En este caso se trata de una conversación a dos, sin ninguna clase de acotación, que incluso estuve tentado de darle la forma de diálogo teatral.
—Pasa.
—Lo siento, es que
el funicular estaba roto y no he...
—Tranquilo, no
tiene importancia. Justo ahora el canal ocho estaba hablando de un corte de
electricidad en el Valle y supuse que te habría afectado.
—Ya van cuatro
veces este mes. Voy a tener que conseguirme una bici, pero tendría que ser una
con motor y no me dan los dioxis ahora mismo, la verdad.
—He puesto la cena
en la otra habitación. Sí, por ahí, pasa. En esta región falla demasiado el
suministro eléctrico. Lo de hoy habrá sido por la escasez de viento. Aquí
dependéis demasiado de los molinos; aunque supongo que es lo lógico en tierra
de montañas...
—Vaya, ¡todo tiene
una pinta genial y huele que alimenta! ¿Qué es esto?
—Es un maffé, aprendí a hacerlo cuando estuve
entre los bambara.
—¿Los bambara?
—Sí, viven en
África, al sur del desierto, pero sus ciudades están junto a un gran río, el
lugar es realmente bonito. El maffé es
uno de sus platos típicos, aunque a este le he dado mi toque personal. ¿No
quieres colgar el abrigo en el perchero? Déjamelo.
—¿Estas fotos son
de allí?
—No, eso es
Madagascar, el Bosque de Piedra.
—Madagascar… ¿eso
es una isla?
—Sí, al otro lado
de África.
—El postre que he
preparado es de por allí, koba. Es
aquello, mira.
—Qué cosa más rara.
—Sabe mejor de lo
que parece, confía en mí.
—Tendré que
hacerlo, no he comido en todo el día.
—Has hecho bien,
esta cena va a ser muy especial.
—Así que especial,
¿eh? Menuda casa tienes y la vista es brutal.
—Es alquilada.
Pertenece al Consejo.
—Ya, como casi
todas, ¿quién puede pagar los dioxis de una casa en propiedad?
—Yo lo hago sobre
todo por evitar el papeleo. Conseguir los certificados ecológicos es casi un
trabajo a tiempo completo. Además, cambio constantemente de domicilio.
—¿Entonces has
estado en muchos sitios?
—Como te dije en el
bar, viajo mucho, por mi profesión. Cada foto de esa pared es de un sitio
diferente.
—¿Cada una? ¡Qué
montonazo!
—Soy de las que
hacen el trabajo meticulosamente, y creo que para eso tienes que estar en la
región. Aunque no es algo que compartan la mayor parte de mis compañeros de
profesión. ¿Quieres empezar con unos mezze?
—¿Es humus?
—Este sí, esto es labneh de soja, esto es paté de
aceitunas negras y en ese plato hay unos falafels
y unas sarmas.
—¿Todo esto lo has
hecho tú? ¿Eres una chef internacional o algo así?
—Oh, no, no, esto
de cocinar es una afición. Soy analista de crímenes.
—¿Eres una poli?
—No exactamente.
Los pocos polis que quedan trabajan todos para el Consejo, y casi todo el
tiempo lo dedican a infracciones menores. Cuando hay algo de mayor alcance y
más complicado recurren a nosotros, los analistas de crímenes. Hay un sistema
mundial, una especie de registro, al que los polis mandan casos que no pueden
resolver para que la gente como yo intente ayudarles.
—¿Y os pagan por
eso? ¿Por jugar a detectives?
—Según la
antigüedad, importancia y complejidad del caso, pero, sí, obtengo buenos aquos
y dioxis por resolver algunos casos.
—Este humus está
muy bueno. Me da a mí que hoy no vas a tener que lavar los platos. Oye, creo
que no me he traído píldora. No tendrás una de sobra, ¿no?
—¿La tomas antes de
comer?
—Sí, no sé. Es algo
en lo que insistía siempre mi madre.
—No te preocupes,
tengo muchas, mira, las he puesto aquí, bajo este tahín.
—¡Qué variedad!
Pues sí que debes ganarte bien la vida con eso de los detectives.
—Hago lo que puedo.
Te recomiendo esta, es japonesa, de factorías plácidas marinas, con más
vitaminas y complementos que las normales, y encima sabe mejor.
—Lleva como un
dragón pintado.
—Es un kirin. Los japoneses son así. Muchas de
sus píldoras tienen caritas monas o un kirin.
—Te pillo esta que
dices. No sé qué es un kirin, pero
parece un dragón y eso mola.
—Buena elección.
Luego le dices a tu madre que te has tomado una píldora japonesa con un dragón.
—Está muerta. Murió
en el conflicto de la Gran Sequía.
—Vaya, lo siento.
—Yo era un criajo,
casi no la recuerdo, y a mi padre tampoco lo conocí. Creo que era un donante
anónimo, aunque vete a saber. Igual era un juerguista como su hijo.
—¿Quieres una
cerveza? Tengo de varias partes del mundo.
—Una lata grande
está bien, no hace falta que sea de importación ni nada de eso.
