20.8.19

Relatos rechazados: Una píldora

Este relato fue enviado a la convocatoria de Actos de FE de Editorial Cerbero, y como todos los RR que voy a ir publicando no fue aceptado.

En este caso se trata de una conversación a dos, sin ninguna clase de acotación, que incluso estuve tentado de darle la forma de diálogo teatral.



Una píldora

—Pasa.
—Lo siento, es que el funicular estaba roto y no he...
—Tranquilo, no tiene importancia. Justo ahora el canal ocho estaba hablando de un corte de electricidad en el Valle y supuse que te habría afectado.
—Ya van cuatro veces este mes. Voy a tener que conseguirme una bici, pero tendría que ser una con motor y no me dan los dioxis ahora mismo, la verdad.
—He puesto la cena en la otra habitación. Sí, por ahí, pasa. En esta región falla demasiado el suministro eléctrico. Lo de hoy habrá sido por la escasez de viento. Aquí dependéis demasiado de los molinos; aunque supongo que es lo lógico en tierra de montañas...
—Vaya, ¡todo tiene una pinta genial y huele que alimenta! ¿Qué es esto?
—Es un maffé, aprendí a hacerlo cuando estuve entre los bambara.
—¿Los bambara?
—Sí, viven en África, al sur del desierto, pero sus ciudades están junto a un gran río, el lugar es realmente bonito. El maffé es uno de sus platos típicos, aunque a este le he dado mi toque personal. ¿No quieres colgar el abrigo en el perchero? Déjamelo.
—¿Estas fotos son de allí?
—No, eso es Madagascar, el Bosque de Piedra.
—Madagascar… ¿eso es una isla?
—Sí, al otro lado de África.
—El postre que he preparado es de por allí, koba. Es aquello, mira.
—Qué cosa más rara.
—Sabe mejor de lo que parece, confía en mí.
—Tendré que hacerlo, no he comido en todo el día.
—Has hecho bien, esta cena va a ser muy especial.
—Así que especial, ¿eh? Menuda casa tienes y la vista es brutal.
—Es alquilada. Pertenece al Consejo.
—Ya, como casi todas, ¿quién puede pagar los dioxis de una casa en propiedad?
—Yo lo hago sobre todo por evitar el papeleo. Conseguir los certificados ecológicos es casi un trabajo a tiempo completo. Además, cambio constantemente de domicilio.
—¿Entonces has estado en muchos sitios?
—Como te dije en el bar, viajo mucho, por mi profesión. Cada foto de esa pared es de un sitio diferente.
—¿Cada una? ¡Qué montonazo!
—Soy de las que hacen el trabajo meticulosamente, y creo que para eso tienes que estar en la región. Aunque no es algo que compartan la mayor parte de mis compañeros de profesión. ¿Quieres empezar con unos mezze?
—¿Es humus?
—Este sí, esto es labneh de soja, esto es paté de aceitunas negras y en ese plato hay unos falafels y unas sarmas.
—¿Todo esto lo has hecho tú? ¿Eres una chef internacional o algo así?
—Oh, no, no, esto de cocinar es una afición. Soy analista de crímenes.
—¿Eres una poli?
—No exactamente. Los pocos polis que quedan trabajan todos para el Consejo, y casi todo el tiempo lo dedican a infracciones menores. Cuando hay algo de mayor alcance y más complicado recurren a nosotros, los analistas de crímenes. Hay un sistema mundial, una especie de registro, al que los polis mandan casos que no pueden resolver para que la gente como yo intente ayudarles.
—¿Y os pagan por eso? ¿Por jugar a detectives?
—Según la antigüedad, importancia y complejidad del caso, pero, sí, obtengo buenos aquos y dioxis por resolver algunos casos.
—Este humus está muy bueno. Me da a mí que hoy no vas a tener que lavar los platos. Oye, creo que no me he traído píldora. No tendrás una de sobra, ¿no?
—¿La tomas antes de comer?
—Sí, no sé. Es algo en lo que insistía siempre mi madre.
—No te preocupes, tengo muchas, mira, las he puesto aquí, bajo este tahín.
—¡Qué variedad! Pues sí que debes ganarte bien la vida con eso de los detectives.
—Hago lo que puedo. Te recomiendo esta, es japonesa, de factorías plácidas marinas, con más vitaminas y complementos que las normales, y encima sabe mejor.
—Lleva como un dragón pintado.
—Es un kirin. Los japoneses son así. Muchas de sus píldoras tienen caritas monas o un kirin.
—Te pillo esta que dices. No sé qué es un kirin, pero parece un dragón y eso mola.
—Buena elección. Luego le dices a tu madre que te has tomado una píldora japonesa con un dragón.
—Está muerta. Murió en el conflicto de la Gran Sequía.
—Vaya, lo siento.
—Yo era un criajo, casi no la recuerdo, y a mi padre tampoco lo conocí. Creo que era un donante anónimo, aunque vete a saber. Igual era un juerguista como su hijo.
