5.11.23

Relectura de Fahrenheit 451 y una zambullida a varios cuentos más de Bradbury.

Bradbury no es precisamente uno de mis autores favoritos. Si pienso en él como autor de ciencia ficción me parece muy flojo. Sus historias de cohetes y astronautas hay que leerlas siempre como alegorías del país en el que nació, creció y vivió. Da igual que nos diga que sus protagonistas son colonos recién llegados a otro planeta, exploradores intrépidos en las profundidades estelares a bordo de cohetes de plata (casi siempre los describe así) vestidos con uniformes decorados profusamente con bronce (frecuentemente describe ese metal en particular) o milenarios aliens de piel verde y cabellera de cristal, si los miras con un mínimo de ojo crítico son todos americanos del medio oeste viviendo en los años cuarenta o cincuenta. En la mayoría de los casos sus novums son simples, obvios a ratos, y parece interesarle más la poética de la prosa o el impacto sicológico de la situación en sus protagonistas que la reflexión intelectual sobre los conceptos que plantea. Esta insistencia en mostrarnos historias que no son más que reflexiones sobre su propio tiempo, de su propio contexto, me hace pensar que en el fondo Bradbury estaba un poco ciego a la inmensa variedad que nos ofrece el universo en el que vivimos, la fascinante extensión del auténtico espacio, la miríada de maravillas y espantos que ocultan las leyes cosmológicas sin que tengamos que recurrir a la fantasía o la magia. Tal vez ni siquiera le interesaba ver estas posibilidades. Cuentos como Calidoscopio o La larga lluvia son tan absurdos a nivel científico, tan descuidados, que podemos situar al autor sin dudarlo en la senda de la cienciasía. Pero volveremos a ello más tarde.

En libro que acabo de empezar a leer esta mañana La escritura como un cuchillo, una suerte de diálogo sobre literatura entre Annie Ernaux y Frédéric-Yves Jeannet, este segundo dice de la primera en el prólogo:

Me gustan sus frases sin metáforas, sin efectos, dotadas de sílex afilados que cortan hasta dejar en carne viva, hasta desollar [...]

Aunque resulte paradójico usar este lenguaje poético, casi alegórico, para hablar de la prosa sin ornamentos de Ernaux, estoy completamente de acuerdo. En particular en la novela cortísima El lugar, la prosa plana, directa, de la autora me conmueve profundamente, mucho más que obras mucho más elaboradas y recargadas. Mucho más que cualquier obra de terror que haya leído hasta el momento y infinitamente más que la prosa de Bradbury. Solo por ese prodigio de hacerte zozobrar sin recurrir a artificios la francesa merecía el nobel. El autor americano, a menudo, me parece que está en las antípodas de ese logro.

Había leído Fahrenheit 451 en un libro encuadernado en rústica, puede que de esos con tapas azules de Orbis, a mediados de los ochenta, es decir hace ya cuarenta años y tenía un buen recuerdo del libro. Es cierto que fue de los primero de género que leí, si descontamos a Verne. Ese mismo verano llegarían Los propios dioses, El fin de la eternidad y 1984. Curiosamente tardé bastante más en leer las novelas de robots o de la fundación de Asimov, y aún más en leer Un mundo feliz, que, sin embargo, es la más antigua de todas estas y al tiempo la más acertada y moderna, la que me parece más importante. Hace poco encontré en una tienda una nueva edición de Columna de fuego, escrita una obra de teatro de Bradbury y pensé que antes de meterme en la lectura de algo así sería mejor releer mi primer contacto con el autor.

La relectura me ha decepcionado bastante. Bradbury inicia el libro sobre los bomberos guardianes de la comodidad intelectual de sus ciudadanos, con un paisaje poético sobre la acción de quemar libros y es una buena elección porque el libro está repleto de momentos poéticos similares. Se percibe en toda la novela ciertos puntos de ruptura, una especie de falta de continuidad, casi como si el autor huyese de los recitativos por la ansiedad de llegar cuanto ante a las arias, a los momentos de lirismo más alto. Así la evolución del protagonista me parece abrupta en su principio, poco justificada. Luego he descubierto, leyendo los comentarios del propio autor, que la novela está compuesta por la unión de tres o cuatro cuentos independientes. Las costuras siguen ahí, se pueden tocar y es una pena, porque la historia en sí es de las mejoras que le he leído, de las más imaginativas y especulativas. Esta edición de la novela, viene acompañada por prologo, epílogo y varios cuentos más, que... son de terror.

