Así que añadí a mi repertorio un poco de
acupuntura, no demasiado bien aprendida, pero que descubrí que aplacaba muchos
males del pensamiento sólo con que el enfermo me viese aplicarle las agujas y
susurras palabras de apariencia khin pero carentes de sentido. También aprendí
a administrar algunas drogas, como el opio o la hierba de mano de Omira Okal,
en diversas formas, desde las que se podían beber hasta las que se podían
fumar; y descubrí que eran estas drogas en particular las que más me ayudaban a
encontrar pronto alivio para mis pacientes. Mi antiguo maestro Ezequiel no aprobaba
estas prácticas, en particular, el uso del opio fumado, al que consideraba una
sustancia que somete la voluntad y acaba por anularla. En realidad Ezequiel
nunca ha entendido que para algunos de nuestros pacientes enfermos de su propio
espíritu la voluntad es el enemigo y anularla es su curación. En cualquier caso
mis rápidas curaciones me estaban haciendo muy popular en la corte. Abrí una
consulta no muy lejos del centro de la capital, con un centro de masajes,
acupuntura y un fumadero de opio en un conjunto de cada uno de los cuales era
tan grande como la casa de mi padre allá en el Valle.
Estaba teniendo éxito, y lo que era más importante
lo estaba teniendo rápido, lo que para mí podría significar la vida, dado que
la locura de mi meñique iba cada vez a peor. A veces, llegaba a esterilizar mis
instrumentos de trepanación con el pensamiento de cortármelo. Luego me daba
cuenta de la mala impresión que sería para mis clientes un médico con un
meñique de madera o de marfil. Mi tío vino a visitarme y no fue nada simpático.
Detestaba lo que estaba haciendo en mi consulta y me dejó bien claro que no
hablaría en mi favor si continuaba por aquel camino. Claro, claro, viejo, pensé
entonces, seguro que ibas a hablar en mi favor si no.
Pero entonces empezó la guerra. El norte se declaró
independiente de nuestro amado Sultán y cada uno de los califas empezaron a
tomar posiciones de parte del norte o de parte de nuestro Sultán. Los khines
aparecieron con un enorme ejército que aplastó cualquier resistencia de Dacca.
Balidram decidió unirse a Omira Okal a favor del norte y mi tío se sublevó
contra el Kiyin llevándose a la mitad de nuestro ejército para combatir a favor
del Sultán. Todo aquello iba a complicar enormemente mis planes. ¿Se
consideraría más que no nos llevábamos bien él y yo o que en cualquier caso yo
era el hijo de su hermano, un Kamaj? La afluencia a mi clínica se redujo
drásticamente y eso que rebajé mucho los precios. Además conseguir el opio o la
hierba de Omira Okal se transformó en algo imposible. Cuando tuve ocasión
participé en la nueva fiebre del té, cuyo precio subió hasta las estrellas.
Pero la cosa se siguió complicando. Tamana Bal Omara la ciudad de los
hechiceros se reveló como un nido de adoradores del Demonio, de la cabra oscura
que reina en la noche; así como la gran ciudad de las caravanas, Akalime en el
borde del desierto. Hubo batalla tras batalla, de tantos bandos que perdí la
cuenta. Al final nuestro país quedó en una posición ganadora. El Sultán lo perdió
todo, incluyendo la vida y su descendencia. Y nos llegó la noticia de que los
diabólicos adoradores de la noche, también habían sido derrotados. Pero de
alguna forma no fue así.
El año pasado, el primer día del mes de las
Cosechas amaneció tan oscuro como si hubiese llegado el invierno. Las
temperaturas cayeron drásticamente y pronto empezó a nevar. Yo soy de las
montañas y la nieve no me es extraña, pero en la Capital no la habían visto
jamás. Luego llegaron los rumores de que los sacerdotes habían perdido todo el
poder. Hacía días que el sol no era más que una luz tenue que se filtraba entre
las nubes, pero, ¿que hubiesen perdido todo el poder? Sólo había una
explicación posible. De alguna forma los diabólicos servidores de la sombra
habían desatado el infierno sobre el mundo. Para nosotros los de la montaña
pensar que el infierno es hielo, nieve, frío, puede resultar algo ridículo,
pero justo así era descrito por los profetas, que en su mayoría provenían del
desierto. El pánico se adueñó de las calles. El fin del mundo había llegado, el
fin del mundo. Los que no se dedicaban a rezar para que les perdonaran los
pecados, decidieron que mejor irse de la vida habiéndolos cometido todos, sin
dejarse ningún placer por probar. Me destrozaron la clínica y me robaron parte
del dinero que tenía ahorrado; pero he de reconocer que el Kiyin supo manejar
la situación. De alguna forma las revueltas no duraron más de una semana y
nuestro bajito, redondo, pero inteligente gobernante logró convencerles a todos
de que una grave crisis podría ser, eso sí, pero que de fin del mundo no había
nada. Entre sus discursos y los afilados cuernos de nuestros elefantes de
guerra, la gente volvió poco a poco a su vida cotidiana.