—¿Quieres una cerveza? Tengo de varias partes del mundo.
—Una lata grande está bien, no hace falta que sea de importación ni nada de eso.
—Voy a ver si tengo una lata de cerveza bien grande, espera…
—Pues sí que tienes fotos de lugares diferentes.
—Unos cuantos.
—Imagino que esto será China. Hay un montón de edificios y motos chulas, ¿no?
—Pues es Ho Chi Minh, en realidad. Toma, ¿esta es lo bastante grande?
—Servirá para un rato.
—Yo tomaré vino, si no te importa.
—Dale al veneno que quieras, nena.
—Pues eso es Ho Chi Minh. Ese caso fue muy aburrido en realidad. Desvío fraudulento de dioxis, corrupción en una corporación local. Me mandaron el caso precisamente porque el policía que lo llevaba no sabía quién podía estar implicado y prefirió que continuase alguien externo. Todo trabajo de cruzar números y poco más; pero el lugar me pareció fascinante, y es una de las veces que mejor he comido en mi vida.
—¿Cruzar números? Pero entonces, ¿a qué es lo que te dedicas, tía?
—Jaja… ya he dicho que analista de crímenes.
—¿Y eso va de cruzar números?
—Más veces de las que creerías. La mayor parte de los crímenes tienen que ver con falsear cuotas de dioxis o de aquos, engrosar fraudulentamente cuentas corporativas y esa clase de cosas. Pero eso es la parte aburrida de mi trabajo. He acumulado una librería gigante de rutinas de detección de fraudes y corruptelas políticas. Mucha gente está dispuesta a meter la mano en las arcas del Consejo, pero, en su mayor parte, no suelen ser muy imaginativos ni muy hábiles al ocultar sus rastros. Cuando me toca un trabajo de esos es un rollo. Ajustar parámetros, asaltar algunas bases de datos y esperar dormitando frente al ordenador.
—No sé qué es un parámetro, pero lo de asaltar bases de datos suena excitante. ¿Qué es esto?
—Son momos, aprendí hacerlos en Gangtok, en la Tierra de los Picos en Nepal. He de confesarte que allí aún usan queso para hacerlos, pero yo uso tofu, claro, aunque la pasta de pimientos picantes es de un viejo tarro de allí.
—¿Queso? ¿Eso que se saca de las vacas? Qué asco, ¿no?
—Intento no juzgar las costumbres de allá donde voy. El mundo aún tiene muchos rincones que no son puramente veganos.
—Se me revuelve el estómago sólo de pensarlo. Conseguir queso requerirá tener vacas sometidas, ¿no? No mola tener animales sometidos.
—No exactamente, allí tienen una especie de factoría plácida para la leche. Los animales andan sueltos por las laderas de las montañas y ellos recolectan leche de los yaks sólo cuando tienen terneros.
—Eso es de parásitos. ¿Y el Consejo permite eso?
—La tierra en Nepal es muy pobre para muchos cultivos, y el uso de la leche es una tradición. Los monjes tibetanos, para que te hagas una idea, hacen dibujos sagrados con mantequilla coloreada. Así que el Consejo, por motivos culturales…
—No jodas, ¿hacen dibujos con comida?
—Jejeje… sí, con tsampa, que es mantequilla de yak.
—Nadie debería malgastar comida ni por movidas sagradas ni por nada. Aunque esto de los momos está para comérselos a puñados, ¡coño, sí que sabes cocinar! Yo no paso de freír unas salchichas de seitán.
—Me alegro de que lo disfrutes. Da gusto verte comer.
—Está bueno. ¿Tienes más latas?
—¿Nos sentamos?
—Vale. Como tú quieras, yo como muchas veces de pie.
—Yo prefiero disfrutar de la comida con tranquilidad. Voy a sacar el plato principal, que lo tengo en el horno y así ya lo tenemos todo en la mesa. Un momento.
—Uhm… cojonudo el mezze este.
—Pues aquí tenemos el plato principal, una especialidad griega.
—¿Eso es una musaka?
—Sí, ¿te gusta?
—¡Coño, claro! Pero has hecho demasiada comida.
—Igual me he pasado, pero quería que fuese una cena especial. Dame el plato, que te sirva una buena porción.
—Pues sí que es buena. Voy a necesitar más cerveza.
—Hay de sobra.
—Uhm… ¡Ostia, cómo sabe! ¡De puta madre, tía! Pero, ¿qué le pones para que sepa así?
—Es una receta muy especial que aprendí a hacer cuando estuve por las islas griegas. Luego tal vez te cuente qué le pongo.
—Qué buena está esta mierda. Creo que al final repetiré y todo. ¿Entonces andas por el mundo pillando a tramposos y estafadores?
—Si no tengo suerte, sí. Pero prefiero los asesinos, y si son asesinos en serie mejor.
—¡Asesinos! ¿Aún hay de esos?
