2.11.14

Majid. 2

Así ocurrió que no contaba con más de catorce años cuando salí de mi valle, para ir en busca de mi propia salvación, y quién sabía si de la curación de todos los nuestros.

Todo fue organizado por Mukhtar. El ya no podía llevar sus negocios, pero sus negocios aún funcionaban sin él, y eso incluía reatas de mulas que descendían desde nuestras tierras llevando sus mantones de un color verde intenso y lujuriosa decoración de flores de montaña y cabras, bordados en hilos de todos los colores del cielo. En general las ventas se hacían en Omara Dacca, la ciudad de la frontera con los khines, pero de vez en cuando se llevaban en la otra dirección, hasta Balidram e incluso algunos de sus mantones acababan sobre los hombros de las mujeres de las mujeres Al Otal, siguiendo la peligrosa ruta que bordeaba la Ciénaga de las Serpientes. Mukhtar les dijo a sus hombres que llevasen un cargamento hasta Balidram conmigo como carga adicional.

Yo nunca había salido de nuestro valle y no estaba preparado para lo que me esperaba allá abajo. Cuando llegamos a la Cuesta de las Viudas, pude hacerme una primera idea. El Kamajayal se acelera y se vuelve espumoso cuando se llega a ese descenso. La ropa se vuelve húmeda y fría, cuando se camina junto al río, pues no se limita a descender por su cauce sino que llena todo el aire de gotas que parecen estar celebrando que pronto llegarán hasta la vegetación. A lo lejos se divisa el resto de nuestro país, sobre todo en la Roca del Mulah Ben Jaroth, desde la pared sur de la ermita que oculta la cueva del mulah se pueden ver kilómetros de descenso, en donde poco a poco la vegetación de hace más y más abundante, y lejos, entre brumas, espera un mar verde a penas interrumpido por algunas granjas. La primera ciudad, ya fuera de los dominios de los Kamaj es Merjjada, y es más un pueblo que una ciudad, pero aun así me pareció increíble. ¿Cómo podía haber tanta gente junta? Pobre de mí, no tenía ni idea de cómo eran las cosas en realidad.

En mi mente de joven encontrar una cura para la enfermedad de mi familia no sería más complicado que aprender a distinguir las plantas de montaña unas de otras, o aprender la diferencia entre las cabras martunes de las caruyas. Mukhtar había hecho los arreglos para que dispusiese de una habitación en la casa de una antigua conocida de la ciudad y para que me acompañase un hombre anciano que ya no podía trabajar en los talleres, Muab’mad. Por supuesto me presenté directamente en la puerta de la escuela de hakines pensando que mis conocimientos y mi inteligencia, ligeramente superior a las de mis primos, serían más que suficientes para abrirme todas las puertas. Pero los requisitos para estudiar como hakin resultaron ser tan grandes como la Capital, que cuando paseaba por ella se me antojaba tan grande como todo nuestro valle. Así ocurrió que no pasé ni el primer examen. Resultó que mi nivel de escritura y lectura eran insuficientes, y mi conocimiento de las plantas casi inexistentes.

Estaba desolado, pero Muab’mad, y probablemente Mukhtar, ya lo habían previsto y así ingresé en la escuela de herboristas del Ilustre Abdul Dayal, y allí entre hierbas secas e inacabables jornadas de búsquedas de plantas y líquenes en los bosques, pasé dos años. Por suerte estaba más que decidido a lograrlo y mi siguiente intento en la escuela de hakines me permitió ingresar, aunque fuese con una calificación más bien justa. Aquel ingreso de forma tan ajustada me molestó aún más que mi primer intento fracasado y me prometí a mí mismo que tenía que destacar y pronto. Cualquier cosa que no fuesen los textos con los principios de la medicina, las enfermedades y su tratamiento dejó de existir para mí. La tarea era tan inmensa. ¿Cómo podría alguien sospechar si quiera que el cuerpo humano es tan complejo? ¿Cómo imaginar que existieran todos aquellos órganos que podían desajustarse de tal cantidad de múltiples maneras? Eso sin contar con los equilibrios generales, humores y fluidos que recorrían todos los órganos y que influían y eran influidos por la dieta, la edad, el sexo e incluso la virtud religiosa. ¿Puede una persona en una única vida aunque fuese larga y provechosa aprender todas esas cosas y descubrir las formas de hacerlas armoniosas con el tratamiento adecuado de dietas y plantas? Probablemente no, y en cualquier caso yo no iba a disponer de una vida larga. Así que forcé un poco las cosas y logré que me permitiesen especializarme en lo único que me interesaba, enfermedades raras relacionadas con el movimiento y la mente. Más pronto que tarde me encontré trepanando cabezas y observando maravillado cómo el pensamiento estaba sito en unos sesos que no se diferenciaban a los que servíamos fritos de las cabras en el Valle de Kamaj.

