido por centenares a los khines
comerciantes. Sin embargo, el invierno anterior, un alud había enterrado su
casa nueva, dejándole sin esposa ni hijos, dejándole sin destino ni sucesores. Mukhtar
ya no podía cuidar de sí mismo, porque
los espasmos le atacaban cada vez más frecuentemente, y mi madre había hecho un
acuerdo con él. Lo cuidaríamos en casa y así yo y mis hermanas heredaríamos su
patrimonio.
Al principio recelé de aquel hombre que parecía ser
un sustituto de mi casi olvidado padre. Luego me dieron asco sus temblores, sus
absurdos bailes que él intentaba esconder, o los balbuceos llenos de babas con
los que me rogaba el desayuno. Poco a poco empecé a huir de la casa, a
ausentarme más y más, a despertarme antes del alba y a perderme por las colinas
con tal de no verle. Hasta que mi madre intervino, una tarde. Estaba enfadada,
conmigo, como nunca lo había estado antes, pero no lo demostró, sino que fue su
serenidad lo que me hizo sentarme en la silla del comedor y escucharla durante
dos horas. Ella se limitó a contarme los tiempos de su infancia, cuando ella y
Mukhtar vivía en una aldea al norte del Valle, jugando como niños felices. Se
limitó a contarme cómo era él antes de la enfermedad. Cómo se casó con su
hermosa mujer, las alegrías cotidianas, el valor de un hombre normal, viviendo
una vida normal y corriente, sin heroicidades más allá de las que cualquier
campesino enfrenta en su día a día. Tras aquellas dos horas lo comprendí
realmente. Mukhtar, al que despreciaba por su enfermedad, era mi futuro. Él
había sido como yo a mi edad, y ahora era un bailarín al son del mal de los
Kamaj, un balbuceante cantor de nuestra perdición; como lo sería yo a su edad.
No dormí en toda la noche. Y cuando el sol logró
superar nuestras montañas me encontró mirándolo de frente a través de las
celosías de las ventanas de mi casa y con un plan. Mi madre lo entendió aunque
no lo compartía. Madre, le dije, no voy a morir como padre, viviré como su
hermano Yosef. Madre, le dije, no puedo ser un soldado, pero soy inteligente,
seré un hakim. Si puedo, madre, le dije, encontraré una cura a nuestra
enfermedad, y si no puedo me haré tan famoso y apreciado en la corte que el
mismo Kiyin hará que los sacerdotes logren el milagro de mi curación. Mi madre
me dijo entre lágrimas que no teníamos tanto dinero como para que yo estudiase
en el hospital kiyinal de la Capital. Sólo los verdaderamente ricos pueden
llevar a sus segundos hijos a ser hakines, mi apuesto hijo, dijo ella. Y
entonces Mukhtar, Al Kars lo guarde, entró en la sala y dijo que él pagaría los
gastos.
Mi madre quería otro destino para nosotros, usar
del dinero de Mukhtar para comprar más tierras, darme un matrimonio feliz con
una de mis primas y asegurar el ajuar de mis hermanas, pero el balbuceante
Mukhtar la convenció de que yo merecía la oportunidad de vivir.
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