—Sí, aún quedan. No es que haya muchos asesinatos; entre las mejoras de educación y lo que nos hace la píldora casi nadie tiene un arrebato de violencia, pero los asesinos en serie son otra cosa.
—¿Lo que nos hace la píldora? Eso son rollos conspiranoicos, tía. La píldora sólo son complementos. B12, sobre todo.
—No, no creas. He estado en unas cuantas factorías plácidas, por trabajo, y las píldoras llevan bastantes más cosas.
—¿En serio?
—No es raro en realidad, si lo piensas. Tras la Catástrofe, cuando nuestros antepasados fundaron el Consejo Mundial y nos volvimos vegetarianos, había millones de personas afectadas por pérdidas personales, y muchos más millones a los que les costaba aceptar todos los cambios; añadir un poco de ansiolítico a la formulación de la píldora se hizo una necesidad y ahí se ha quedado.
—¿Nos drogan?
—Sí. Pero en realidad lo que ponen en la píldora tiene menos efecto que lo que te has tomado esta noche.
—Jaja, no te pases. Casi no he empezado con las cervezas. Así que asesinos en serie, ¿eh?
—Sí. Es mi especialidad. Actualmente recorro el planeta para resolver crímenes truculentos que la mitad de los policías no quieren ni aceptar que existen. Y lo pagan muy bien.
—Ya se ve, ya se ve. No lo digas más veces, señora tengo una casa en la cima de una montaña.
—Perdona. En realidad, lo hago porque es un reto. Algunos son tipos listos y cuidadosos, aunque no tan meticulosos como yo, por eso acabo pillándolos. ¿Te pongo un poco más de musaka?
—Luego, tal vez; hay cosas que aún no he probado. Además, me lo estoy comiendo yo todo. Va a parecer que soy un camarero muerto de hambre.
—Tranquilo que no lo pareces. Se te ve estupendo.
—Nah, un poquillo de gimnasio todos los días y poco más. Así que eres una detective que persigue a asesinos en serie. ¿Alguno chungo de verdad o sólo pirados?
—Oh, sí. Te voy a contar la historia del primero que atrapé; el que hizo que me diese a conocer en el mundillo, el que me ayudó a que ahora me gane bien la vida persiguiéndolos. ¿Recuerdas mi colgante?
—Cómo olvidarlo…
—Mi clavo de la suerte. En realidad, era una prueba de aquel caso. La prueba que me dio la clave para atraparlo.
—El clavo chungo de la chica del pelo azul.
—Eso es, mi clavo chungo. Como el caso que te voy a contar. Ocurrió cuando aún vivía en mi país de nacimiento. Tal vez eres demasiado joven para recordarlo, pero el caso llenó los canales de noticias de toda Europa, y, supongo, que también llegaría hasta aquí.
—En las Rocosas estamos un poco aislados de todo, y no nos interesamos demasiado por lo que pasa en otros lugares. No te extrañe que no lo conozca.
—Pero esto fue muy sonado. Uno de los primeros asesinos en serie de después de la famosa Fase 3. Se pensaba que la Fase 3 traería finalmente la tranquilidad al mundo, y los políticos andaban diciendo por la tele que con ella ya nunca más se conocería el hambre, ni la injusticia y que eso llevaría a la desaparición de la delincuencia y de la violencia.
—Yo era un niñato cuando la Fase 3, ¿eso no fue antes de la Gran Sequía?
—Sí, la Fase 3 fue un fracaso en más de un sentido y el caso del clavo fue como un presagio de todo lo que pasó luego. Yo acababa de abandonar el sendero marcado y me había hecho analista de crímenes sin apoyo oficial, ni familiar ni nada.
—Yo nunca he estado en el sendero.
—¿No hay en las Rocosas?
—Sí, pero los huérfanos dependemos del oficial de asistencia que nos asignen y la mía se limitaba a quedarse con mi asignación estatal. Era una capulla gritona que pasaba totalmente de mí. No se preocupó de nada, y menos de mi educación, y como yo no soy muy de estudiar…
—No conseguiste las becas del sendero.
—No aprobé ni los exámenes más básicos, la verdad. Voy a echar una meada, y en seguida vuelvo.
—¿Vas a querer otra lata?
—Claro.
—Pues voy a preparártela. Y, por cierto, no te perdiste nada. El sendero es una forma más que tiene el Consejo de controlarnos, como los derechos de maternidad, el cómputo vital de créditos de agua o lo que le echan a la Píldora.
—Pensaba que era algo que molaba, de gente lista y eso.
—Sólo tiene sentido si no quieres pensar, si te da igual lo que quieres hacer en tu vida o si tienes aspiraciones políticas. El sendero se parece demasiado a una carrera de funcionario del Consejo, pero aún más constreñida. Estando en él no tomas ninguna decisión, de hecho, ni siquiera escoges tu dieta. No ya el veganismo estricto, que eso es común para todos los dependientes, es que te mandan la comida a casa, un menú que diseñan cuidadosamente según tu perfil genético y las pruebas médicas que te hacen cada dos semanas.
