Los amantes de Annanyariel
En la realidad las historias no tienen un principio. Tampoco tienen un final. Los principios y los finales son una invención de los cronistas, los escritores o los dramaturgos. Las historias reales se entremezclan unas con otras, amalgamándose los inicios de unas con los finales de otras, sin sentido, sin relación causal. Las historias reales son dramas, pasiones y parodias hechas de retales deshilachados cuyos protagonistas, carentes de guion, van improvisando sobre la marcha. Así que podríamos escoger decir que la historia de Annanyariel empezó una noche mientras acariciaba el miembro, aún erecto, de su último y olvidable amante dúnitor.
En aquella época el hechicero visitaba demasiado las tabernas del puerto en busca de amantes que ni le conocieran ni le quisiesen conocer. Marineros por lo general. El hechicero sabía que los tripulantes, en especial los de barcos mercantes, no pasan mucho tiempo en el mar —aunque parezca paradójico —, lo pasan dentro de esas miserables casas estrechas, chirriantes y carentes de toda intimidad llamadas barcos. Tal vez se pueda amar al mar, que es a la par terrible y hermoso, pero basta con pasar unas semanas en uno de esos cascarones de madera para entender que es mucho más difícil amar a los barcos. Annanyariel había aprendido que los marinos mercantes tras llegar a cualquier puerto tan sólo querían alejarse lo más rápido posible de sus vidas, alejarse del barco, de sus compañeros, de todo lo que eran y que no hay mejor forma que una ducha rápida de sexo con un desconocido, con alguien al que nunca más iban a ver. Lo mismo que él quería por entonces.
La vida académica lo aburría hasta la saciedad. Jugaba al juego, se aplicaba a fondo en el intercambio de halagos y de críticas mordaces, de favores y traiciones que hacían caer a unos y ascender a otros en el escalafón de la Universidad de Artes Arcanas. Era bueno en ello, su carrera hacia los puestos más altos y más secretos de la institución era, sin duda, imparable; pero se aburría y se daba asco a sí mismo. La verdad es que no aportaba nada. ¿Su investigación? No era más que una excusa para poder asistir a los banquetes, recibir dinero de los reyes incautos que financiaban todo aquello, y dar charlas que le pagaban con generosidad. Era bueno dando charlas. Elegante, divertido, brillante, capaz de entretener a un centenar de magos de pacotilla mientras llenaba una docena de pizarras con runas, esquemas y fórmulas que, aún incompresibles para la mayoría, no eran más que triviales variantes de los descubrimientos de los sabios del pasado. Engañaba a todos, pero no a sí mismo. Se sabía un fraude, sabía que su estudio de las correlaciones y las armonías en los hechizos sobre los diversos elementos era un callejón sin salida. Llevaba más de diez años explotando ese filón, aprovechándose de él sin generar nada auténtico. Tal vez acabasen levantando una estatua en su honor en la calle de los Reverenciados, pero sería una estatua hueca, repleta de aire y humo.
Así que Annanyariel escapaba a su otra pasión, la del sexo con todos. No es que desconociese el amor de verdad, no. Se había enamorado una vez, de otra yalna, al principio de su estancia en la ciudad, cuando apenas era un mago, cuando no era más que un aprendiz aventajado de escriba. Ella era casi tan alta como él, con el pelo ondulado de un intenso color verde oscuro, la piel amarillenta, casi dorada, hermosas orejas puntiagudas, largas piernas y unos pechos pequeños pero perfectos, que le hacían recordar los de las estatuas de desnudos que veía en los jardines de los ricos de su ciudad natal. Estaba realmente loco por ella y, con el tiempo, había llegado a comprender que era por su determinación y por su fe. Ella transmitía la seguridad que le confería saberse heredera de los ayolanis originales, de los primeros poseedores del don de la magia; y él, que no era nada, ni provenía de nada, orbitaba a su alrededor, riéndose de sus tontos rituales, de su incansable repetición del nombre de su dios, de cómo vestía y comía sólo lo adecuado, lo que Ayol’Ani, el supuesto dios de la magia, había vestido o comido cuando vino al mundo a traernos su don. Él mostraba desdén en público por todo lo que ella era, pero la adoraba en privado, amándola en cuerpo y en alma. Hacía de su lecho de amante un altar a ella, pues su claridad de pensamiento, su absoluta certeza, el saberse algo importante, algo fundamental, en realidad le aportaba lo que nunca había tenido: sensación de pertenencia a algo mayor que él.