—Voy a ver si tengo
una lata de cerveza bien grande, espera…
—Pues sí que tienes
fotos de lugares diferentes.
—Unos cuantos.
—Imagino que esto
será China. Hay un montón de edificios y motos chulas, ¿no?
—Pues es Ho Chi
Minh, en realidad. Toma, ¿esta es lo bastante grande?
—Servirá para un
rato.
—Yo tomaré vino, si
no te importa.
—Dale al veneno que
quieras, nena.
—Pues eso es Ho Chi
Minh. Ese caso fue muy aburrido en realidad. Desvío fraudulento de dioxis,
corrupción en una corporación local. Me mandaron el caso precisamente porque el
policía que lo llevaba no sabía quién podía estar implicado y prefirió que continuase
alguien externo. Todo trabajo de cruzar números y poco más; pero el lugar me
pareció fascinante, y es una de las veces que mejor he comido en mi vida.
—¿Cruzar números?
Pero entonces, ¿a qué es lo que te dedicas, tía?
—Jaja… ya he dicho
que analista de crímenes.
—¿Y eso va de
cruzar números?
—Más veces de las
que creerías. La mayor parte de los crímenes tienen que ver con falsear cuotas
de dioxis o de aquos, engrosar fraudulentamente cuentas corporativas y esa
clase de cosas. Pero eso es la parte aburrida de mi trabajo. He acumulado una
librería gigante de rutinas de detección de fraudes y corruptelas políticas.
Mucha gente está dispuesta a meter la mano en las arcas del Consejo, pero, en
su mayor parte, no suelen ser muy imaginativos ni muy hábiles al ocultar sus
rastros. Cuando me toca un trabajo de esos es un rollo. Ajustar parámetros,
asaltar algunas bases de datos y esperar dormitando frente al ordenador.
—No sé qué es un
parámetro, pero lo de asaltar bases de datos suena excitante. ¿Qué es esto?
—Son momos, aprendí hacerlos en Gangtok, en
la Tierra de los Picos en Nepal. He de confesarte que allí aún usan queso para
hacerlos, pero yo uso tofu, claro, aunque la pasta de pimientos picantes es de
un viejo tarro de allí.
—¿Queso? ¿Eso que
se saca de las vacas? Qué asco, ¿no?
—Intento no juzgar
las costumbres de allá donde voy. El mundo aún tiene muchos rincones que no son
puramente veganos.
—Se me revuelve el
estómago sólo de pensarlo. Conseguir queso requerirá tener vacas sometidas,
¿no? No mola tener animales sometidos.
—No exactamente,
allí tienen una especie de factoría plácida para la leche. Los animales andan
sueltos por las laderas de las montañas y ellos recolectan leche de los yaks
sólo cuando tienen terneros.
—Eso es de
parásitos. ¿Y el Consejo permite eso?
—La tierra en Nepal
es muy pobre para muchos cultivos, y el uso de la leche es una tradición. Los
monjes tibetanos, para que te hagas una idea, hacen dibujos sagrados con
mantequilla coloreada. Así que el Consejo, por motivos culturales…
—No jodas, ¿hacen
dibujos con comida?
—Jejeje… sí, con
tsampa, que es mantequilla de yak.
—Nadie debería
malgastar comida ni por movidas sagradas ni por nada. Aunque esto de los momos está para comérselos a puñados,
¡coño, sí que sabes cocinar! Yo no paso de freír unas salchichas de seitán.
—Me alegro de que
lo disfrutes. Da gusto verte comer.
—Está bueno.
¿Tienes más latas?
—¿Nos sentamos?
—Vale. Como tú
quieras, yo como muchas veces de pie.
—Yo prefiero
disfrutar de la comida con tranquilidad. Voy a sacar el plato principal, que lo
tengo en el horno y así ya lo tenemos todo en la mesa. Un momento.
—Uhm… cojonudo el mezze este.
—Pues aquí tenemos
el plato principal, una especialidad griega.
—¿Eso es una musaka?
—Sí, ¿te gusta?
—¡Coño, claro! Pero
has hecho demasiada comida.
—Igual me he
pasado, pero quería que fuese una cena especial. Dame el plato, que te sirva
una buena porción.
—Pues sí que es
buena. Voy a necesitar más cerveza.
—Hay de sobra.
—Uhm… ¡Ostia, cómo
sabe! ¡De puta madre, tía! Pero, ¿qué le pones para que sepa así?
—Es una receta muy
especial que aprendí a hacer cuando estuve por las islas griegas. Luego tal vez
te cuente qué le pongo.
—Qué buena está
esta mierda. Creo que al final repetiré y todo. ¿Entonces andas por el mundo
pillando a tramposos y estafadores?
—Si no tengo
suerte, sí. Pero prefiero los asesinos, y si son asesinos en serie mejor.
—¡Asesinos! ¿Aún
hay de esos?
—Sí, aún quedan. No
es que haya muchos asesinatos; entre las mejoras de educación y lo que nos hace
la píldora casi nadie tiene un arrebato de violencia, pero los asesinos en
serie son otra cosa.