—¡Qué pedazo de baño tienes! Eso sí que es un reciclador de orina y no la mierda que tenemos en mi edificio.
—Gracias.
—Pues si los del sendero tienen hasta la comida controlada, ¿qué pasa con la cerveza?
—Ni olerla.
—¡Menos mal que lo suspendí todo! ¡Brindemos por los imbéciles que siguen el sendero y no saben lo que se pierden!
—¡Eso! Así, sonriente, eres realmente impresionante.
—Gracias, nena, tú te ves genial con esta luz. Me encanta tu pelo y la ropa que llevas ahora mismo no deja mucho que adivinar.
—Vas algo caliente, ¿eh?
—Como la cosa picante del Nepal que has preparado..
—Termino de contarte la historia del clavo.
—Ok, dale.
—Como he dicho, me había apartado del sendero y era pobre como una marciana. Para que te hagas una idea: solo me lavaba con las toallitas húmedas y, una vez usadas, las volvía a guardar en el cajón sellado del frigorífico para que no se secasen.
—Jeje… eso lo he tenido que hacer alguna vez. Uff… No quiero ni acordarme. Es lo peor, andar corto de aquos, lo peor.
—Sí, qué tiempos. Ahora podría llenar una bañera entera solo para nosotros.
—Ya he visto que tienes una bañera ahí. ¿De verdad puedes llenarla?
—Sí.
—Ya estás tardando en llenarla. Nunca me lo he montado en una bañera.
—Jajaja… tal vez más tarde. ¿Hace cuánto que no tomas un baño?
—¿Un baño? ¿En una bañera? En la vida he tenido tantos aquos juntos, no me jodas.
—Pues esta noche, cuando termine la historia, es posible que alguien te desnude.
—¿Y no podemos saltarnos la historia?
—Cada cosa a su tiempo. ¿No quieres pasarte al vino? Es más adecuado para la bañera.
—Bueno, si es lo que te gusta ponme una copa.
—Un momento que saque el tapón. ¿Alguna vez has visto uno de corcho?
—La verdad es que ni sé qué es eso.
—Ahora son raros, desde que el descortezado se considera una recolección no plácida, pero siendo camarero…
—Es un trabajo temporal, ya te lo dije en el bar. Pronto conseguiré trabajar en los holos, ya lo verás. Dale a la historia del clavo, que ya se me está haciendo larga.
—El clavo, sí. Pues andaba yo malviviendo del análisis de infracciones de tráfico, que es lo único que te ofrecen cuando comienzas, y entonces llegó el llamamiento general.
—Que es…
—Normalmente los analistas independientes nos registramos en una bolsa de servicios del Consejo. Hay muchas profesiones que tienen un sistema parecido, supongo que lo sabes. La bolsa sirve para que cuando un policía necesita soporte en algo, o, para ser sinceros, cuando anda vago y aún le queda presupuesto, pide uno de nosotros de la bolsa. Entonces te llega un trabajo y tienes que hacerlo, porque si lo rechazas te retiran la licencia. Pero, a veces, surge algo muy importante, o más frecuentemente algo muy molesto para los políticos, y entonces se hace un ‘llamamiento general’. Se abre un trabajo para todos, para cualquiera que quiera intentarlo. Eso sí, no te pagan nada si no resuelves el asunto, así que es algo arriesgado. De hecho, no pagan más que al primero que resuelve el trabajo, los demás han trabajado para nada. Pero una vez que te apuntas al ‘llamamiento’ puedes rechazar el resto de trabajos que te llegan, aunque yo no lo hice porque, simplemente, necesitaba los dioxis para comer y los aquos para beber.
—Vale.
—Pues el llamamiento que llegó fue por una serie de cadáveres que se habían encontrado en la antigua Alemania. Solo que no eran cadáveres, sino fragmentos, huesos sueltos en su mayor parte. Todo empezó cuando un analista local logró montar los huesos, ya sabes, como si fueran un puzle, y descubrió que eran de cuatro mujeres desaparecidas diferentes. Los huesos habían aparecido desperdigados por todo el territorio alemán, en desorden. Algunos estaban más frescos que otros, y no había relación cronológica con las desapariciones.
—Raro, ¿no?
—Sí, mucho, los políticos no consiguieron ocultar algo tan truculento a los cronistas, y cuando la historia saltó a los canales de sucesos con el nombre de ‘Atila el Descuartizador’ incluyendo fotos de los huesos en bolsas, no tuvieron más remedio que crear el llamamiento. ¿Un poco más de humus?
—No, ¿postre? Pero sigue con lo del descuartizador.
—Vale, lo voy cortando.
—Descuartizando.
—¿Cómo?
—Que sí, que descuartices el postre. Chiste chungo.
—Ah, vale. Toma, tu pedazo descuartizado.
—Uhm… sangriento, como a mí me gusta.
—Jaja… no eres el único.
—Tía, este postre también está de muerte. Es simple pero te ha quedado muy bien. ¿Te vienes a cocinar conmigo en el bar? Seguro que se llenaba todas las noches.