¿Qué era él, sino un desecho de la calle demasiado listo —o demasiado tonto — para quedarse en el barro? ¿Qué era sino un insecto afortunado y sin escrúpulos que había tenido la suerte de dar con un hombre — uno de los muchos que le pagaban por sexo — que había visto su inteligencia y lo había tomado a su cargo? Annanyariel se creía basura, y el hecho de que ella le hablase, le llevase a su cama y le dejase adorarla en privado, le hacía amarla, pero también odiarla. Él era un desastre por dentro, sin embargo, no fue su falta de seguridad, su fractura interna, lo que hizo que ella se alejase, no, lo hizo que él siempre acababa usando el sexo para aliviarse el agujero que sentía en su alma. Ella le soportó desdenes públicos, burlas a su fe, que la hiciese quedar en ridículo en los debates de la Universidad; pero la primera vez que le encontró siéndole infiel con un estudiante de brebajes, un humano, moreno, de pecho peludo y rizado, le prohibió regresar a su lecho, a su vida y le pidió que nunca le volviese a hablar.
La noche en la que podríamos decir que esta historia empezó Annanyariel se sentía particularmente asqueado de sí mismo, pero, al tiempo, su escape sexual le había resultado muy satisfactorio. El marinero dúnitor había cumplido con su papel de amante fuerte e incansable y el hechicero, ya de mediana edad, disfrutaba de contemplar el sorprendente milagro de una erección que no parecía declinar. Fue en ese momento que, apartando el ensortijado vello púbico del enano, descubrió un enrevesado tatuaje en la base del miembro, uno que no era un tatuaje de marinero; ya que, de alguna forma, se trataba de un encantamiento. El trazado de las líneas no dejaba lugar a dudas. Sorprendido interrogó al marinero sobre el origen de aquellos dibujos, y éste, de manera ruda y con el peor de los acentos, le explico que era para ser «fuerte como un toro», y que se lo habían realizado en tierras lejanas, al otro lado del mundo, en una caverna oscura donde una bruja restauraba virginidades, remediaba calvicies y, al parecer, ofrecía erecciones inacabables. Se le ocurrió preguntar si realmente funcionaba, y el marinero, tras reírse a carcajadas, le demostró que claro que funcionaba, se lo demostró hasta más allá del mediodía.
En aquella época nadie practicaba esta clase de encantamiento, nadie tejía magia con cuerpos vivos. Era un tipo de arte que se consideraba indigno, impropio, demasiado cercano a la denostada necromancia, una suerte de arcaica y primitiva mezcla de chamanismo y engaño. Pero, si la resistencia podía ser impuesta mediante encantamiento a un miembro viril, ¿no sería posible mejorar otros aspectos del cuerpo o de la mente?
Había una razón para que Annanyariel pensara en aquello, una razón que le había estado persiguiendo durante años: en la estantería de su despacho un pequeño y ajado libro le estaba esperando, un libro sobre el que había trabajado desde que era profesor en la Universidad y que aún se le resistía. De hecho, podríamos haber escogido empezar esta historia en ese punto, podríamos haber decidido que esta historia empezó cuando la profesora Andrayal, Decana de Encantamientos, se lo regaló.