Tras terminar la relectura decidí darle una oportunidad más al autor con otra colección de cuentos, en este caso El hombre ilustrado, una antología que intenta inicialmente enhebrarse mediante el cuento final, pero que abandona demasiado pronto tal intento. Además los cuentos poco tienen que ver unos con otros por lo que no acaban de conformar un fixup como Crónicas marcianas. La mayor parte de estos cuentos, aunque hablen de astronautas, cohetes o marcianos (algunos parecen descartes del fixup que acabo de mencionar), son en realidad relatos de terror, cuyo único interés residen en la poética del autor y la potencial inquietud que pueden despertar (como en La larga lluvia, Ninguna noche o mañana en particular, Marionetas S.A o Calidoscopio). A penas un par de cuentos contienen un novum que podamos llamar tal y tampoco lo exploran demasiado.

Un par de ellos contienen elementos muy anticientíficos. En Calidoscopio, un conjunto de astronautas sufren un accidente y son expulsados de su nave al vacío interestelar y aparentemente son arrastrados en diversas direcciones del sistema solar. Tal y como está descrito el relato no tiene ni pies ni cabeza. Es difícil imaginar cómo no morirían antes de caer sobre la Luna, Marte o los planetas exteriores, como no podrían quedarse sin oxígeno mucho antes de tener que preocuparse por otros problemas. Tal y como está escrito parece que el autor no tuviese mucha idea de la inmensidad del sistema solar, y el hecho de que un objeto (persona en este caso) arrojado a mitad de un viaje interplanetario en una dirección arbitraria en lugar de dirigirse a un cuerpo determinado del sistema solar podría simplemente perderse en el vacío interestelar para siempre. En La larga lluvia, otros supervivientes de un accidente, se mueven por un Venus selvático y lluvioso, más propio de los relatos fantásticos de aventuras de Burroughs, que de la realidad de Venus (incluso de la conocida en la época de escritura del relato). Además de eso describe un mundo lluvioso y selvático de color blanco de crecimiento ultra rápido, y cuya lluvia constante no solo enloquece a los astronauta sino que literalmente los acaba disolviendo. Si no leemos el relato como una alegoría, como alguna clase de relato de terror sicológico, no se sostiene nada de él. Suponiendo un mundo perpetuamente cubierto de nubes, las plantas locales tendrían que intentar aprovechar al máximo la luz que les llegase y desde luego no serían blancas, sino más bien negras. El hecho de imaginarlas blancas es una pista de la carencia de curiosidad científica del autor que se ha quedado con la idea de que nuestras plantas verdes, que tienen a evitar el gasto en clorofila hasta que están iluminadas el tiempo suficiente, en lugar de razonar sobre cómo evolucionarían los autótrofos locales en una región constantemente en penumbra. Además si las describes como plantas que se desarrollan a increíble velocidad, no pueden ser blancas (color que implica que no están absorbiendo casi nada de la radiación) sino todo lo contrario. Por otra parte si crecen tan rápido deberían consumir rápidamente todo el dióxido de carbono disponible, enriquecer enormemente la presencia de oxígeno y favorecer (a pesar de la lluvia) los incendios constantes. Por otra parte si llueve constantemente y todo está en penumbra, ¿cómo se reponen las nubes que tiene el planeta? ¿Cómo se calienta la superficie del mar para que se evapore el agua?

La verdad no creo que el autor dedicase ni un segundo a plantearse estas preguntas. Simplemente le interesaba las consecuencias sicológicas de la experiencia de un monzón permanente, aunque incluso en eso se muestra poco imaginativo y dotado de una visión demasiado local: en Mawsynram llueve durante días durante el monzón y la gente ni de vuelve loca ni se le derriten las orejas.

Me cuesta considerar a Bradbury un autor de ciencia ficción, como le dijo Huxley cuando hablaron de Crónicas marcianas es fundamentalmente un poeta, uno al que le gusta dibujar sus líricas con cohetes de plata y salamandras de bronce. 
 

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