3.11.14

Majid. 3

Así que añadí a mi repertorio un poco de acupuntura, no demasiado bien aprendida, pero que descubrí que aplacaba muchos males del pensamiento sólo con que el enfermo me viese aplicarle las agujas y susurras palabras de apariencia khin pero carentes de sentido. También aprendí a administrar algunas drogas, como el opio o la hierba de mano de Omira Okal, en diversas formas, desde las que se podían beber hasta las que se podían fumar; y descubrí que eran estas drogas en particular las que más me ayudaban a encontrar pronto alivio para mis pacientes. Mi antiguo maestro Ezequiel no aprobaba estas prácticas, en particular, el uso del opio fumado, al que consideraba una sustancia que somete la voluntad y acaba por anularla. En realidad Ezequiel nunca ha entendido que para algunos de nuestros pacientes enfermos de su propio espíritu la voluntad es el enemigo y anularla es su curación. En cualquier caso mis rápidas curaciones me estaban haciendo muy popular en la corte. Abrí una consulta no muy lejos del centro de la capital, con un centro de masajes, acupuntura y un fumadero de opio en un conjunto de cada uno de los cuales era tan grande como la casa de mi padre allá en el Valle.

Estaba teniendo éxito, y lo que era más importante lo estaba teniendo rápido, lo que para mí podría significar la vida, dado que la locura de mi meñique iba cada vez a peor. A veces, llegaba a esterilizar mis instrumentos de trepanación con el pensamiento de cortármelo. Luego me daba cuenta de la mala impresión que sería para mis clientes un médico con un meñique de madera o de marfil. Mi tío vino a visitarme y no fue nada simpático. Detestaba lo que estaba haciendo en mi consulta y me dejó bien claro que no hablaría en mi favor si continuaba por aquel camino. Claro, claro, viejo, pensé entonces, seguro que ibas a hablar en mi favor si no.

Pero entonces empezó la guerra. El norte se declaró independiente de nuestro amado Sultán y cada uno de los califas empezaron a tomar posiciones de parte del norte o de parte de nuestro Sultán. Los khines aparecieron con un enorme ejército que aplastó cualquier resistencia de Dacca. Balidram decidió unirse a Omira Okal a favor del norte y mi tío se sublevó contra el Kiyin llevándose a la mitad de nuestro ejército para combatir a favor del Sultán. Todo aquello iba a complicar enormemente mis planes. ¿Se consideraría más que no nos llevábamos bien él y yo o que en cualquier caso yo era el hijo de su hermano, un Kamaj? La afluencia a mi clínica se redujo drásticamente y eso que rebajé mucho los precios. Además conseguir el opio o la hierba de Omira Okal se transformó en algo imposible. Cuando tuve ocasión participé en la nueva fiebre del té, cuyo precio subió hasta las estrellas. Pero la cosa se siguió complicando. Tamana Bal Omara la ciudad de los hechiceros se reveló como un nido de adoradores del Demonio, de la cabra oscura que reina en la noche; así como la gran ciudad de las caravanas, Akalime en el borde del desierto. Hubo batalla tras batalla, de tantos bandos que perdí la cuenta. Al final nuestro país quedó en una posición ganadora. El Sultán lo perdió todo, incluyendo la vida y su descendencia. Y nos llegó la noticia de que los diabólicos adoradores de la noche, también habían sido derrotados. Pero de alguna forma no fue así.

El año pasado, el primer día del mes de las Cosechas amaneció tan oscuro como si hubiese llegado el invierno. Las temperaturas cayeron drásticamente y pronto empezó a nevar. Yo soy de las montañas y la nieve no me es extraña, pero en la Capital no la habían visto jamás. Luego llegaron los rumores de que los sacerdotes habían perdido todo el poder. Hacía días que el sol no era más que una luz tenue que se filtraba entre las nubes, pero, ¿que hubiesen perdido todo el poder? Sólo había una explicación posible. De alguna forma los diabólicos servidores de la sombra habían desatado el infierno sobre el mundo. Para nosotros los de la montaña pensar que el infierno es hielo, nieve, frío, puede resultar algo ridículo, pero justo así era descrito por los profetas, que en su mayoría provenían del desierto. El pánico se adueñó de las calles. El fin del mundo había llegado, el fin del mundo. Los que no se dedicaban a rezar para que les perdonaran los pecados, decidieron que mejor irse de la vida habiéndolos cometido todos, sin dejarse ningún placer por probar. Me destrozaron la clínica y me robaron parte del dinero que tenía ahorrado; pero he de reconocer que el Kiyin supo manejar la situación. De alguna forma las revueltas no duraron más de una semana y nuestro bajito, redondo, pero inteligente gobernante logró convencerles a todos de que una grave crisis podría ser, eso sí, pero que de fin del mundo no había nada. Entre sus discursos y los afilados cuernos de nuestros elefantes de guerra, la gente volvió poco a poco a su vida cotidiana.

Tal vez no fuese el fin de los tiempos, pero desde luego lo era para mí. A través de todos mis conocidos hice lo posible por enterarme de todo lo que se supiese de los sacerdotes y de sus monasterios. Lo que supe me sumió en la desesperación. Me confirmaron que el velo que ocultaba la luz del otoño, también había bloqueado la fuente de los milagros de los sacerdotes. Al parecer sin ser capaces de ver toda la gloria del sol desde el cielo despejado de las montañas, eran incapaces de sentir la guía ni el poder de nuestro Dios. Me contaron historias sobre sacerdotes que abandonaban sus hábitos para transformarse en agricultores y otros oficios terrenales, e incluso me contaron historias de sacerdotes que llevados de la desesperación saltaban desde lo alto de los muros de los monasterios para encontrar una muerte que encontraban más placentera que la ausencia de Dios.

