La afición al ajedrez me duró unos cuantos
años, hasta el instituto y llegué a participar en competiciones e incluso llegué
a ganar alguna; pero la verdad es que la teoría y los libros me aburrían.
Llegado a un punto era una cuestión de memorizar cosas y no de pensar.
Memorizar cosas es tan aburrido, incluso aunque sea memorizar el texto de una
obra de teatro. Lo cual me devuelve al comienzo de este capítulo.
Como he dicho hubo un momento en
mi vida en la que cambió casi todo. Ya al empezar fue una experiencia muy
diferente a las otras cosas que había hecho. Haciendo atletismo o natación
realmente no tienes que exponerte, pero en teatro… en teatro todo va de
exponerse. Tienen que romperte, machacarte hasta dejarte reducido a pulpa para
que se pueda construir un nuevo personaje a partir de esos desechos. Bueno, al
principio no fue tan intenso, claro. Sólo éramos unos criajos que no sabían de
nada y de los que no se esperaba gran cosa, así que al principio lo único que
hicimos fueron unos recitales poéticos con canciones. La actividad en sí era realmente
extraña y ya no recuerdo muy bien cómo empezó, tal vez es que era un
aniversario importante de Alberti. La cosa es que hicimos varios de aquellos
recitales poéticos. No era nada demasiado complicado, un montón de críos
formados en coro con ropas oscuras e íbamos saliendo de uno en uno al centro
del escenario, como si fuese una corrala y nos estuviésemos arrancando por
bulerías y de tanto en tanto una canción con alguno de los poemas del autor. En
el caso de Alberti es fácil encontrar esas canciones, pero no recuerdo cómo nos
apañamos con Miguel Hernández.
Aquello no era teatro de verdad,
claro, pero me enseñó bastantes cosas. Para empezar a ponerme delante del
monstruo de las mil cabezas y aguantar con serenidad. Luego me enseñó a modular
la voz y a usarla expresivamente, de lo que me temo que me aprovecho demasiado.
También me enseñó perseverancia. Había que ensayar días y días y días, para que
una obra llegue a funcionar. Y a depender y a confiar. Una obra simplemente no
puede funcionar con una única persona, ni siquiera un recital poético en la que
cada actor se limita a declamar el poema que le ha tocado. Me alegro que mi
primera experiencia en teatro fuesen estos recitales y no algo como un
cuentacuentos que me parece una actividad mucho menos colaborativa. No sé si mi
personalidad y mi ideología se hubiesen forjado de la misma forma que ahora sin
aquellos recitales. Ah, y también me enseñaron que el escenario es mágico,
mucha gente se acercaba a hablar maravillas de mi voz de bajo. A mí, que como
casi toda mi familia tengo orejas en lugar de oídos. Eso es magia, sí señor. En
los siguientes años encontré muchos otros ejemplos de esa clase de magia del
escenario, que transforma a los cantantes malos en excelentes barítonos, a las
maduritas en apetecibles jovencitas y a la crías enanas en bombonazos
superatractivas. Aunque hay una cosa que no quise aprender, el valor de repetir
las actuaciones. Me pasé años repitiendo muchas veces los mismos recitales y
las mismas obras de aquí para allá en la provincia de Cádiz. Esas mismas obras
que tardabas muchos muchos días en montar, sí, pero siempre encontré que todas
aquellas representaciones eran algo repetitivo, carente de sentido, y cuándo me
tocó dirigir a mí me las apañé para que aquellas obras sólo se representasen
una vez. Pobres de mis actores.
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