—¿Lo que nos hace
la píldora? Eso son rollos conspiranoicos, tía. La píldora sólo son
complementos. B12, sobre todo.
—No, no creas. He
estado en unas cuantas factorías plácidas, por trabajo, y las píldoras llevan bastantes más cosas.
—¿En serio?
—No es raro en
realidad, si lo piensas. Tras la Catástrofe, cuando nuestros antepasados
fundaron el Consejo Mundial y nos volvimos vegetarianos, había millones de
personas afectadas por pérdidas personales, y muchos más millones a los que les
costaba aceptar todos los cambios; añadir un poco de ansiolítico a la
formulación de la píldora se hizo una necesidad y ahí se ha quedado.
—¿Nos drogan?
—Sí. Pero en
realidad lo que ponen en la píldora tiene menos efecto que lo que te has tomado
esta noche.
—Jaja, no te pases.
Casi no he empezado con las cervezas. Así que asesinos en serie, ¿eh?
—Sí. Es mi
especialidad. Actualmente recorro el planeta para resolver crímenes truculentos
que la mitad de los policías no quieren ni aceptar que existen. Y lo pagan muy
bien.
—Ya se ve, ya se
ve. No lo digas más veces, señora tengo
una casa en la cima de una montaña.
—Perdona. En
realidad, lo hago porque es un reto. Algunos son tipos listos y cuidadosos,
aunque no tan meticulosos como yo, por eso acabo pillándolos. ¿Te pongo un poco
más de musaka?
—Luego, tal vez;
hay cosas que aún no he probado. Además, me lo estoy comiendo yo todo. Va a
parecer que soy un camarero muerto de hambre.
—Tranquilo que no
lo pareces. Se te ve estupendo.
—Nah, un poquillo
de gimnasio todos los días y poco más. Así que eres una detective que persigue
a asesinos en serie. ¿Alguno chungo de verdad o sólo pirados?
—Oh, sí. Te voy a
contar la historia del primero que atrapé; el que hizo que me diese a conocer
en el mundillo, el que me ayudó a que ahora me gane bien la vida
persiguiéndolos. ¿Recuerdas mi colgante?
—Cómo olvidarlo…
—Mi clavo de la
suerte. En realidad, era una prueba de aquel caso. La prueba que me dio la
clave para atraparlo.
—El clavo chungo de
la chica del pelo azul.
—Eso es, mi clavo
chungo. Como el caso que te voy a contar. Ocurrió cuando aún vivía en mi país
de nacimiento. Tal vez eres demasiado joven para recordarlo, pero el caso llenó
los canales de noticias de toda Europa, y, supongo, que también llegaría hasta
aquí.
—En las Rocosas
estamos un poco aislados de todo, y no nos interesamos demasiado por lo que
pasa en otros lugares. No te extrañe que no lo conozca.
—Pero esto fue muy
sonado. Uno de los primeros asesinos en serie de después de la famosa Fase 3.
Se pensaba que la Fase 3 traería finalmente la tranquilidad al mundo, y los
políticos andaban diciendo por la tele que con ella ya nunca más se conocería
el hambre, ni la injusticia y que eso llevaría a la desaparición de la
delincuencia y de la violencia.
—Yo era un niñato
cuando la Fase 3, ¿eso no fue antes de la Gran Sequía?
—Sí, la Fase 3 fue
un fracaso en más de un sentido y el caso del clavo fue como un presagio de
todo lo que pasó luego. Yo acababa de abandonar el sendero marcado y me había hecho analista de crímenes sin apoyo
oficial, ni familiar ni nada.
—Yo nunca he estado
en el sendero.
—¿No hay en las
Rocosas?
—Sí, pero los
huérfanos dependemos del oficial de asistencia que nos asignen y la mía se
limitaba a quedarse con mi asignación estatal. Era una capulla gritona que
pasaba totalmente de mí. No se preocupó de nada, y menos de mi educación, y
como yo no soy muy de estudiar…
—No conseguiste las
becas del sendero.
—No aprobé ni los
exámenes más básicos, la verdad. Voy a echar una meada, y en seguida vuelvo.
—¿Vas a querer otra
lata?
—Claro.
—Pues voy a
preparártela. Y, por cierto, no te perdiste nada. El sendero es una forma más que tiene el Consejo de controlarnos, como
los derechos de maternidad, el cómputo vital de créditos de agua o lo que le
echan a la Píldora.
—Pensaba que era
algo que molaba, de gente lista y eso.
—Sólo tiene sentido
si no quieres pensar, si te da igual lo que quieres hacer en tu vida o si
tienes aspiraciones políticas. El sendero
se parece demasiado a una carrera de funcionario del Consejo, pero aún más
constreñida. Estando en él no tomas ninguna decisión, de hecho, ni siquiera
escoges tu dieta. No ya el veganismo estricto, que eso es común para todos los
dependientes, es que te mandan la comida a casa, un menú que diseñan
cuidadosamente según tu perfil genético y las pruebas médicas que te hacen cada
dos semanas.
—¡Qué pedazo de
baño tienes! Eso sí que es un reciclador de orina y no la mierda que tenemos en
mi edificio.
—Gracias.