Andrayal había aceptado al joven hechicero en su vida y en su lecho a pesar de saber que el amor que expresaba por ella era sobre todo ambición y miedo, ambición de poder y miedo a enfrentarse al mundo más allá de los muros de la ciudad de los hechiceros. Ella sabía que él la estaba usando y no le importaba, pues ella misma lo estaba usando a él. Sentía debilidad por aquel pobre e inseguro elfillo que sólo poseía su inteligencia y su habilidad para aparentar. Él era ya un brillante hechicero y Andrayal sabía que lo sería aún más en el futuro, pero veía cómo aquello no le bastaba, cómo se esforzaba por acaparar reconocimientos y cómo recurría una y otra vez a la mentira, a la manipulación, e incluso al sexo para conseguir un puesto permanente en la Universidad. Pobrecillo. Tenía tan lamentable opinión de sí mismo que creía que tan sólo acostándose con la ‘anciana’ decana conseguiría evitar regresar al mundo exterior —al que tenía auténtico pánico. Le dejó hacer y lo disfrutó. A fin de cuentas, era posiblemente uno de los mejores amantes de una ciudad en la que los varones tendían a ser fríos, cerebrales, y, sin duda, era el amante más experimentado que jamás había tenido. Pero decidió acabar con todo el asunto antes de que llegase el momento decisivo en la elección del nuevo miembro del Colegio de Encantamiento. Era lo bastante vieja como para concederse algunas debilidades, pero también lo bastante como para saber que hay límites que no quería cruzar.
Un mes antes de la votación quedó con él en la mejor terraza del puerto de la ciudad, y allí, en público, bajo el sonido de las aves marinas, le regaló el libro. Le explicó que era una reliquia, tal vez verdadera, tal vez falsa, en cualquier caso, tan antigua como para ser auténtica. Le explicó que la leyenda decía que perteneció a la esposa de Ayol’Ani, el supuesto dios de la magia, y que el contenido no parecía más que un galimatías sin sentido interrumpido por dibujos, por esquemas que tal vez fuesen la interpretación que podría hacer un lego de auténticos hermegramas. Ella observó como él cogía el libro con pereza al principio, y cómo se iba interesando más y más a medida que hojeaba las notas que las generaciones de hechiceros habían ido añadiendo al libro y que demostraban que tal vez sí que hubiese algo auténtico en aquellas páginas desaliñadas. Estuvieron hablando hasta que encendieron los faroles del puerto, y cuando ella decidió que ya estaba totalmente entregado al librito, se despidió de él. «No nos veremos nunca más», le dijo y se marchó mientras sonreía sabiendo que acababa de darle un puzle sin solución que compensaría de largo la angustia de haber perdido a su principal valedora a un mes de jugarse su futuro en la ciudad.
Y el libro sí que fue una pasión para Annanyariel. Si se lo hubiesen entregado sin anotaciones lo habría desechado de inmediato, no parecía más que una sarta de letras inventadas que se juntaban en palabras incompresibles y esquemas que cualquier ignorante dibujaría si le pidiesen que pintase un hermegrama —un dibujo de suelo para potenciar un hechizo. Pero las notas explicaban que las letras eran una forma inculta de transcripción de una de las lenguas antiguas de los pescadores del pantano ya desaparecido sobre el que se había edificado la ciudad. Las notas explicaban cómo se podía ver más allá de las incorrecciones de los dibujos y, sobre todo, las notas explicaban la apasionante historia de cómo, a partir de aquel aparente galimatías, Baggom había logrado crear la escuela de la hermelogia, el arte mágico de comprender lenguas extrañas. Él conocía la historia de Baggom, uno de los primeros hechiceros importantes, pero nadie le había contado nada de aquel libro, ni de la relación que tenía con el creador de la hermelogia.
