11.12.22

Virginis 61

 

A dos semanas de las Nochebuena, y, por lo tanto, de mi 52 cumpleaños traigo, como viene siendo costumbre, un nuevo libro autopublicado: 

VIRGINIS 61

Escribí la primera versión de esta novela corta (aunque algo más larga de las que suelo crear) durante el nanowrimo de 2019, antes de dejar mi trabajo de ingeniero, pero ya encaminado a hacerlo. Comparto así con el protagonista no solo el nombre, sino el hartazgo por un trabajo que no parece llevar a ninguna parte y el deseo de abandonar la seguridad acomodaticia de la vida burgesa para, simplemente, darse tiempo para vivir. 

Por supuesto esta no es solo la historia de un tipo que deja su trabajo para poder pasarse los lunes (en el caso de esta colonia espacial, el primer día) al sol (o sea, bajo la luz de Vesta) sino que se cruzan en su camino problemas y reflexiones que he considerado que merecen las más de doscientas páginas que tiene la versión impresa del libro.

Sería muy largo enumerar todas las cuestiones que salpican el texto, o que se insinúan bajo sus líneas, pero no está mal hablar de algunas de ellas.

La dificultad de la colonización interestelar

El primer tema que me tiene fascinado y que seguro que vais a encontrar en todas mis obras de ciencia ficción de aquí en adelante, es la casi insuperable dificultad que, en la práctica, va a representar la colonización interestelar. En la mayor parte de las novelas que he leído sobre la presencia de la humanidad en sistemas estelares lejanos, la llegada y asentamiento de colonos resulta sospechosamente simple, demasiado parecida al relato de la dispersión de los colonos europeos en las extensas tierras de América, particularmente a eso que los estadounidenses han dado en llamar 'conquista del oeste' (como si las tierras de los sioux, apaches o navajos, no hubiesen tenido ya propietarios). Incluso autoras que entendían bien el sufrimiento de los nativos como Úrsula K. LeGuin, describen la llegada al planeta de destino en obras como Paraísos perdidos, como algo bastante natural. Muestra a los habitantes de su nave generacional perturbados por estar de nuevo bajo un sol, con tierra real bajo sus pies y un aire no reciclado que respirar. No muestra que las bacterias locales los van a enfermar, que los cultivos terrestres no crecerán en el nuevo suelo, o que la clorofila no será el pigmento más adecuado bajo el nuevo sol. No muestra la dificultad de la vida terrestre para injertarse en una biosfera ya consolidada con una historia evolutiva completamente diferente de la nuestra. 

Por lo general los colonos espaciales se presentan ante nosotros sin escafandra, sin horror por los incomprensibles olores del bioma autóctono, cultivando o alimentándose de la viva local sin que eso les lleve a enfermedades incurables. En otra obra de la misma autora, Planeta de exilio, los terrícolas no solo viven dentro del bioma alienígena, sino que se adaptan a él e incluso llegan a hibridarse con los locales. Aunque ella lo justifica con la idea del Ekumen, es decir, afirmando que todos esos mundos tienen, en el fondo, la misma biología que en la Tierra, a mí todo eso se me antoja demasiado fácil. Casi infantil. Y eso que, junto con Pohl, es mi autora de ciencia ficción favorita. En otros autores la cosa es aún menos creíble, con humanos interactuando sin protección ni cuidado en entornos recién descubiertos o con una plétoras de miles de especies alienígenas (cada una de las cuales cargará con toda su acompañamiento de bacterias y gérmenes diversos de su propio sistema). En el fondo, esa idea de la colonización espacial, es decir, la idea de que podemos vagar por el espacio y simplemente encontrar una tierra fértil donde sacarnos la escafandra y plantar patatas, es una idea de fantasía, de ópera espacial, una idea romántica no muy científica.

Si realmente queremos vivir fuera de la Tierra, tendremos que llevar la Tierra a cuesta con nosotros. 

Solo en nuestras tripas viven millones de bacterias, cuyo contenido genético colabora a que permanezcamos vivos y podamos digerir la comida. De hecho la cantidad de información genética que contienen esas bacterias supera con mucho nuestra propia información genética. Lo mismo pasa con los organismos de nuestra piel. Y si pensamos en el suelo cultivable, la situación se vuelve casi inabarcable. Simplemente no podremos ir a un planeta lleno de plantas alien y vivir de lo que den sus árboles o arbustos. No. Tendremos que coger un planeta muerto, contaminarlo con nuestra biología, transformar las arenas que conformen sus dunas hasta convertirlas en nuevo suelo terrestre antes de plantar la primera patata en él.

Solo la terraformación de Marte llevaría siglos. Algunos calculan 500 años, otros hablan de 1000. Si le añadimos a ese tiempo el necesario para que una nave generacional llegue hasta un potencial planeta extrasolar en la zona habitable de su estrella local, podemos de estar hablando de un tiempo equivalente al que nos separa de Aníbal o Alejandro Magno. ¿Realmente somos capaces de sostener un esfuerzo continuado y coherente tanto tiempo? ¿Realmente estaremos dispuestos a abandonar el calentito y cómodo nido en el que vivimos arropados por millones de años de evolución que nos tratan amablemente?

Ese es uno de los temas de esta obra. La respuesta habitual para que se mantenga un proyecto a tan  largo plazo suele ser la creación de alguna clase de religión artificial que sostenga el esfuerzo de colonización. Yo ofrezco en esta novela una idea diferente (una que tengo que decir, que no es precisamente amable, pero al menos es diferente).

Dataísmo frente a Transhumanismo

En sus obras Sapiens y Homo Deus, Yuval Noah Harari, sugiere que las dos religiones del futuro serán el dataísmo (la idea de que los algoritmos, así como la inteligencia artificial, podrán solventar todos nuestros problemas, arreglar todo lo que hemos estado haciendo mal) y el transhumanismo (la idea de que tan solo sacrificando un poco de lo que nos hace humanos, podemos superar nuestros límites e incluso vivir eternamente). A mí me parece que el dataísmo ya es de facto la religión de este siglo, y que ya creemos firmemente que el asistente de navegación nos llevará siempre hasta nuestro destino por el camino más adecuado para nosotros (por eso frecuentemente hay camiones que encallan en calles demasiado estrechas), o que las redes neuronales artificiales, pronto dibujarán por nosotros, escribirán por nosotros o harán descubrimientos científicos por nosotros. 

Soy ateo. No creo en nada y estas dos nuevas religiones me parecen tan malévolas como cualquier otra, pero puestos a escoger entre las dos me quedo con el dataísmo. El transhumanismo me parece la religión de los ricos que tienen miedo a morir. Pero he intentado, en esta novela, hacer presente las ideas de ambas religiones. Rossy, la jaibit, uno de los personajes, es un exponente evidente del credo dataísta. Frank Six, el gobernador de la colonia, y algún otro personaje, son exponentes claros del transhumanismo.

Así que en la obra podréis ver ambas visiones enfrentadas, conformando el mundo en el que vive Juan Méndez, ingeniero de minas espacial y podréis sacar vuestras propias conclusiones.


Pero que no os asusten todas estas reflexiones sesudas. La obra no deja de ser una peripecia amable, que incluye un romance, un relato de espías y mucha sorna que espero que os guste tanto como me ha gustado a mí escribirla.

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