—La verdad, me encantaría cocinar contigo.
—Uhm… joder, qué bueno. Sigue con la historia y ponme un poco más de vino.
—Mejor te pongo un poco de éste, es español, Pedro Ximénez, va mejor con los postres.
—¡La ostia, pero si esto sabe a pasas!
—Sí, creo que se hace con pasas o algo así.
—Buah… ya no me voy de esta casa.
—¿Y vas a quedarte a dormir en la bañera?
—Ya encontraremos un hueco. Sigue con la historia, anda.
—Pues al principio el llamamiento no les salió muy bien a los políticos, porque a medida que los datos de algunos analistas se fueron filtrando a los medios, el pánico se fue extendiendo por Europa. Una analista en Londres, por ejemplo, demostró que había marcas en todos los huesos que eran consistentes con cuchillos… y dientes.
—¿Qué?
—Efectivamente, era un caníbal.
—¡Coño! ¡qué asco!, ¿no? Comer carne de animales debe ser asqueroso, de personas ya ni te digo. Puagh… Así que había un alemán caníbal matando a chicas por las calles de Berlín.
—No sólo. Las chicas desaparecidas eran de todas partes del país, así que los políticos tenían entre manos a un asesino antropófago que podía estar en cualquier parte del centro de Europa. Un monstruo capaz de atacar a cualquier chica solitaria. Puedes imaginar, el caso pasó a ser centro de la actualidad y los créditos por resolver el caso subieron enormemente, sobre todo los aquos. Así que decidí dejar todo lo demás y centrarme en ‘Atila el Caníbal’. ¿Nos movemos al sofá o quieres comer más?
—¿Al sofá? Vale.
—Guardo la musaka y estoy contigo.
—Puff. Este sofá es demasiado cómodo, no me culpes si me duermo a mitad de tu historia.
—Vale. Déjame un poco más de hueco y toma tu vasito de Pedro. La cosa es que la mayor parte de los analistas se centraron en intentar deducir los movimientos del asesino, en reconstruirlos a partir de las desapariciones y la datación de los huesos. Pero yo estaba más interesada en las razones de aquellos crímenes. Quería entender a ‘Atila’. Pensaba que, si descubría porqué había decidido comerse a aquellas mujeres, no me sería difícil adelantarme a él, localizarlo y arrestarlo. El plus si se le entregaba directamente a la policía era desorbitado. Un sueño de piscinas de agua en las que nadar.
—Como la que vamos a usar en cuanto termines de contarme cómo te hiciste millonaria salvando a esas alemanas de que alguien las hiciese salchichas muy poco veganas.
—Sólo es una bañera, ni estoy muy segura de que quepamos los dos. Pues, como la recompensa era tan enorme, pedí un préstamo para poder tirar de más recursos e incluso hacer algún viaje. Lo primero que hice con los dioxis fue solicitar una reconstrucción detallada del aspecto físico de las víctimas. Las cabezas no habían aparecido y la poli creía que era porque las había guardado como trofeos.
—Caníbal y coleccionista de cabezas.
—Los asesinos en serie suelen guardar trofeos. Pero yo no creía que fuesen trofeos, pensaba que había algo más. Las mujeres devoradas se parecían físicamente. Una altura similar, peso similar, tono de piel parecido, pechos, pezones, manos… pero sus caras eran diferentes, claro. Así que llegué a la conclusión de que ‘Atila’ sólo cazaba a mujeres muy parecidas en el cuerpo unas a otras; seguramente las decapitaba y apartaba la cabeza para tener la sensación de que se comía una y otra vez a la misma mujer.
—¿La misma mujer?
—Sí, la misma. Pensé que ‘Atila’ debió comerse a alguien, tal vez alguien importante para él, y ahora repetía una y otra vez el ritual de seguir devorando a la misma persona, por alguna maníaca razón. Así que me puse a buscar a esa mujer original. Debía de ser una conocida, incluso alguien importante conocida para él; de forma que, si encontraba a la mujer original, lo encontraría a él.
—Suena bien.
—Sí, pero al principio no parecía funcionar. Gastando más recursos logré conseguir una lista de mujeres desaparecidas con los parámetros físicos adecuados, pero no sabía cuánto tiempo atrás tenía que mirar. Sospechaba que lo de Alemania no sería el comienzo, que habría habido casos antes, y así era, pero, ¿cuándo y por dónde buscar? Demasiadas posibilidades. Temía estar en un callejón sin salida. Había casos de desapariciones que encajaban por todas partes del mundo, casos de muchos años atrás, e incluso casos con huesos que contenían marcas parecidas a las marcas encontradas en Alemania. Casi todas esas mujeres estaban clasificadas como víctimas de ataques de animales.
—¿De animales?
—Ahora que los bosques vuelven a estar donde deberían estar, hay predadores regresando al lugar que les corresponde.
—¿Tigres y esas cosas?
—En Asia tigres, sí. En algunas partes del mundo los ataques de animales no son tan raros.