Ya no había plan. Mi mano seguiría a mi dedo, mi brazo a mi mano y así todo mi cuerpo se contorsionaría hasta llevarme a la muerte segura. Podría, tal vez, buscar aún una mujer que se apiadase de mí y me diese un vástago, uno que también moriría joven y de terribles dolores. Si hubiese sido un hombre valiente, como mi tío, habría seguido el camino de los sacerdotes y me habría quitado la vida. Eso me salvó. Me dejé llevar por una forma de desesperación más propia de mi cobardía, más banal y mucho menos digna. Cuando Ezequiel vino a traerme la nueva esperanza me encontró fumándome mis reservas de opio. Le pareció tan indigno que casi me deja en el lecho, sin contarme lo que había descubierto.

En un recóndito lugar de los archivos había encontrar la historia de Chizia Ibn Kamaj, un joven de mi valle, que había encontrado la curación de su mal en una de las aldeas de Asaruj, la ciudad de los árboles de la lila, en el camino de la frontera de nuestro aliado Omira Okal. Había ocurrido hacía ya veinte años, y aún seguía vivo. No lo habían sanado los sacerdotes, sino un hakin, el Maestro Massud Al’Kattar. Su aprendiz de entonces, Hashim Rabal, al regresar a Balidram había registrado la historia, pero no con el detalle suficiente como para replicar la cura, que al parecer incluía hongos que tan sólo Massud conocía, y una dieta estricta de comida y ejercicios. Al principio, sumido en los vapores del opio, ni comprendí lo que me estaban diciendo; pero allí estaba mi respuesta, una vía de esperanza para mí y tal vez toda mi gente.

Pero Ezequiel me informó, para mi desgracia, que hacía mucho que Massud había abandonado nuestro reino, tal vez para dirigirse hacia la capital del Sultanato, en el mar interior. ¿Quién podría saber su destino tras la larga guerra que nos había azotado? Sin embargo, no me quedaba otro curso de acción. Vendí todo lo que tenía y tras despedirme de mi madre en el valle, partí hacia lo que había sido el centro de nuestra civilización. ¿Qué contar de aquel viaje que duró desde entonces hasta ahora? Tal vez ya he alargado demasiado toda esta introducción, a fin de cuentas, no he empezado este diario para contar mi historia, sino para anotar cualquier cosa que pueda servirme o, si no, al menos servir al que pueda venir tras de mí para encontrar una cura a nuestro mal. Cura que debería estar al alcance de mi mano pero que se me está negando de forma injustificada. Sin embargo, he sentido que no este diario estaría incompleto sin el comienzo y la justificación de todo, que no es otra cosa que mi vida.

Pero, ¿también debería incluir el largo periplo desde Balidram hasta donde ahora me encuentro? ¿Para describir el qué? Lo que está pasando a buen seguro que será de sobras conocido por los que vengan detrás de mí. ¿Para qué entonces rellenar aún más páginas con las penurias que asolan mi tiempo? ¿Habría de contar las ciudades desgarradas por la guerra, de las que tan sólo quedan casas quemadas y llantos? ¿Habría de contar sobre cómo he visto salir a viejos esqueletos de sus tumbas arcaicas y atacar a los vivos? ¿Habría de contar de cómo la desesperación de los sacerdotes no sólo ha caído sobre aquellos que yo conocía en sus montañas sino también sobre los que habitan entre rebaños de ovejas en las praderas de Dacca o entre los que antaño apaciguaban a las multitudes en las prósperas riberas del mar interior? ¿Habría de contar cómo he visto a multitudes enfurecidas culpar a los antiguos nobles ahora vencidos de haber traído el infierno a la tierra? ¿O de cómo he visto a los sacerdotes culpar a las multitudes de pecadores por lo mismo? ¿O a los magos? ¿O a los khines? ¿O incluso a los hakines por practicar la curación sin la mediación de Dios?

Yo creo que no. No voy a ensombrecer aún más mi relato contando los detalles de todas estas cosas que a buen seguro ya sabrá el lector que lo lea. Baste con saber la parte final, que finalmente encontré a Massud en el lugar más inesperado, más allá de la ciudad de Al’Ossi, en un pueblo no pequeño, pero no grande, olvidado por todos, en un lugar que ni es el desierto ni las colinas, ni del Califato de Al Jorath, ni del derrotado Califato de Akalime. Aquí, en un pueblo, mitad arena, mitad colinas nevadas, se encuentra el único hakin que ha logrado vencer a mi enfermedad. Viejo, pero aún vivo. Y terco, sobre todo terco. Me presenté, le rogué, y ha decidido ignorarme. Pero ya no tengo ni tiempo ni lugar a dónde ir, así que aquí me quedo y quiera o no, le voy a sacar todos y cada uno de sus secretos.

Así que aquí empieza este cuaderno de campo, en el que no se anotarán nuevas especies vegetales, ni estudios de campo, ni experimentos de laboratorio. Aquí sólo habrá un espécimen que será estudiado, el Viejo Massud al que pienso extraer todo el conocimiento, quiera o no.

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