Tal vez no fuese el fin de los tiempos, pero desde
luego lo era para mí. A través de todos mis conocidos hice lo posible por
enterarme de todo lo que se supiese de los sacerdotes y de sus monasterios. Lo
que supe me sumió en la desesperación. Me confirmaron que el velo que ocultaba
la luz del otoño, también había bloqueado la fuente de los milagros de los
sacerdotes. Al parecer sin ser capaces de ver toda la gloria del sol desde el
cielo despejado de las montañas, eran incapaces de sentir la guía ni el poder
de nuestro Dios. Me contaron historias sobre sacerdotes que abandonaban sus
hábitos para transformarse en agricultores y otros oficios terrenales, e
incluso me contaron historias de sacerdotes que llevados de la desesperación
saltaban desde lo alto de los muros de los monasterios para encontrar una
muerte que encontraban más placentera que la ausencia de Dios.
Ya no había plan. Mi mano seguiría a mi dedo, mi
brazo a mi mano y así todo mi cuerpo se contorsionaría hasta llevarme a la
muerte segura. Podría, tal vez, buscar aún una mujer que se apiadase de mí y me
diese un vástago, uno que también moriría joven y de terribles dolores. Si
hubiese sido un hombre valiente, como mi tío, habría seguido el camino de los
sacerdotes y me habría quitado la vida. Eso me salvó. Me dejé llevar por una
forma de desesperación más propia de mi cobardía, más banal y mucho menos digna.
Cuando Ezequiel vino a traerme la nueva esperanza me encontró fumándome mis
reservas de opio. Le pareció tan indigno que casi me deja en el lecho, sin
contarme lo que había descubierto.
En un recóndito lugar de los archivos había
encontrar la historia de Chizia Ibn Kamaj, un joven de mi valle, que había
encontrado la curación de su mal en una de las aldeas de Asaruj, la ciudad de
los árboles de la lila, en el camino de la frontera de nuestro aliado Omira
Okal. Había ocurrido hacía ya veinte años, y aún seguía vivo. No lo habían
sanado los sacerdotes, sino un hakin, el Maestro Massud Al’Kattar. Su aprendiz
de entonces, Hashim Rabal, al regresar a Balidram había registrado la historia,
pero no con el detalle suficiente como para replicar la cura, que al parecer
incluía hongos que tan sólo Massud conocía, y una dieta estricta de comida y
ejercicios. Al principio, sumido en los vapores del opio, ni comprendí lo que
me estaban diciendo; pero allí estaba mi respuesta, una vía de esperanza para
mí y tal vez toda mi gente.
Pero Ezequiel me informó, para mi desgracia, que
hacía mucho que Massud había abandonado nuestro reino, tal vez para dirigirse
hacia la capital del Sultanato, en el mar interior. ¿Quién podría saber su
destino tras la larga guerra que nos había azotado? Sin embargo, no me quedaba
otro curso de acción. Vendí todo lo que tenía y tras despedirme de mi madre en
el valle, partí hacia lo que había sido el centro de nuestra civilización. ¿Qué
contar de aquel viaje que duró desde entonces hasta ahora? Tal vez ya he
alargado demasiado toda esta introducción, a fin de cuentas, no he empezado
este diario para contar mi historia, sino para anotar cualquier cosa que pueda
servirme o, si no, al menos servir al que pueda venir tras de mí para encontrar
una cura a nuestro mal. Cura que debería estar al alcance de mi mano pero que
se me está negando de forma injustificada. Sin embargo, he sentido que no este diario
estaría incompleto sin el comienzo y la justificación de todo, que no es otra
cosa que mi vida.
Pero, ¿también debería incluir el largo periplo
desde Balidram hasta donde ahora me encuentro? ¿Para describir el qué? Lo que está
pasando a buen seguro que será de sobras conocido por los que vengan detrás de
mí. ¿Para qué entonces rellenar aún más páginas con las penurias que asolan mi
tiempo? ¿Habría de contar las ciudades desgarradas por la guerra, de las que
tan sólo quedan casas quemadas y llantos? ¿Habría de contar sobre cómo he visto
salir a viejos esqueletos de sus tumbas arcaicas y atacar a los vivos? ¿Habría
de contar de cómo la desesperación de los sacerdotes no sólo ha caído sobre
aquellos que yo conocía en sus montañas sino también sobre los que habitan
entre rebaños de ovejas en las praderas de Dacca o entre los que antaño
apaciguaban a las multitudes en las prósperas riberas del mar interior? ¿Habría
de contar cómo he visto a multitudes enfurecidas culpar a los antiguos nobles
ahora vencidos de haber traído el infierno a la tierra? ¿O de cómo he visto a
los sacerdotes culpar a las multitudes de pecadores por lo mismo? ¿O a los
magos? ¿O a los khines? ¿O incluso a los hakines por practicar la curación sin
la mediación de Dios?
Yo creo que no. No voy a ensombrecer aún más mi
relato contando los detalles de todas estas cosas que a buen seguro ya sabrá el
lector que lo lea. Baste con saber la parte final, que finalmente encontré a
Massud en el lugar más inesperado, más allá de la ciudad de Al’Ossi, en un
pueblo no pequeño, pero no grande, olvidado por todos, en un lugar que ni es el
desierto ni las colinas, ni del Califato de Al Jorath, ni del derrotado
Califato de Akalime. Aquí, en un pueblo, mitad arena, mitad colinas nevadas, se
encuentra el único hakin que ha logrado vencer a mi enfermedad. Viejo, pero aún
vivo. Y terco, sobre todo terco. Me presenté, le rogué, y ha decidido
ignorarme. Pero ya no tengo ni tiempo ni lugar a dónde ir, así que aquí me
quedo y quiera o no, le voy a sacar todos y cada uno de sus secretos.
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