Junto a las ruinas de las casas de hospedaje del
templo de la diosa de cabeza de vaca, estaba levantado el campamento de los
leñadores. Era mucho mayor de lo que esperaba y bastante más permanente. Había
algunas tiendas pero también varias casas de troncos de madera y paja. Hombres
e incluso mujeres cortaban madera, afilaban hachas y arreglaban sierras. Jalal
nos presentó a la gente. La mayor parte son habitantes de Yarim que suben hasta
aquí para pasar unos cuantos días para cortar árboles montañas arriba, hasta
cubrir sus necesidades o cargar las monturas que hayan traído y regresar; pero
algunos vivían permanentemente allí. De hecho uno de ellos, Shareef Naril hace
las funciones de jefe del campamento. Las durezas de sus manos, sus músculos y
la suciedad de su ropa antaño naranja, lo identifican como un leñador, uno que
se dedica por completo a su profesión. Una de las cosas que nos recomendó Jalal
fue que le comprásemos leña para encender fuego a Shareef, para de esta manera
asegurar un buen trato por parte de la gente del campamento. Otros personajes
importantes de aquel pequeño asentamiento eran: Izz’Aldin Naril, el herrero
local, que se había improvisado una pequeña fragua usando las piedras de las
viejas casas en ruinas y que era el reparador principal de herramientas de los
leñadores, Salma Dabiles que hace de curandera y con las que pude hablar mucho
menos de lo que hubiese querido y sobre todo el muy peculiar Afzal Naril, que
para mi sorpresa ameniza las noches de los leñadores con canciones y recitales
y parece sobrevivir exclusivamente a base de eso. No voy a negar que es un buen
juglar, sin dado, en especial considerando en el sitio del mundo en el que se
encuentra, pero para mí es un misterio que logre sacar siquiera para comer
amenizando las noches de un pequeño asentamiento de leñadores. Le pregunté a
Jalal y simplemente me dijo que todo el mundo adora a Afzal, y que en las duras
noches de invierno aquí arriba en el Valle de las Ruinas, cuando las sombras
parecen tenebrosas y los monstruos aúllan en la montaña, son las canciones de
Afzal las que mantienen el ánimo de los leñadores. Esas palabras me hicieron
perder de inmediato mi interés por el poeta y que se centrase toda mi atención
en lo de los monstruos aullantes. Jalal con una sonrisa me dijo que no me
preocupase, que en verano andan en las cimas de las montañas, y que las
mantícoras prefieren la carne de las cabras salvajes que arriesgarse a combatir
con los hombres, a no ser que estén muy hambrientas. Aquella noche me desperté
varias veces tras el sueño repetitivo de que un terrorífico león alado se me
llevaba a su nido en una cima para entregarme de comer a sus leoncitos de
dientes afilados. Si aquí abajo hemos tenido invierno hasta hace bien poco y
los pastos están casi devastados, ¿cuánto peor no será la situación entre las
montañas? A buen seguro que las mantícoras estarán bastante hambrientas como
para querer comerse la carne tierna de un hakin.
Shareef nos indicó un buen sitio para montar
nuestra tienda, así como dónde podíamos encontrar agua y nos vendió leña a un
precio razonable. Jalal se quedó a montar la tienda y Djamila y yo fuimos a
donde debería estar el agua. Yo estaba un poco preocupado por lo de dormir
todos juntos en la misma tienda, y así se lo dije a ella. Pero ella se rio
mucho y luego, poniéndose seria pero con un gesto divertido me dijo que si
tenía intenciones de no respetarla. Creo que balbuceé un poco, pero le dije que
lo del beso en su casa había sido un arrebato de felicidad y que no iba a
provocar que ella tuviese problemas. Ella me sonrió y me dijo que entonces no
pasaba nada, tras lo cual fue ella la que me besó en la boca. Me quedé tan
sorprendido que no me moví hasta que me grito encaramada ya a la parte del
templo en el que nos habían dicho que buscásemos.
De una de las paredes del templo de la diosa de
cabeza de vaca, surgía un gran chorro de agua fresca y de mejor sabor que la
del Pozo de Yarim. Los antiguos constructores de todo esto habían labrado en
ese punto una fuente, probablemente una cabeza de vaca de cuya boca surgía el
agua, pero el propio agua se había encargado de desgastarlo todo y apenas se
distinguían los cuernos. Llenamos un odre completo y regresamos al campamento. Jalal
nos dijo de visitar el primer templo, este junto al que estábamos esa misma
tarde, antes de que se nos hiciese de noche y eso hicimos.
La estatua de la diosa que se veía desde la entrada
resultó ser sólo una imagen exterior, para que los peregrinos identificasen el
templo, pero no era realmente la imagen a la que se rezaba. Esta se encontraba
en un recinto interior, excavado en la roca, al que Jalal llamó la ‘casa de la
diosa’. Para llegar hasta allí el peregrino probablemente tenía que hacer una
cola en el exterior del edificio, entrar en un patio inicial dominado por la
estatua que se veía desde fuera, lavarse y depurarse para los rezos en la
fuente de la que habíamos cogido agua y seguir un serpenteante recorrido entre
paredes labradas que llevaba hacia la montaña.
El recorrido en sí me hizo pensar en el agua, en
los ríos de mi tierra y en las Lágrimas de Yereida. Los grabados además tenían
escenas de cursos de ríos con vegetación que ni mucho menos es de la región,
probablemente flora de los márgenes del río Sagrado, el que había visto el
amanecer de la cultura de los casti. También estaban las Lágrimas
representadas, y un pozo no muy diferente del actual Pozo y gente portando agua
de forma muy diferente de cómo lo hacen ahora. Esta continuidad desde tiempos
remotos me impresionó, pero Jalal y Djamila no le dieron importancia, de hecho
ambos dijeron, ‘ah, mira, como en el pueblo’ y nada más.