A los veinte años era el mejor estudiante que tenía Ezequiel Drumah, el decano de enfermedades del espíritu y fue Ezequiel el que me recomendó para tratar a la bella Noor. La hermosa hija del Kamay de Juptha, sufría de desvanecimientos coléricos; especialmente tras una jornada de mucho trabajo y mucho calor caía al suelo agitándose descontrolada como poseída de demonios y escupiendo espumarajos por la boca. Si no se lo impedían sus sirvientas podía cortarse su propia lengua durante aquellos ataques.  Había un tratamiento conocido para aquel mal, aunque pocos se atrevían a realizarlo pues en la mayor parte de los casos implicaba la muerte del paciente. Había que trepanar la cabeza y con los sesos así abiertos seccionar una parte concreta de lo que une ambos lóbulos. Se diría que los enfermos de estos desvanecimientos de esta forma espacian partes de su alma, tal vez separando los deseos más iracundos y distanciándolos de la virtud y el raciocinio. Sea como sea, si el corte es preciso y la herida no se infecta, la curación es completa. Mas pocos se atreven a hacerla, porque la herida se infecta con facilidad, y si el corte no es preciso el paciente muere con sufrimientos mucho mayores que su enfermedad, que, a fin de cuentas, es espectacular y atemorizante, pero leve.

El Kamay de Juptha sabía todo aquello, pero tenía planes muy concretos para su dinastía y esos planes no incluían a una Noor que fuese poseída por los espíritus de tanto en tanto. Por otra parte la nobleza del Kamay no era lo bastante elevada y su piedad era corta, de forma que la curación de la segunda de sus hijas mediante un milagro solar, era un camino inviable. Por mi parte, necesitaba empezar, y pronto, mi camino a la fama pues ya a tan temprana edad el dedo meñique de mi mano izquierda a veces tomaba voluntad propia por breves segundos, anunciándome así que sería sometido por el mal de los Kamaj antes que otros. Mi desesperación mezclada con mi confianza me llevó hasta el extremo este de nuestro reino, a la más salvaje región de Juptha, donde las ciudades están todas amuralladas, desde la aldea más pequeña hasta la capital regional y dónde es raro el hombre que no ha combatido contra los jinetes azules al menos una vez en su vida.

El Kamay era un tirano brutal, que era lo único que podía permitirse ser en aquella tierra tan salvaje y fronteriza. Por su parte, Noor era tan hermosa como decían, y por mucho que intentaron por todos los medios ocultármela mediante velos y sábanas que nos separaron incluso mientras la operaba, desde el principio supe de su hermosura y pronto del deseo de ella por mi persona. La operación era, en verdad, dificultosa, pero Ezequiel había desarrollado una técnica de trepanación más sencilla y con una apertura más pequeña y menos gravosa, y por mi parte había desarrollado unas técnicas de purificación de los instrumentos que mezclaban los conocimientos de los hakines con algunas de las hierbas que sólo crecían en el valle de mi nacimiento. Puedo aseguraros que a pesar del riesgo que estaba asumiendo, cuando más nervioso estuve fue mientras le cortaba los largos cabellos a Noor y le afeitaba la cabeza para poder trepanarla. Su pelo era negro, grueso, sano y fragante. El interior de su cabeza, como el de todos, era más decepcionante, a fin de cuentas no era tan diferente de los sesos de una cabra. Por dentro todos somos animales, con los mismos órganos que las mulas o los camellos.

