El punto dieciocho
El fin del mundo fue,
fundamentalmente, un asunto administrativo. Pasó un martes. La decisión la tomó
una comisión secundaria que se reunía cada lustro alterno, preferiblemente los
martes trece después del almuerzo. La sesión iba bastante cargada de asuntos y,
como empezaba a hacerse algo tarde, el presidente de la comisión —que, por lo
general, era bastante escrupuloso en todo pero que se ponía de mal humor si lo
obligaban a cenar después de las nueve— intentó que el fin del mundo se
aprobase sin discutir el tema. Total, no era más que el punto número dieciocho
del orden del día y no le interesaba a casi nadie. Pero la representante de los
Puros se quejó formalmente y no hubo más remedio que revisar uno a uno los pros
y los contras de acabar con la Tierra.
Lo primero que se sacó a colación
—no podía ser de otra forma— fue todo aquello de que el planeta había sido la
Cuna de la Humanidad. Sin duda no existía en ninguna parte otro lugar de
nacimiento del ser humano. Pero se trataba de un argumento ya muy gastado, que
se llevaba usando para justificar las subvenciones y los costes de
mantenimiento del planeta como mínimo un millón de años. Vale, sí, de allí
habían salido todos ellos, ¿y qué? Ahora había tantos humanos en tantos lugares
que su origen no parecía muy importante. Además, con el tiempo, se habían
diversificado tanto —de forma natural pero mayoritariamente de forma artificial—
que ninguno de los comisionados entendía que importancia podría tener el sitio
exacto en el que el primer animalucho tuvo la mala fortuna de nacer con la
combinación genética que habían dado en llamar ‘humano’. Por no hablar de que
nadie sabía ya cuál, de las muchas posibles candidatas, era la secuencia de ADN
‘original’ de un humano. Si es que alguna vez había habido una única secuencia
original.
Después se estuvo discutiendo
sobre la memoria histórica, y la posible necesidad de preservar las antiguas
ruinas que aún existieran en el planeta. Aquello arrancó hasta carcajadas de
algunos comisionados. Aquellas cosas no serían más que polvo y óxido. ¿No había
ido la gente abandonado el planeta por arcaico? ¿No se había marchado la
humanidad a las estrellas porque todas aquellas ciudades, ríos o continentes ya
estaban más que demodé? El planeta no daba para más. No había nada que hacer allí.
Ni una buena guerra nuclear y la posterior reconstrucción hubiesen sido
suficiente para mitigar el aburrimiento y la apatía. ¡Había habido cinco
apocalipsis atómicos ya! Y la gente estaba más que harta del todo ese rollo de
los mutantes y el canibalismo.
Se habló, por supuesto, del tema
ecológico. Era cierto que no se había encontrado ninguna otra estrella con un
planeta en el que se hubiese desarrollado vida orgánica compleja. A algunos
comisionados aquello les pareció importante, pero la representante de Memory
Cell, les recordó a todos que cada minúsculo organismo de la Tierra había sido
analizado, preservado y llevado a no menos de cien mundos más. Su facción se
había encargado de ello. Nada se podía perder aunque se diese por concluida la
vida útil del planeta. Además, al representante de los transhumanos aquello de
dar importancia a la vida orgánica compleja le pareció hasta ofensivo.
Incluso hubo un comisionado —no
diremos aquí su nombre para no ponerlo en ridículo— que llegó a sugerir que se considerase
la posibilidad de que se tratase de un mundo sagrado. Que alguna clase de
deidad o demiurgo lo hubiese escogido por alguna razón desconocida, de entre
millones de mundos posibles, para plantar allí la semilla de la vida compleja y
de la humanidad. Como cabría esperar su intervención se vio contestada con toda
clase de burlas y chanzas, la mayor parte de las cuáles se referían a cómo
exactamente el tal demiurgo habría plantado la ‘semilla’ y sobre si no había
alguna otra letrina cósmica cercana abierta.
En definitiva, y considerados
todos los pros y contras, la comisión decidió dar su visto bueno al fin del
mundo. Luego hubo una sesión de fotos y unos vinos.
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