Parecía haber algo real en aquel librillo. No, no sólo lo parecía, podía sentir que era real y, sin embargo, como ya les había pasado a muchos otros antes que a él —incluyendo a Andrayal—, pronto le embargó la frustración. Los primeros capítulos del libro, junto con los hermegramas que contenían, eran fáciles de interpretar —al menos una vez que logró hacerse con el conocimiento necesario para entender la lengua muerta de los pantanos—, y el conocimiento mágico que se deducía de ellos era fácil de identificar con lo que conocían: hechizos y esquemas que se habían inventado en los primeros tiempos y que eran útiles aún en aquellos días. Sin embargo, llegado al capítulo ocho la cosa cambiaba. Los textos sugerían poderes que deberían ser imposibles según lo que había aprendido a lo largo de su vida, y las instrucciones eran básicamente imposibles de seguir.
Muchas horas libres de su vida adulta las había dedicado a intentar ejecutar uno de los hechizos descritos, uno de los más interesantes y aparentemente más factibles, pero por más que practicó, por más que lo intentó, falló. Hubiese sido necesario tener una tercera mano para lograrlo, o haber sido tan ágil y flexible como el más hábil de los contorsionistas. Y los otros capítulos tenían problemas parecidos: en uno era necesario tener a la vez la voz más aguda y la más grave del registro vocal conocido; en otro había una letanía tan larga y tan rápida que nadie podría pronunciarla sin ahogarse, y en los más esotéricos se indicaban colores a usar en el hermegrama que no se podían ver, como «el color que deja un dedo en el aire» o «el color que hace que una abeja escoja entre dos flores blancas». Eran aparentemente hechizos irrealizables, pero ahora tenía una posible solución a estos problemas.
Encontró el encantamiento donde recordaba haberlo visto años atrás, en una crónica de los inicios de las colonias sureñas, las islas de las perlas. Los recolectores de perlas son prodigiosos submarinistas que dependen de su capacidad de contener la respiración. En el tiempo de Annanyariel la ciudad de los hechiceros enviaba ‘caramelos de aire’ que los recolectores chupaban para mantenerse más tiempo bajo el agua e ir más y más profundo; pero en el pasado muchos recolectores se hacían un encantamiento en el pecho que incrementaba su capacidad pulmonar. Y sí, allí estaba descrito en detalle, en la crónica, con todo el entramado rúnico y el salmo de encantamiento a utilizar.
Reconstruir las partes recogidas incorrectamente en la crónica le resultó muy sencillo —no dejaba de ser magia primitiva—, pero no tanto lograr el tatuaje adecuado. No podía hacérselo él mismo, y los tatuadores del puerto, los más expertos de la ciudad, no estaban acostumbrados a trabajar con la exactitud que él requería. Tuvo que hacer cientos de pruebas de su destreza hasta que quedó satisfecho. Se ganó el sobrenombre del ‘tatuacerdos’ y la ciudad se llenó de rumores sobre su amor por decorar animales rollizos. El resto no fue tan complicado como caro. Invocar a los espíritus implicaba velas que ya nadie fabricaba, inciensos con componentes del otro extremo del mundo y polvos exóticos compuestos por huesos de animales gigantes casi extintos. Estuvo a punto de arruinarse pero mereció la pena.
Cuando acabó el dolor de adaptación de sus pulmones a las cualidades espirituales que le había injertado, respiró profundamente y le quedó claro lo mucho que había cambiado. Fue a probarlo, al mar, y se asustó de todo el tiempo que podía permanecer bajo el agua conteniendo el aliento. Eso sí, su nueva capacidad pulmonar no le aseguraba poder ejecutar los hechizos del librito. Tardó meses en aprender a usar su nueva capacidad para pronunciar adecuadamente y a la velocidad necesaria las letanías inacabables que se indicaban. Muchas veces pensó en abandonar, pero una extraña certeza sobre que el libro era auténtico y que lo que contenía podía hacerse lo hizo perseverar hasta que lo logró.