—Una vez me contaron en el bar de un tipo al que le atacó un os… uah… perdona el bostezo, creo que he comido demasiado, y me está dando bajona.
—Tranquilo, si quieres puedes quedarte a dormir.
—¿A dormir? Pensé que tenía asegurado unos juegos en la bañera.
—Si aguantas la historia entera sin dormirte, me lo pienso.
—Dale, venga, rapidito.
—Jeje… las cosas rápidas no acaban bien. La verdad es que había demasiados rastros posibles. Me pasé días revisando casos viejos de todo el mundo. Haciendo llamadas, intercambiando e-mails con polis nada interesados en colaborar… Puedes imaginarte. Y entonces se me ocurrió. ¿Y si lo de ocultar las cabezas no servía sólo para que las víctimas se pareciesen a la mujer original? ¿Y si no podía dejar que encontrasen la cabeza porque había algo demasiado obvio que lo incriminase?
—¿El clavo?
—Eso es. Busqué entre las muertes más antiguas, filtrando sólo aquellas en las que se hubiese encontrado la cabeza con algo extraño o violento en ellas, y allí estaba esperándome. Sheila Moreno, nacida en Tampa, territorio inundado de Florida, fallecida durante el huracán Clemence en los territorios pantanosos asociados a una factoría plácida que aún funcionaba. Según el informe, muerte por ahogamiento y posteriormente devorada por animales. Pero en un rincón del informe del forense indicaba que la cabeza se había encontrado separada y con un clavo inserto en la base de la nuca.
—Y nadie había pensado...
—No. Durante el huracán Clemence habían muerto decenas de miles de personas, Sheila era una más. Puedes imaginártelo. Le dedicarían poco tiempo y archivarían corriendo el caso como muerte por desastre natural. Sin embargo, la nota del forense sobre el clavo estaba ahí, así que intenté llamarlo, localizarlo de alguna forma, pero había muerto años antes.  Estaba convencido de que Sheila era la primera, pero necesitaba pruebas, una historia, algo por lo que seguir; así que gasté un montón de dioxis y volé a Florida.
—¿Cómo es?
—Debió ser bonita, pero ahora es casi todo terreno inundado. Lo que queda son básicamente pantanos, manglares llenos de alimañas. Lo único que pude ver fueron ruinas y reservas de animales con sus correspondientes factorías plácidas. Pero fue el viaje más productivo de mi vida. En el nuevo aeropuerto flotante de Miami me estaba esperando con unas bicicletas la hija del forense, que fue muy amable y me permitió ver todo lo que su padre había guardado del caso tras su jubilación. No estaban los restos de Sheila, claro, pero sí el clavo, este mismo viejo clavo oxidado.
—Qué chulo el clavo. Cuando te vi en el bar con el clavo entre los dedos, me dije: «eso sí que es una mujer peligrosa».
—Lo tomaré como un cumplido. La cosa es que la hija dejó que me lo quedase. Nadie más que su padre y yo nos habíamos interesado por la muerte de aquella pobre chica. El difunto forense había hecho una gran parte del trabajo por mí. Era como si me hubiese tocado la lotería, ¿sabes? Ahí estaba todo lo que necesitaba saber de Sheila, de su pasado, de su familia, así como todo lo que un forense podía averiguar de un cadáver. El clavo era de una pistola de clavos, una pequeña y funcional.
—No sé qué es.. uau... eso, perdona.
—Igual deberías echarte. Te veo con cara de mucho sueño.
—Sí, pero la historia mola, sigue.
—Es normal que no hayas visto nunca una pistola de clavos. En estos años nos hemos vuelto aún más intransigentes con cualquier cosa que represente violencia, y una pistola de clavos, aunque se pueda usar para otras cosas, no deja de ser un arma. Están prohibidas. Y, la verdad, no me extrañaría que los clavos también, ahora se usa pegamento para todo, ¿no?
—Para colgar un cuadro y eso, claro, ¿no?
—Pues eso. La cosa es que el viejo forense sabía que ella había muerto asesinada, alguien le había disparado en la nuca con una pistola de clavos, probablemente una de las que se usaban en la misma factoría plácida en la que Sheila trabajaba. Además, el forense había determinado que, antes de morir, Sheila había sufrido graves fracturas en piernas y costillas. Él imaginaba que su asesino la había secuestrado, torturado salvajemente, probablemente violado y, finalmente, la había matado con la pistola de clavos, para acabar arrojándola a las alimañas.
—Qué bárbaridad...
—El anciano nunca supo determinar quién lo había hecho. Pero la cosa no encajaba. Yo estaba convencido de que había sido ‘Atila’. Que la había matado con la pistola y que se la había comido, al menos en parte, antes de arrojar los restos a las alimañas del manglar. ¿Quién era ‘Atila’ y por qué Sheila había sido su primera víctima? El forense creía que tenía que ser alguien del equipo en el que trabajaba Sheila.
—¿En la factoría plácida?