—Pues si los del
sendero tienen hasta la comida controlada, ¿qué pasa con la cerveza?
—Ni olerla.
—¡Menos mal que lo
suspendí todo! ¡Brindemos por los imbéciles que siguen el sendero y no saben lo que se pierden!
—¡Eso! Así,
sonriente, eres realmente impresionante.
—Gracias, nena, tú
te ves genial con esta luz. Me encanta tu pelo y la ropa que llevas ahora mismo
no deja mucho que adivinar.
—Vas algo caliente,
¿eh?
—Como la cosa
picante del Nepal que has preparado..
—Termino de
contarte la historia del clavo.
—Ok, dale.
—Como he dicho, me
había apartado del sendero y era
pobre como una marciana. Para que te hagas una idea: solo me lavaba con las
toallitas húmedas y, una vez usadas, las volvía a guardar en el cajón sellado
del frigorífico para que no se secasen.
—Jeje… eso lo he
tenido que hacer alguna vez. Uff… No quiero ni acordarme. Es lo peor, andar
corto de aquos, lo peor.
—Sí, qué tiempos.
Ahora podría llenar una bañera entera solo para nosotros.
—Ya he visto que
tienes una bañera ahí. ¿De verdad puedes llenarla?
—Sí.
—Ya estás tardando
en llenarla. Nunca me lo he montado en una bañera.
—Jajaja… tal vez
más tarde. ¿Hace cuánto que no tomas un baño?
—¿Un baño? ¿En una
bañera? En la vida he tenido tantos aquos juntos, no me jodas.
—Pues esta noche,
cuando termine la historia, es posible que alguien te desnude.
—¿Y no podemos
saltarnos la historia?
—Cada cosa a su
tiempo. ¿No quieres pasarte al vino? Es más adecuado para la bañera.
—Bueno, si es lo
que te gusta ponme una copa.
—Un momento que
saque el tapón. ¿Alguna vez has visto uno de corcho?
—La verdad es que
ni sé qué es eso.
—Ahora son raros,
desde que el descortezado se considera una recolección no plácida, pero siendo
camarero…
—Es un trabajo
temporal, ya te lo dije en el bar. Pronto conseguiré trabajar en los holos, ya
lo verás. Dale a la historia del clavo, que ya se me está haciendo larga.
—El clavo, sí. Pues
andaba yo malviviendo del análisis de infracciones de tráfico, que es lo único
que te ofrecen cuando comienzas, y entonces llegó el llamamiento general.
—Que es…
—Normalmente los
analistas independientes nos registramos en una bolsa de servicios del Consejo.
Hay muchas profesiones que tienen un sistema parecido, supongo que lo sabes. La
bolsa sirve para que cuando un policía necesita soporte en algo, o, para ser
sinceros, cuando anda vago y aún le queda presupuesto, pide uno de nosotros de
la bolsa. Entonces te llega un trabajo y tienes que hacerlo, porque si lo
rechazas te retiran la licencia. Pero, a veces, surge algo muy importante, o
más frecuentemente algo muy molesto para los políticos, y entonces se hace un
‘llamamiento general’. Se abre un trabajo para todos, para cualquiera que
quiera intentarlo. Eso sí, no te pagan nada si no resuelves el asunto, así que
es algo arriesgado. De hecho, no pagan más que al primero que resuelve el
trabajo, los demás han trabajado para nada. Pero una vez que te apuntas al
‘llamamiento’ puedes rechazar el resto de trabajos que te llegan, aunque yo no
lo hice porque, simplemente, necesitaba los dioxis para comer y los aquos para
beber.
—Vale.
—Pues el
llamamiento que llegó fue por una serie de cadáveres que se habían encontrado
en la antigua Alemania. Solo que no eran cadáveres, sino fragmentos, huesos
sueltos en su mayor parte. Todo empezó cuando un analista local logró montar
los huesos, ya sabes, como si fueran un puzle, y descubrió que eran de cuatro mujeres
desaparecidas diferentes. Los huesos habían aparecido desperdigados por todo el
territorio alemán, en desorden. Algunos estaban más frescos que otros, y no
había relación cronológica con las desapariciones.
—Raro, ¿no?
—Sí, mucho, los
políticos no consiguieron ocultar algo tan truculento a los cronistas, y cuando
la historia saltó a los canales de sucesos con el nombre de ‘Atila el
Descuartizador’ incluyendo fotos de los huesos en bolsas, no tuvieron más
remedio que crear el llamamiento. ¿Un poco más de humus?
—No, ¿postre? Pero
sigue con lo del descuartizador.
—Vale, lo voy
cortando.
—Descuartizando.
—¿Cómo?
—Que sí, que
descuartices el postre. Chiste chungo.
—Ah, vale. Toma, tu
pedazo descuartizado.
—Uhm… sangriento,
como a mí me gusta.
—Jaja… no eres el
único.
—Tía, este postre
también está de muerte. Es simple pero te ha quedado muy bien. ¿Te vienes a
cocinar conmigo en el bar? Seguro que se llenaba todas las noches.
—La verdad, me
encantaría cocinar contigo.
