25.10.23

Tras una estela de iones imaginados


Soy un escritor de fantasía y de ciencia ficción. O al menos eso digo habitualmente. Incluso voy más allá de decirlo, hago como que es verdad: escribo cuentos y novelas cortas de fantasía, los envío a antologías y convocatorias abiertas, llego, por mantener este simulacro, a ganar o quedar finalista de algunas de esas convocatorias. No es mala mascarada, pero en el fondo de mi corazón solo hay pistones, válvulas de vacío y chisporroteo eléctrico.

Ya he explicado en un artículo anterior, que una de las películas que más me impactó siendo pequeño (la película es del 72, dos años tendría cuando la rodaron, aunque la vi mucho después seguramente a principio de los ochenta) fue Naves misteriosas (Silent Running). Este tipo de historias, personales, con pocos personajes, con toques de mensaje político (ecologista en este caso), capacidad de autosacrificio y una pizca de sensación de eternidad siguen siendo el núcleo duro de mis preferencias. Cuando escribo a menudo me encuentro explorando estos mismos caminos.

Sin embargo, cabe preguntarse porqué explorar estos temas, que tendrían perfectamente cabida en obras de literatura contemporánea, realista o como queráis llamarla, mediante el artificio de la exploración de posibles futuros de la ciencia ficción. Seguramente si recorriese los mismos temas utilizando personas de mediana edad que trabajasen en oficinas y viviesen en ciudades más o menos grandes mi público sería más amplio.

Tal vez lo haga en algún momento, no se puede negar ninguna posibilidad a esta vida que, sin cambiarnos nunca del todo, cambia cada pocos años; pero lo cierto es que la atracción de lo imaginado, de lo posible, aunque no real, de la prospección del horizonte, es demasiado fuerte en mi corazón de ingeniero retirado como para no zambullirme en lo imaginario.

Mi formación lectora en la adolescencia pasó por los caminos habituales: Verne, Tolkien, Ende; se decantó por las sendas de la ciencia ficción: Asimov, Clarke, Heinlein; para acabar consolidándose en mis autores favoritos: K. LeGuin y Pohl. Mi formación audiovisual además de las tópicas Star Wars y Star Trek, pasó por cosas tan raras como la película antes mencionada y la serie Espacio 1999, la Fuga de Logan, Galáctica (la serie original) e incluso la de marionetas Thunderbirds.

He leído muchas más cosas, claro (podéis buscar mi goodreads para echar un vistazo), incluyendo todo Borges, Cortázar o Rulfo, así como las infinitas series de fantasía habituales (Dragonlance y resto de obras de sus autores, La rueda del tiempo o Canción de fuego y hielo), pero mi rincón de disfrute particular está dentro de una nave de los Heechees o en las gélidas llanuras de Gueden. 

No es algo que haya buscado o escogido racionalmente. Conservo en algunos cajones mis primera obras, comics mal escritos y peor dibujados, de cuando era un crío de escuela y ya estaban llenas de naves espaciales, trajes de astronautas y recónditos asteroides.

Como ya he dicho en un artículo anterior de este mismo blog creo que las literaturas de género (sobre todo las tres que habitualmente se agrupan) comparten el gusto de lo imaginario, de la exploración de lo posible frente la aburrida recreación de lo cotidiano, pero en oposición de lo que se puede leer en algunos cursos o escuelas de escritura, no valoro estos géneros no realistas como alegorías del nuestro, como herramienta que permitan resaltar con mayor fuerza un aspecto de nuestra realidad sobre el que desee hablar. Creo que las historias que se hilvanan con estos géneros tienen valor por sí mismas. De hecho, la escritura alegórica o simbólica me interesa más bien poco. Me parece innecesario, si no se está sometido al escrutinio de una censura institucional, usar esos artificios de codificación. Así que no, no creo que un dragón oculto en una caverna remota, dormitando hambriento sobre un lecho de monedas tenga que ser necesariamente un símil de nuestro devorador sistema capitalista, es más me parece una pérdida de tiempo dar una vuelta tan gigantesca para hablar de los problemas de nuestra sociedad.

La literatura de lo posible tiene la capacidad de mostrarnos alternativas al mundo que vivimos, mostrarnos como un koan zen lo absurdo de nuestras presunciones, ponernos boca abajo y hacer que se caigan de los bolsillos las piedras de nuestros prejuicios y de la cabeza el sombrero de nuestras creencias más arraigadas. Como dije en el ya mencionado artículo de los tres géneros hermanos, es precisamente la ciencia ficción la que tiene como objetivo explorar las consecuencias de un cambio en nuestra realidad, del novum a menudo presentado en el mismo comienzo de la obra y por lo tanto es el género que más me interesa, el que tiene más capacidad, a mi modo de ver, de llevarnos por caminos que no recorremos en nuestro día a día.

Aunque me considero un mero aprendiz, intento seguir ese recorrido y lo hago incluso cuando escribo cuentos o novelas que tengo que clasificar como de fantasía.  Trato estos relatos como mundos divergentes al nuestro por muy pocos elementos raíz y exploro hasta dónde me llevan las consecuencias de este único (o casi único cambio). Así en Cuentos de hierro y pólvora recorro un mundo fantástico dándole forma de colección de cuentos ucrónicos de jonbar fantástico, algo similar a lo que hace P. Djèlí Clark en sus obras (lo hice sin haber leído a este autor y varios años antes de la publicación de El señor de los Djinn). En Aportación personal, y bajo la apariencia de una space opera de corte policial, exploro los temas del control de la opinión pública y el efecto de las inteligencias artificiales generadoras de contenido tendrán en el futuro. Tema, este último, que vuelve a estar presente junto a otros, en el relato que me publicó Supersonic: Maestro de marionetas. El tema de las consecuencias que va a tener el advenimiento próximo de los oráculos de inteligencia artificial vuelve a estar presente en mi obra Virginis 61, mezclado con la Gran Renuncia y la confrontación de transhumanismo frente a dataísmo.

Me gustaría dominar el tercer género hermano, el terror. Me gustaría dominarlo por lo que tiene de poderosa púa para pulsar las cuerdas emocionales, por la fuerza descriptiva de sus textos y la homogeneidad estética, casi poética que sus autores logran en sus obras. No creo que lo logre nunca porque estoy muy alejado de esa pulsión estética, me gusta demasiado la exploración del contenido, del tema, del reto intelectual que conlleva la buena ciencia ficción.

Y, sí, como dije al principio del artículo mi corazón esta lleno de chisporroteo eléctrico y el clink-clank, del servo hidráulico. Soy un friki de lo mecánico y de las naves espaciales. Cuando en una película una nave alza el vuelo con la elegancia imposible del impulsor gravítico, se eleva desde el suelo con la gracilidad de un globo aerostático, ya se ha ganado los latidos de mi bomba circulatoria.

Así que puede decirse que soy un escritor de ciencia ficción que a ratos simula que escribe fantasía cuando se siente lírico y, probablemente, será siempre así. Presentar en forma de narración vívida el enfrentamiento entre varios conceptos, varias visiones y sus repercusiones de materializarse en la realidad me parece la forma más inteligible y hermosa de especular sobre el mundo.


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