—No exactamente, Sheila era una recolectora.
—¿Qué es eso?
—Verás, las factorías plácidas no son un sitio muy bonito. No son instalaciones pulcras y cromadas de las que salen las píldoras en bonitas cajas. No. La mayor parte del proceso requiere muchísimas bacterias, así como tanques de fermentación de los que salen olores espantosos y... requiere animales muertos.
—Pero de forma natural, ¿no? Por eso se llaman plácidas, ¿no?
—Sí, y ahí entran los recolectores. Los recolectores son los que recorren las reservas de animales y recogen la carroña que necesita la factoría. Los recolectores son como los extintos buitres, que recorren los ecosistemas preservados, consiguen los restos que las factorías necesitan, pero siempre asegurándose de mantener un equilibrio, de no retirar ni dejar demasiada biomasa de esos ecosistemas. Sheila era una recolectora de la factoría plácida al norte de Tampa. Su grupo aún vive en los manglares y, según las teorías del viejo, ‘Atila’ debió ser uno de ellos.
—Qué chungo que te mate alguien del curro, para comerte, encima.
—Intenté conseguir esa lista, pero no estaba disponible en los bancos de datos oficiales. Así que me fui hasta la factoría a preguntar allí. Me costó bastantes días conseguir que me atendieran y el resultado fue decepcionante. El responsable de la factoría, un tal señor Peterson, me explicó que los recolectores trabajan por cupo, no son oficiales del Consejo, ni trabajadores de la fábrica. Peterson no tenía ningún control sobre quiénes son o habían sido. Además, me advirtió que durante el huracán murieron muchos de ellos, y que nunca me contarían nada, que no contaban sus cosas a gente externa. ¿Necesitas algo? Te veo…
—No… sólo es sueño. No sé qué me pasa hoy, normalmente aguanto hasta las mil, sigue
—Otro habría dejado el asunto, entregado los datos a la poli y rogado por que le pagasen algo, pero yo quería la recompensa y soy obstinada, paciente y meticulosa, así que se me ocurrió una idea. Me creé una identidad falsa, me enteré de por dónde solían estar los recolectores, y conseguí ropa que diese el pego. Todo para infiltrarme entre ellos. Me costó más de un mes, pero encontré el grupo de Sheila. Lo que fue sólo el principio. Me costó otro mes hacer que me apreciaran lo suficiente como para hablarme de cuando el huracán y de Sheila. Gente ruda, estos recolectores de los manglares. Tenían que serlo. En esas aguas la biomasa es abundante, pero está muy ligada al ecosistema, y hay muchos superdepredadores, como los caimanes, así que apenas hay hueco para conseguir la biomasa que la factoría necesita, al menos de forma… correcta. Para complicarlo aún más, eran realmente independientes, así que debían conseguir la comida recolectando en el manglar, sin huertas. Una vida complicada.
—¿Y qué hacían?
—Trampa. En caso necesario, los recolectores pueden equilibrar el escosistema matando algunos superdepredadores, y en el manglar sobraban los caimanes; o eso decían. Así que casi todas las semanas iban de cacería de caimanes.
—Puagh.
— Y se los comían.
—Repuagh. ¿Y tuviste que hacerlo, comerte a un lagarto?
—Sí, tenía que ganarme la confianza de aquella gente. Así que, sí, por primera vez en mi vida, comí carne, y al final te acostumbras, no creas.
—No creo que yo pudiese acostumbrarme. ¡Qué asco! Si no me jodiese estropearte el cuarto de baño de lujo que tienes iría a vomitar… pero creo que mejor voy a dormitar.
—¿Te abro la cama del sofá?
—No, aquí estoy bien, ¿no nos podríamos sentar más juntos?
—Está bien.
—Hueles bien.
—Huelo a especias de haber estado cocinando.
—Pues huelen genial. Sigue con la historia de los comecaimanes.
—Una noche, mientras ayudaba a Bob, el líder del grupo, a asar un caimán, pude hablar de la muerte de Sheila. Bob me explicó que una parte del grupo se vio sorprendido por el huracán y que la culpa fue de una mala decisión suya. Tres habían muerto: Sheila, una mujer mayor llamada Beatrice y un hombre joven llamado Czesław. A Beatrice la encontraron en el mar, hasta allí la habían arrastrado las aguas. De Sheila sólo encontraron restos que habían dejado los caimanes y de Czesław ni eso. Un poco más tarde, con un vaso de la cerveza que ellos mismos fermentaban, me confesó que lo lamentaba sobre todo por la parejita, que Sheila y el medio polaco tenían todo un futuro juntos y que en su vida no había visto a dos más enamorados. Y entonces, de pronto, encajaron todas las piezas y pude ver lo que había pasado bajo el huracán.
—No entiendo, ¿dices que esos dos se amaban? Dios, qué sueño...