—Uhm… joder, qué
bueno. Sigue con la historia y ponme un poco más de vino.
—Mejor te pongo un
poco de éste, es español, Pedro Ximénez, va mejor con los postres.
—¡La ostia, pero si
esto sabe a pasas!
—Sí, creo que se
hace con pasas o algo así.
—Buah… ya no me voy
de esta casa.
—¿Y vas a quedarte
a dormir en la bañera?
—Ya encontraremos
un hueco. Sigue con la historia, anda.
—Pues al principio
el llamamiento no les salió muy bien a los políticos, porque a medida que los
datos de algunos analistas se fueron filtrando a los medios, el pánico se fue
extendiendo por Europa. Una analista en Londres, por ejemplo, demostró que
había marcas en todos los huesos que eran consistentes con cuchillos… y
dientes.
—¿Qué?
—Efectivamente, era
un caníbal.
—¡Coño! ¡qué asco!,
¿no? Comer carne de animales debe ser asqueroso, de personas ya ni te digo.
Puagh… Así que había un alemán caníbal matando a chicas por las calles de
Berlín.
—No sólo. Las
chicas desaparecidas eran de todas partes del país, así que los políticos
tenían entre manos a un asesino antropófago que podía estar en cualquier parte
del centro de Europa. Un monstruo capaz de atacar a cualquier chica solitaria.
Puedes imaginar, el caso pasó a ser centro de la actualidad y los créditos por
resolver el caso subieron enormemente, sobre todo los aquos. Así que decidí
dejar todo lo demás y centrarme en ‘Atila el Caníbal’. ¿Nos movemos al sofá o
quieres comer más?
—¿Al sofá? Vale.
—Guardo la musaka y
estoy contigo.
—Puff. Este sofá es
demasiado cómodo, no me culpes si me duermo a mitad de tu historia.
—Vale. Déjame un
poco más de hueco y toma tu vasito de Pedro. La cosa es que la mayor parte de
los analistas se centraron en intentar deducir los movimientos del asesino, en
reconstruirlos a partir de las desapariciones y la datación de los huesos. Pero
yo estaba más interesada en las razones de aquellos crímenes. Quería entender a
‘Atila’. Pensaba que, si descubría porqué había decidido comerse a aquellas
mujeres, no me sería difícil adelantarme a él, localizarlo y arrestarlo. El
plus si se le entregaba directamente a la policía era desorbitado. Un sueño de
piscinas de agua en las que nadar.
—Como la que vamos
a usar en cuanto termines de contarme cómo te hiciste millonaria salvando a
esas alemanas de que alguien las hiciese salchichas muy poco veganas.
—Sólo es una
bañera, ni estoy muy segura de que quepamos los dos. Pues, como la recompensa
era tan enorme, pedí un préstamo para poder tirar de más recursos e incluso
hacer algún viaje. Lo primero que hice con los dioxis fue solicitar una
reconstrucción detallada del aspecto físico de las víctimas. Las cabezas no
habían aparecido y la poli creía que era porque las había guardado como
trofeos.
—Caníbal y
coleccionista de cabezas.
—Los asesinos en
serie suelen guardar trofeos. Pero yo no creía que fuesen trofeos, pensaba que
había algo más. Las mujeres devoradas se parecían físicamente. Una altura
similar, peso similar, tono de piel parecido, pechos, pezones, manos… pero sus
caras eran diferentes, claro. Así que llegué a la conclusión de que ‘Atila’
sólo cazaba a mujeres muy parecidas en el cuerpo unas a otras; seguramente las
decapitaba y apartaba la cabeza para tener la sensación de que se comía una y
otra vez a la misma mujer.
—¿La misma mujer?
—Sí, la misma.
Pensé que ‘Atila’ debió comerse a alguien, tal vez alguien importante para él,
y ahora repetía una y otra vez el ritual de seguir devorando a la misma
persona, por alguna maníaca razón. Así que me puse a buscar a esa mujer
original. Debía de ser una conocida, incluso alguien importante conocida para
él; de forma que, si encontraba a la mujer original, lo encontraría a él.
—Suena bien.
—Sí, pero al
principio no parecía funcionar. Gastando más recursos logré conseguir una lista
de mujeres desaparecidas con los parámetros físicos adecuados, pero no sabía
cuánto tiempo atrás tenía que mirar. Sospechaba que lo de Alemania no sería el
comienzo, que habría habido casos antes, y así era, pero, ¿cuándo y por dónde
buscar? Demasiadas posibilidades. Temía estar en un callejón sin salida. Había
casos de desapariciones que encajaban por todas partes del mundo, casos de
muchos años atrás, e incluso casos con huesos que contenían marcas parecidas a
las marcas encontradas en Alemania. Casi todas esas mujeres estaban
clasificadas como víctimas de ataques de animales.
—¿De animales?
—Ahora que los
bosques vuelven a estar donde deberían estar, hay predadores regresando al
lugar que les corresponde.
—¿Tigres y esas
cosas?
—En Asia tigres,
sí. En algunas partes del mundo los ataques de animales no son tan raros.