Una tarde especialmente lluviosa del invierno de la costa norte, su enésimo intento tuvo éxito. Mirando hacia el sur, con el hermegrama bajo sus pies, pronunció el hechizo más largo que nadie había intentado nunca, sin pararse a respirar, y de pronto la pared de su despacho desapareció y fue sustituida por la vista de los campos de cultivo. No todo fue perfecto, no. No había calculado que había gran diferencia de altura entre el suelo de su torre y el de aquel lugar, por lo que cayó hasta una colina y luego rodó por su ladera. Podría haberse matado, pero cuando, magullado, dolorido y cubierto de barro, dejó de rodar, el hechicero estalló en carcajadas. El libro tenía que ser auténtico. ¡Transporte instantáneo! Con dificultad se levantó y se giró cojeando hasta ver a lo lejos, a millas de distancia y desdibujados por la intensa lluvia, los muros de la ciudad de los hechiceros, con sus torres y sus puentes voladizos. Le pareció la vista más hermosa del mundo.
El transporte instantáneo era teóricamente imposible, pero él lo había logrado. Lo cambiaría todo, desde el comercio a la guerra, pasando por la política. ¿Cuán rápido podrían comunicarse los reyes entre ellos con mensajeros que podrían materializarse a decenas o, tal vez, centenares de millas de distancia en un parpadeo? ¿De qué servían las murallas contra un ejército que podía materializarse detrás de ellas? ¿De qué servían los barcos si alguien podía ir a otro extremo del mundo a buscar la mercancía que necesitara? Los poderosos del mundo iban a pagar cantidades obscenas por este conocimiento. Esto lo pondría en los libros de historia y lo haría enormemente rico. Pero Annanyariel sabía que hay que ir con cuidado en estas cosas, ir paso a paso. Y eso hizo.
En secreto depuró su técnica, y gastó el poco dinero que le quedaba en repetir el encantamiento pulmonar con uno de sus mejores alumnos. Meses más tarde convocó al Consejo a una demostración en la plaza principal de la ciudad y, gracias a su destreza social y política, casi todos los Grandes Maestros y Decanos acudieron. Cuando él mismo desapareció de un extremo de la plaza para reaparecer en un balcón al otro extremo, el silencio del asombro cubrió la plaza; pero cuando su alumno repitió el prodigio el clamor de la incredulidad le abrió las puertas de un puesto permanente en el Consejo de la Ciudad. Hasta la ya muy anciana Andrayal le felicitó.
Sin duda aquella era la mejor manera. Los hechiceros decidirían cómo aprovechar el descubrimiento, así los reyes no se echarían unos sobre otros, no desgarrarían la tierra con ejércitos para ser los únicos que pudiesen ignorar murallas. No se destruirían fortunas comerciales ni se prendería fuego a los barcos que se hubiesen vueltos inútiles. El mundo no se volvería del revés y la ciudad de los hechiceros sería aún más independiente y más poderosa. A fin de cuentas, lo más importante era que el libro era auténtico y Annanyariel sabía que dentro de sus páginas se ocultaban secretos mayores, prodigios aún más increíbles. Le dieron independencia, recursos y todos los colaboradores que pidió. Hasta empezaron a esculpir el molde para su estatua en la calle de los Reverenciados.
En pocos años la ciudad se llenó de hechiceros con el pecho tatuado, capaces de cruzar el país en un parpadeo, y los encantamientos sobre la piel se empezaron a usar para muchas más cosas. Durante ese tiempo Annanyariel y sus discípulos fueron siempre los que abrían el camino. Los misterios del libro fueron cayendo uno a uno a medida que iban descubriendo qué mejora en la visión, en la voz, en los músculos o en sus órganos internos necesitaban implantar. Sus discípulos exploraban los límites de sus cuerpos, descubrían nuevos sentidos, nuevas gamas de color o del sonido que parecían inimaginables y el hechicero se fue haciendo todas las modificaciones, hasta que no quedó ni un rincón de su cuerpo que no contuviese un tatuaje. Su percepción del mundo, sus límites físicos, estaban tan alterados que a Annanyariel le costaba recordar cómo había sido antes.