Ella se recuperó muy pronto de la operación y aunque habría de usar pelucas el resto de su vida, ahora era una mujer sana que ya no asustaría a su futuro marido con sesiones de espumarajos diabólicos. El Kamay me pagó más del doble de lo prometido, aunque la recompensa que más me agradó fue la que la propia Noor me otorgó en secreto.

Ya tenía una especialidad, y una forma de obtener la fama que tanto necesitaba para tratar mi propio mal. En los años siguientes hice muchas veces aquella operación y casi siempre salí airoso de la misma, perdiendo a lo largo de los años sólo a dos de mis pacientes. Así que ms planes parecían encarrilados. Más no podía simplemente dedicarme a eso. Era también una cuestión de suerte, y una racha mala, podría llevarme desde un futuro brillante a un profundo y oscuro calabozo. Así que en aquellos años hice lo posible para estudiar mi propio mal, presionando sobre todo a mi decano. Pero todos decían lo mismo, no hay cura posible. Ningún caso de sanación, excepto la de aquellos a los que se les había concedido un milagro.

Hubo un momento, a mis veinticinco que fue tal mi obsesión por el tema que Ezequiel temió por mi salud y tras mucho interrogarme descubrió los detalles de mi plan. Recuerdo, como, bebiendo una taza de té, y tras pensarlo largamente, me dijo que más me valdría tomar el camino del sacerdocio si estaba por rogar un milagro, pues pocos hakines han alcanzado tan altas cotas de reconocimiento. Le dije que si en diez o quince años podría alcanzar un nivel suficiente en la iglesia del Sol como para que se me curase del mal. Y él me contestó muy serio, que debido a que era un excelente hakin, carecía de la fe suficiente como para lograrlo ni en cuarenta años. Le rogué que me indicase un camino entonces y me dijo que se lo pensaría. Se fue y nunca me dio ninguna esperanza… hasta hace bien poco. Pero luego contaré como Ezequiel me puso en el camino que ahora estoy siguiendo pues otras cosas han de ser contadas antes de eso.

No me quedaba más que el camino de la fama, pero por otra parte mi especialidad, aunque rara y provechosa, la mitad de las veces no era pública, pues como en el caso de Noor, a menudo mis pacientes eran personas que no deseaban que se supiese que se les había curado del desvanecimiento colérico, y aunque el conocimiento se filtraba de corte en corte, y así era llamado a lugares remotos, incluso fuera de nuestro reino, y aunque era ampliamente recompensado tras mi éxito, jamás el Kiyin me hubiese otorgado el reconocimiento público que yo tanto necesitaba.

El verano de mis veinticinco regresé al valle a visitar a mi familia. Habían pasado más de diez años desde mi marcha. Mukhtar había muerto, por supesto. Mis hermanas estaban todas casadas y sus familias prosperaban y mi madre que ya tenía más de cincuenta, no abandonaba nunca el sari blanco de luto. Ella enseguida descubrió los espasmos que sufría mi mano izquierda que ya entonces eran casi diarios y besándome en la frente me dijo que si no sería mejor que aceptase el destino, casándome y teniendo unos hijos que le alegrasen la vejez. Yo no respondí, por lo que ella siguió, diciéndome que desgraciadamente en ese tiempo Hadjara ya se había casado, pero que su hermana menor era casi igual de hermosa y aún más adecuada para traer hijos al mundo. Yo no dije nada, pero ella continuó hablando de la fertilidad de la familia de Hadjara, que era prodigiosa y que traía al mundo muchos varones. Fue entonces cuando la detuve y mirándole a los ojos le dije que para qué iba a querer traer todos esos varones que estaban condenados a morir demasiado jóvenes. Entonces fue cuando ella se calló. Yo la abracé y lloramos juntos.

En el otoño de mis veinticinco, ya de regreso a Balidram, decidí que sería famoso como fuese necesario y empecé a tratar toda clase de enfermedades del espíritu, no sólo mi especialidad de cirujano.

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