—Una vez me
contaron en el bar de un tipo al que le atacó un os… uah… perdona el bostezo,
creo que he comido demasiado, y me está dando bajona.
—Tranquilo, si
quieres puedes quedarte a dormir.
—¿A dormir? Pensé
que tenía asegurado unos juegos en la bañera.
—Si aguantas la
historia entera sin dormirte, me lo pienso.
—Dale, venga,
rapidito.
—Jeje… las cosas
rápidas no acaban bien. La verdad es que había demasiados rastros posibles. Me
pasé días revisando casos viejos de todo el mundo. Haciendo llamadas,
intercambiando e-mails con polis nada interesados en colaborar… Puedes
imaginarte. Y entonces se me ocurrió. ¿Y si lo de ocultar las cabezas no servía
sólo para que las víctimas se pareciesen a la mujer original? ¿Y si no podía
dejar que encontrasen la cabeza porque había algo demasiado obvio que lo
incriminase?
—¿El clavo?
—Eso es. Busqué
entre las muertes más antiguas, filtrando sólo aquellas en las que se hubiese
encontrado la cabeza con algo extraño o violento en ellas, y allí estaba
esperándome. Sheila Moreno, nacida en Tampa, territorio inundado de Florida,
fallecida durante el huracán Clemence en los territorios pantanosos asociados a
una factoría plácida que aún funcionaba. Según el informe, muerte por
ahogamiento y posteriormente devorada por animales. Pero en un rincón del informe
del forense indicaba que la cabeza se había encontrado separada y con un clavo
inserto en la base de la nuca.
—Y nadie había
pensado...
—No. Durante el
huracán Clemence habían muerto decenas de miles de personas, Sheila era una
más. Puedes imaginártelo. Le dedicarían poco tiempo y archivarían corriendo el
caso como muerte por desastre natural. Sin embargo, la nota del forense sobre
el clavo estaba ahí, así que intenté llamarlo, localizarlo de alguna forma,
pero había muerto años antes. Estaba
convencido de que Sheila era la primera, pero necesitaba pruebas, una historia,
algo por lo que seguir; así que gasté un montón de dioxis y volé a Florida.
—¿Cómo es?
—Debió ser bonita,
pero ahora es casi todo terreno inundado. Lo que queda son básicamente pantanos,
manglares llenos de alimañas. Lo único que pude ver fueron ruinas y reservas de
animales con sus correspondientes factorías plácidas. Pero fue el viaje más
productivo de mi vida. En el nuevo aeropuerto flotante de Miami me estaba
esperando con unas bicicletas la hija del forense, que fue muy amable y me
permitió ver todo lo que su padre había guardado del caso tras su jubilación.
No estaban los restos de Sheila, claro, pero sí el clavo, este mismo viejo
clavo oxidado.
—Qué chulo el
clavo. Cuando te vi en el bar con el clavo entre los dedos, me dije: «eso sí que
es una mujer peligrosa».
—Lo tomaré como un
cumplido. La cosa es que la hija dejó que me lo quedase. Nadie más que su padre
y yo nos habíamos interesado por la muerte de aquella pobre chica. El difunto
forense había hecho una gran parte del trabajo por mí. Era como si me hubiese
tocado la lotería, ¿sabes? Ahí estaba todo lo que necesitaba saber de Sheila,
de su pasado, de su familia, así como todo lo que un forense podía averiguar de
un cadáver. El clavo era de una pistola de clavos, una pequeña y funcional.
—No sé qué es..
uau... eso, perdona.
—Igual deberías
echarte. Te veo con cara de mucho sueño.
—Sí, pero la
historia mola, sigue.
—Es normal que no
hayas visto nunca una pistola de clavos. En estos años nos hemos vuelto aún más
intransigentes con cualquier cosa que represente violencia, y una pistola de
clavos, aunque se pueda usar para otras cosas, no deja de ser un arma. Están
prohibidas. Y, la verdad, no me extrañaría que los clavos también, ahora se usa
pegamento para todo, ¿no?
—Para colgar un
cuadro y eso, claro, ¿no?
—Pues eso. La cosa
es que el viejo forense sabía que ella había muerto asesinada, alguien le había
disparado en la nuca con una pistola de clavos, probablemente una de las que se
usaban en la misma factoría plácida en la que Sheila trabajaba. Además, el
forense había determinado que, antes de morir, Sheila había sufrido graves
fracturas en piernas y costillas. Él imaginaba que su asesino la había
secuestrado, torturado salvajemente, probablemente violado y, finalmente, la
había matado con la pistola de clavos, para acabar arrojándola a las alimañas.
—Qué bárbaridad...
—El anciano nunca
supo determinar quién lo había hecho. Pero la cosa no encajaba. Yo estaba
convencido de que había sido ‘Atila’. Que la había matado con la pistola y que
se la había comido, al menos en parte, antes de arrojar los restos a las
alimañas del manglar. ¿Quién era ‘Atila’ y por qué Sheila había sido su primera
víctima? El forense creía que tenía que ser alguien del equipo en el que
trabajaba Sheila.
—¿En la factoría
plácida?
—No exactamente,
Sheila era una recolectora.