Se convirtió en la persona más famosa de todo el mundo, y seguramente el más famoso hechicero de todos los tiempos, pero la verdad es que no sintió que realmente llegaba a su consagración hasta que recibió carta de la Alta Iniciada de los Ayolanis. Una carta que le invitaba a dar un discurso en la Ciudadela de la Iglesia. Una carta de la mujer que había amado y que le había expulsado de su vida.
Su reacción ante la carta fue completamente impulsiva. No mandó respuesta, simplemente se transportó con su nueva magia hasta el mismo corazón secreto y supuestamente inexpugnable de la Ciudadela, provocando la conmoción y la ira de los cultistas. Armas surgieron de entre las túnicas, y hechizos de combate refulgieron en el aire, pero un simple gesto de ella detuvo el conflicto. Cruzó la estancia en silencio, sin prisa, hasta detenerse justo frente a él. Le sostuvo la mirada lo suficiente para que Annanyariel sintiese resquebrajarse su seguridad y, sólo entonces, le indicó que la acompañase mientras ordenaba a todos los demás que esperasen.
Cruzaron un laberinto de estancias y pasillos para llegar a lo que parecían unas cómodas, pero humildes habitaciones, donde ella, aún sin decir nada, abandonó su tiara ceremonial, y el manto que la cubría. La mujer de piel dorada y pelo verde que quedó sin los símbolos externos de poder no era tan diferente de la que el hechicero había amado hacía décadas, y así, solos, en la intimidad, las antiguas palabras de halago y coqueteo empezaron a surgir de su boca. Ella lo detuvo con el simple gesto de una ceja y luego le pidió que se explicase.
Toda la historia se desparramó desde el alma de Annanyariel. Todo lo del libro de la esposa del dios. Todos los cambios que se había hecho. De dónde había sacado su nueva magia. Le contó hasta cosas que ni él mismo se había parado a pensar que estaban allí: que lo había hecho todo tan sólo para volver hasta ella, porque aprender lo que contenía el libro era aproximarse a la deidad a la que ella rendía culto.
Ella tomó el libro de las manos del hechicero y lo ojeó un poco. Le preguntó si con este conocimiento él pensaba que podría alcanzar el poder del dios de la magia, ser igual que él, y el hechicero le contestó que hasta el momento ningún secreto del libro se había resistido a él ni a sus aprendices. Ella repitió la pregunta. Y él le contestó que sí que lo creía. Ella cerró el libro y sin mirarlo le dijo que no había aprendido nada, tras lo cual, arrojó el libro a las llamas. La sorpresa lo dejó paralizado, y mientras veía cómo el fuego destruía las antiguas runas y las notas de siglos de investigación, escuchó como ella le decía que la invitación para dar una charla quedaba revocada, y que, si no se marchaba de inmediato y para siempre, declararía una sentencia de muerte en su contra.
Annanyariel ni siquiera protestó. Salió de la habitación, y allí mismo en el pasillo trazó el hermegrama necesario y regresó a la ciudad de los magos. Fue entonces, ya en su laboratorio, cuando sucumbió a la ira. El libro no importaba, para entonces habían hecho decenas de copias; pero ella había despreciado todo su trabajo, lo había tratado de ignorante, y eso no lo soportaba. Empezó a romper todo lo que estaba a su alcance lleno de furia hasta que todos sus ayudantes salieron despavoridos. Luego se sentó en el centro del caos, con pergaminos repartidos por el suelo, preparados alquímicos desparramándose de forma peligrosa y chispas de colores que el ojo normal no puede ver surgiendo de los artefactos que acaba de estrellar contra las paredes. Así estuvo callado, conmocionado, hasta que una idea absurda cruzó su mente.