—Sí. Czesław y Sheila se amaban. El huracán se les vino encima por culpa de una orden estúpida de Bob. Creo que Sheila acabó muy malherida, tal vez un árbol se le cayó encima o algo parecido, y él, ‘Atila’, para intentar ponerla a salvo la llevó a la cueva donde luego encontraron su cabeza. Una muy mala idea. He visto la cueva y con la subida de agua que provocaría Clemence… se quedaron encerrados, ¿entiendes? Clemence duró días, muchos días. Aquella fue la más salvaje tormenta que ha azotado Florida en la historia y pasó sobre el territorio varias veces, en un movimiento pendular.
—Joder...
—Imagínatelo. Czesław pasó días casi en la oscuridad, probablemente con Sheila agonizando con enormes dolores, gimiendo sin parar, con fiebres... No pudo soportarlo más o quizás no quiso que ella tuviese que soportarlo más y la mató con lo más compasivo que tenía a mano, su pistola de clavos. Pero la tormenta continuó, y él seguía encerrado en aquella cueva, en la oscuridad, destrozado por lo que acababa de hacer, consumido por la culpa y muriéndose de hambre. Entonces algo se rompió en su mente. Se volvió loco por el ruido de la tormenta, el hambre… o vete a saber y empezó a comérsela, a ella, a su amada.
—Qué bes… bestia…
—Ahora sabía quién era ‘Atila’, su nombre original y su apellido. No fue muy difícil encontrar varias fotos suyas de los archivos sociales. Me establecí en Tampa. Alquilé una habitación de las más baratas, pero con el mayor ancho de banda que pude encontrar, y usando lo que me quedaba del préstamo me puse a reconstruir la vida posterior de Czesław. Fue un trabajo arduo, pero ya yo sabía quién era él. Czesław resultó ser bastante listo. Después de comerse a alguien nunca se quedaba en el mismo lugar. Buscaba otro lugar, tan lejano como fuese posible, donde pudiese encontrar otro trabajo relacionado con la vigilancia de reservas o bosques. A veces hacía de cuidador en algún zoo abierto. Incluso estuvo en Asia en el único circo con animales que existe. Un tipo escurridizo. Pero aun así lo encontré. Era listo, pero no meticuloso, no como yo; demasiado frecuentemente usaba su nombre o su apellido para registrarse en los sitios donde vivía, para los permisos de alquiler e incluso a veces salía en fotos locales.
—…
—Lo localicé en Italia, de vigilante de un lugar increíble llamado Parco dei Mostri, el Parque de los Monstruos. Un bosque medio abandonado, repleto de grandes estatuas de animales y dioses imposibles. Capturarlo allí era casi poético, una suerte de final de película. Y tenía que capturarlo, ya no sólo por el dinero, sino porque necesitaba hacerlo. Pero casi había agotado mi saldo por completo, imposible pagarme un vuelo hasta allí. No podía dejarlo pasar, así que me fui a la oficina de un banco local americano, con todas las pruebas y le expliqué todo al director. Me concedió un segundo crédito, eso sí, a un interés brutal, pero a aquellas alturas me daba igual, con lo que había subido la recompensa iba a tener de sobra para pagar todos los préstamos del mundo. Me conseguí una pistola de verdad, del mercado negro, y volé a Italia.
—…
—Roncas un poco, ¿sabes? Qué pena, te has dormido antes de la mejor parte. No vas a enterarte de que cuando llegué allí él ya había cazado a otra recolectora. La más parecida a Sheila de todas. Estaba fileteándola con cierto deleite cuando lo enfrenté, incluso tenía una parte de las nalgas ya asándose en una parrilla. Lo encañoné y le exigí que se rindiese. Pero él se rió y me soltó una perorata. Una charla sobre que somos una plaga para el mundo, una carga, y que por mucho que intentemos mejorar siempre lo seremos. Se justificó diciendo que ahora él era un recolector de humanos, y que él iba a lograr que el ecosistema del planeta se equilibrase, que había demasiados de nosotros. Le dije que no me mintiese, que si de verdad esas fuesen sus razones no cazaría sólo a mujeres parecidas a Sheila. Al escuchar ese nombre se volvió loco. Furibundo. Se lanzó hacia mí con el cuchillo. Y aunque yo no soy muy buena con las armas, aquella bala le entró por la frente y le salió por la nuca.
—…
—Sí, así es. La recompensa también me la daban con él muerto, siempre que hubiese pruebas suficientes de que era ‘Atila’ y yo tenía más que de sobra.
—…
—Pero para mí el caso no estaba acabado. Me gusta hacer las cosas bien, con meticulosidad, y la verdad es que aún no entendía del todo su obsesión por comerse a Sheila una y otra vez.
—…
—Eso es, la carne ya estaba en la parrilla y olía bien. Así que, sí, me la serví y la probé, ya sabes, por ponerme en su lugar. Y…. ¿sabes?, desde entonces ya no tomo la píldora. No la necesito. Además, nunca sabes qué le pueden haber añadido, ¿no te parece?
—…
—La verdad es que tú también hueles muy bien. Creo que esta va a ser una cena fabulosa.

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