—¿Qué es eso?
—Verás, las
factorías plácidas no son un sitio muy bonito. No son instalaciones pulcras y
cromadas de las que salen las píldoras en bonitas cajas. No. La mayor parte del
proceso requiere muchísimas bacterias, así como tanques de fermentación de los
que salen olores espantosos y... requiere animales muertos.
—Pero de forma
natural, ¿no? Por eso se llaman plácidas, ¿no?
—Sí, y ahí entran
los recolectores. Los recolectores son los que recorren las reservas de
animales y recogen la carroña que necesita la factoría. Los recolectores son
como los extintos buitres, que recorren los ecosistemas preservados, consiguen
los restos que las factorías necesitan, pero siempre asegurándose de mantener
un equilibrio, de no retirar ni dejar demasiada biomasa de esos ecosistemas.
Sheila era una recolectora de la factoría plácida al norte de Tampa. Su grupo
aún vive en los manglares y, según las teorías del viejo, ‘Atila’ debió ser uno
de ellos.
—Qué chungo que te
mate alguien del curro, para comerte, encima.
—Intenté conseguir
esa lista, pero no estaba disponible en los bancos de datos oficiales. Así que
me fui hasta la factoría a preguntar allí. Me costó bastantes días conseguir
que me atendieran y el resultado fue decepcionante. El responsable de la
factoría, un tal señor Peterson, me explicó que los recolectores trabajan por
cupo, no son oficiales del Consejo, ni trabajadores de la fábrica. Peterson no
tenía ningún control sobre quiénes son o habían sido. Además, me advirtió que
durante el huracán murieron muchos de ellos, y que nunca me contarían nada, que
no contaban sus cosas a gente externa. ¿Necesitas algo? Te veo…
—No… sólo es sueño.
No sé qué me pasa hoy, normalmente aguanto hasta las mil, sigue
—Otro habría dejado
el asunto, entregado los datos a la poli y rogado por que le pagasen algo, pero
yo quería la recompensa y soy obstinada, paciente y meticulosa, así que se me
ocurrió una idea. Me creé una identidad falsa, me enteré de por dónde solían
estar los recolectores, y conseguí ropa que diese el pego. Todo para
infiltrarme entre ellos. Me costó más de un mes, pero encontré el grupo de
Sheila. Lo que fue sólo el principio. Me costó otro mes hacer que me apreciaran
lo suficiente como para hablarme de cuando el huracán y de Sheila. Gente ruda,
estos recolectores de los manglares. Tenían que serlo. En esas aguas la biomasa
es abundante, pero está muy ligada al ecosistema, y hay muchos superdepredadores,
como los caimanes, así que apenas hay hueco para conseguir la biomasa que la
factoría necesita, al menos de forma… correcta. Para complicarlo aún más, eran
realmente independientes, así que debían conseguir la comida recolectando en el
manglar, sin huertas. Una vida complicada.
—¿Y qué hacían?
—Trampa. En caso
necesario, los recolectores pueden equilibrar el escosistema matando algunos
superdepredadores, y en el manglar sobraban los caimanes; o eso decían. Así que
casi todas las semanas iban de cacería de caimanes.
—Puagh.
— Y se los comían.
—Repuagh. ¿Y
tuviste que hacerlo, comerte a un lagarto?
—Sí, tenía que
ganarme la confianza de aquella gente. Así que, sí, por primera vez en mi vida,
comí carne, y al final te acostumbras, no creas.
—No creo que yo
pudiese acostumbrarme. ¡Qué asco! Si no me jodiese estropearte el cuarto de
baño de lujo que tienes iría a vomitar… pero creo que mejor voy a dormitar.
—¿Te abro la cama
del sofá?
—No, aquí estoy
bien, ¿no nos podríamos sentar más juntos?
—Está bien.
—Hueles bien.
—Huelo a especias
de haber estado cocinando.
—Pues huelen
genial. Sigue con la historia de los comecaimanes.
—Una noche,
mientras ayudaba a Bob, el líder del grupo, a asar un caimán, pude hablar de la
muerte de Sheila. Bob me explicó que una parte del grupo se vio sorprendido por
el huracán y que la culpa fue de una mala decisión suya. Tres habían muerto:
Sheila, una mujer mayor llamada Beatrice y un hombre joven llamado Czesław. A
Beatrice la encontraron en el mar, hasta allí la habían arrastrado las aguas.
De Sheila sólo encontraron restos que habían dejado los caimanes y de Czesław
ni eso. Un poco más tarde, con un vaso de la cerveza que ellos mismos
fermentaban, me confesó que lo lamentaba sobre todo por la parejita, que Sheila
y el medio polaco tenían todo un futuro juntos y que en su vida no había visto
a dos más enamorados. Y entonces, de pronto, encajaron todas las piezas y pude
ver lo que había pasado bajo el huracán.
—No entiendo,
¿dices que esos dos se amaban? Dios, qué sueño...