Si podía recorrer largas distancias en nada de tiempo, ¿por qué no recorrer ninguna distancia hacia el pasado? Ellos habían podido llevar, en su más reciente experimento, un grupo de más de diez personas hasta una isla remota en el sur, un viaje que hubiese necesitado años, ¿acaso no era eso equivalente a haber retrocedido todos esos años en el pasado y luego haber viajado de forma normal hasta la isla?
En un estallido de creatividad —reforzado, probablemente, por los recientes añadidos espirituales que había hecho a su cerebro— trazó varios hermegramas completamente nuevos en una de las pizarras. Oh, sí, podría funcionar. Si estaba en lo cierto podía no-viajar desde aquel mismo lugar a su versión siglos atrás, al pantano en donde el maldito dios de la magia se mostró a los mortales y tal vez traerlo de vuelta. Oh, sí, iba a funcionar, y entonces ella, delante del mismísimo dios al que adoraba no tendría más remedio que reconocer su grandeza.
Arrancó la pizarra de sus anclajes y la tiró al suelo. No iba a gastar tiempo en ordenar todo aquello ni en pintar el hermegrama de nuevo. Arrojó lejos de sí sus vestimentas más incómodas y trazó en el aire con sus manos y con su voz el camino para ir desde allí a allí mismo.
Y el hechizo funcionó.
Aunque viajar hacia el pasado no es lo mismo que viajar hasta un lugar muy remoto en el presente. Si te hiciste un tatuaje ayer y vas al pasado hasta anteayer, ¿cómo podrías tener el tatuaje? Si viajas hasta un punto en el que ni siquiera habían nacido tus más remotos antepasados, ¿cómo puede existir siquiera tu cuerpo?
El hechicero no había pensado en estas paradojas y aunque el viaje funcionó sintió como era violentamente despojado de todas sus mejoras, de cómo su espíritu era truncado, cortado, reducido con cada mejora espiritual que le era arrancada por el discurrir invertido del tiempo. Y luego sintió cómo su cuerpo intentaba descomponerse, negarse a sí mismo; hasta que lo que llegó al pasado ya no era más un yalna, ni un hechicero, era poco más que un moribundo monstruo deforme y desprovisto de todo poder. Cubierto de su propia sangre, una sangre que no debería existir aún, cayó a las aguas pestilentes del pantano y pensó que moriría.
Pero no lo hizo. Cuando despertó descubrió que una mujer del pantano, una de su propia especie, cubierta por ropas que eran más bien andrajos, lo había recogido y sanado las heridas. Las físicas al menos. Pero sus manos estaban deformadas, su voz no era más que un susurro, y por dentro se sentía desprovisto de todo poder. Ya nunca volvería a invocar ningún conjuro.
Preguntó por el dios de la magia, pero nadie sabía nada. Luego preguntó por cualquier hechicero que pudiese ayudarlo, a fin de cuentas, él conocía magias mucho más avanzadas que cualquier truco que pudiese conocer esta gente arcaica, podía enseñar magia de verdad a cualquiera con una pizca de conocimiento y poder, crear su propio sanador; pero nadie sabía de ningún hechicero.
Tras algunos años abandonó toda esperanza, aceptó ser un lisiado perdido en un pantano de tiempos primitivos. Incluso aceptó el amor de aquella mujer que le había salvado la vida, y tuvieron hijos. Aprendió muchas cosas que no había imaginado que fuesen importantes en su vida previa, cosas que calmaron su corazón, cosas que le hicieron ver el mundo de otras formas sin necesidad de cambiar sus ojos con hechicería. Pero hubo algo que no entendió hasta que fue un anciano frecuentemente enfermo, hasta que estuvo del todo impedido, incluso para caminar. Fue entonces que entendió que esta historia no está hecha de retazos o de azar. Lo entendió cuando ella, su compañera, la madre de sus hijos, con su arcaico acento del pantano y mientras le acariciaba la cabeza para consolarlo de la enfermedad, le llamó Pequeño Anni.
Aiol Anni,
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