—Sí. Czesław y
Sheila se amaban. El huracán se les vino encima por culpa de una orden estúpida
de Bob. Creo que Sheila acabó muy malherida, tal vez un árbol se le cayó encima
o algo parecido, y él, ‘Atila’, para intentar ponerla a salvo la llevó a la
cueva donde luego encontraron su cabeza. Una muy mala idea. He visto la cueva y
con la subida de agua que provocaría Clemence… se quedaron encerrados,
¿entiendes? Clemence duró días, muchos días. Aquella fue la más salvaje
tormenta que ha azotado Florida en la historia y pasó sobre el territorio
varias veces, en un movimiento pendular.
—Joder...
—Imagínatelo.
Czesław pasó días casi en la oscuridad, probablemente con Sheila agonizando con
enormes dolores, gimiendo sin parar, con fiebres... No pudo soportarlo más o
quizás no quiso que ella tuviese que soportarlo más y la mató con lo más
compasivo que tenía a mano, su pistola de clavos. Pero la tormenta continuó, y
él seguía encerrado en aquella cueva, en la oscuridad, destrozado por lo que
acababa de hacer, consumido por la culpa y muriéndose de hambre. Entonces algo
se rompió en su mente. Se volvió loco por el ruido de la tormenta, el hambre… o
vete a saber y empezó a comérsela, a ella, a su amada.
—Qué bes… bestia…
—Ahora sabía quién
era ‘Atila’, su nombre original y su apellido. No fue muy difícil encontrar
varias fotos suyas de los archivos sociales. Me establecí en Tampa. Alquilé una
habitación de las más baratas, pero con el mayor ancho de banda que pude
encontrar, y usando lo que me quedaba del préstamo me puse a reconstruir la
vida posterior de Czesław. Fue un trabajo arduo, pero ya yo sabía quién era él.
Czesław resultó ser bastante listo. Después de comerse a alguien nunca se
quedaba en el mismo lugar. Buscaba otro lugar, tan lejano como fuese posible,
donde pudiese encontrar otro trabajo relacionado con la vigilancia de reservas
o bosques. A veces hacía de cuidador en algún zoo abierto. Incluso estuvo en
Asia en el único circo con animales que existe. Un tipo escurridizo. Pero aun
así lo encontré. Era listo, pero no meticuloso, no como yo; demasiado
frecuentemente usaba su nombre o su apellido para registrarse en los sitios
donde vivía, para los permisos de alquiler e incluso a veces salía en fotos
locales.
—…
—Lo localicé en
Italia, de vigilante de un lugar increíble llamado Parco dei Mostri, el Parque de los Monstruos. Un bosque medio
abandonado, repleto de grandes estatuas de animales y dioses imposibles.
Capturarlo allí era casi poético, una suerte de final de película. Y tenía que
capturarlo, ya no sólo por el dinero, sino porque necesitaba hacerlo. Pero casi
había agotado mi saldo por completo, imposible pagarme un vuelo hasta allí. No
podía dejarlo pasar, así que me fui a la oficina de un banco local americano,
con todas las pruebas y le expliqué todo al director. Me concedió un segundo
crédito, eso sí, a un interés brutal, pero a aquellas alturas me daba igual,
con lo que había subido la recompensa iba a tener de sobra para pagar todos los
préstamos del mundo. Me conseguí una pistola de verdad, del mercado negro, y
volé a Italia.
—…
—Roncas un poco,
¿sabes? Qué pena, te has dormido antes de la mejor parte. No vas a enterarte de
que cuando llegué allí él ya había cazado a otra recolectora. La más parecida a
Sheila de todas. Estaba fileteándola con cierto deleite cuando lo enfrenté,
incluso tenía una parte de las nalgas ya asándose en una parrilla. Lo encañoné y
le exigí que se rindiese. Pero él se rió y me soltó una perorata. Una charla
sobre que somos una plaga para el mundo, una carga, y que por mucho que
intentemos mejorar siempre lo seremos. Se justificó diciendo que ahora él era
un recolector de humanos, y que él iba a lograr que el ecosistema del planeta
se equilibrase, que había demasiados de nosotros. Le dije que no me mintiese,
que si de verdad esas fuesen sus razones no cazaría sólo a mujeres parecidas a
Sheila. Al escuchar ese nombre se volvió loco. Furibundo. Se lanzó hacia mí con
el cuchillo. Y aunque yo no soy muy buena con las armas, aquella bala le entró
por la frente y le salió por la nuca.
—…
—Sí, así es. La
recompensa también me la daban con él muerto, siempre que hubiese pruebas
suficientes de que era ‘Atila’ y yo tenía más que de sobra.
—…
—Pero para mí el
caso no estaba acabado. Me gusta hacer las cosas bien, con meticulosidad, y la
verdad es que aún no entendía del todo su obsesión por comerse a Sheila una y
otra vez.
—…
—Eso es, la carne
ya estaba en la parrilla y olía bien. Así que, sí, me la serví y la probé, ya
sabes, por ponerme en su lugar. Y…. ¿sabes?, desde entonces ya no tomo la
píldora. No la necesito. Además, nunca sabes qué le pueden haber añadido, ¿no
te parece?
—…
—La verdad es que tú también hueles muy bien. Creo
que esta va a ser una cena fabulosa.
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