La casa de la diosa, estaba a oscuras y tuvimos que
encender y distribuir varios candiles para poder observarla como merecía. Allí
dentro los bajorrelieves aún mantenían parte de sus colores originales y el
conjunto en su totalidad sumergía a la imaginación en un mundo fluvial de
barcos livianos, y alargados, como los de los habitantes del pantano del norte
de mi reino, empujados como en el pantano por largas pértigas, deslizándose suave
y silenciosamente sobre el agua cual ave acuática. Los bajorrelieves mostraban
a su vez gente vestida con muy poca ropa, haciendo toda clase de actividades,
que no sólo incluían el rezo a la diosa, sino cosas tan cotidianas como pescar,
extraer barro para vasijas o arreglar aparejos.
Nos tumbamos en el centro de la casa de la diosa
para observar todo el techo con tranquilidad a la luz de los candiles, y casi
se podían escuchar a aquellas gentes del pasado llamarse entre ellos, cantar a
la alegría de un día soleado sobre las marismas o saludar a los animales de las
aguas. Era hermoso, como zambullirse en la vida cotidiana de otro mundo, uno
pasado hace mucho, y en mi caso en uno no tan lejano, el norte de mi propio
hogar.
Jalal nos enseñó luego la hornacina en dónde
debería estar la diosa en el pasado. No era muy grande, así que la estatua real
de la diosa no debería tener más de dos palmos de altura. En la hornacina había
muchos agujeros tallados en la pared, que Jalal nos dijo que estaban en el
pasado cuajados de turquesas. No creo que fuese para tanto. También nos enseñó
los agujeros en dónde se situaría una madera, que sostendría una cortina o un
velo, para separar la hornacina del resto de la habitación, de forma que el
suplicante, el peregrino, estuviese a solas con la diosa durante sus oraciones
y peticiones.
Cuando regresamos a la tienda, ya se nos había
echado la noche encima. A pesar de ser verano y de que las nubes malignas
parecen haberse disipado casi por completo, estas montañas que están al oeste,
adelantan mucho el ocaso del sol en cualquier estación. El Valle de las Ruinas
es sombrío por las noches, y verdaderamente las siluetas de los viejos
edificios parecen tétricos, pero los leñadores habían encendido una gran fogata
y Afzal ya estaba cantando. Djamila quiso hacer algo de cena, pero Shareef no
lo permitió, dijo que en honor de los visitantes y en particular por mí, el
nuevo hakin del pueblo esa noche comeríamos a sus expensas.
La noche fue divertida, en particular por las
letras demasiado picantes de Afzal, que hubiesen provocado que lo ejecutasen en
alguna ciudad de Balidram, pero que aquí hasta las mujeres celebraban. Hubo un
par de versos que pensé que avergonzarían a Djamila, pero ella sólo se reía a
carcajadas. Bailamos alrededor de la hoguera, con un baile muy alocado que
jamás había visto, y que me recordó las historias de la vida de los salvajes
shontaros. Jalal os obligó a irnos a dormir, nos dijo que si seguíamos bailando
mañana no nos quedaría tiempo para ver todos los templos.
Mi corazón ya estaba contento y agitado cuando nos
hemos metido entre las sábanas bajo la tela de la tienda, mientras la voz de
Afzal aún resonaba en el aire nocturno, pero ha dado un vuelco cuando Djamila
ha deslizado su mano hasta la mía y me la ha sujetado con fuerza. Así me dormí
aquella noche, gozoso y dándole la mano a ella.
La siguiente mañana Jalal nos despertó de malas
maneras y nos espoleó a hacer un desayuno ligero y rapidito para que
aprovechásemos el día. Tal vez por impresionarme nos llevó para empezar a
echarle un vistazo al templo de Marokh que destacaba en frente y las tumbas
aledañas. La figura negra del dios con cabeza de chacal ya imponía, pero los
bajorrelieves eran poco tranquilizadores. Incluían colas interminables de
hipotéticas almas de los muertos esperando a ser juzgados por la balanza y la
vara de medir del dios del tránsito al inframundo, y muchas clases de
monstruosas criaturas que teóricamente devoraban las almas de aquellos que no
superaban las pruebas. Y no se habían ahorrado detalles en las figuras de esas
criaturas, ni en el desmembramiento de las almas con garras y dientes. Sólo me
tranquilizaba la certeza de que el cuerpo de los muertos se queda de este lado,
eso lo tenía muy claro dada mi formación, y la idea de que por mucho que fueses
un pecador, ¿cuánto podría doler el desgarramiento de un brazo o una pierna espiritual?
Probablemente mucho menos que el desgarramiento de las de carne que tenemos
todos en vida. Entonces llegamos al equivalente del laberinto sinuoso del
templo de la diosa Serakh, pero no había una casa del dios al que llegar. En
lugar de eso caminamos con tan sólo dos candiles encendidos por unas
catacumbas. Al principio sólo vimos nichos vacíos, pero luego el suelo de las
tumbas más humildes empezó a estar lleno de calaveras, tibias y otros restos.
Jalal empezó a decir que antes todos aquellos muertos habían estado tranquilos
en sus tumbas, pero que hacía un año salieron todos en procesión, de allí,
bajaron del valle, atacando a todo el que se cruzaba en su camino y partiendo hacia
el norte por el desierto. Que los restos que quedaban por el suelo eran los de
aquellos que estaban tan estropeados que se desmoronaron al intentar caminar. Le
dije que no bromease con eso y los dos me miraron como si fuese idiota.
Entonces recordé que cuando todo esto comenzó nos habían llegado historias de
muertos intentando salir de sus antigua tumbas. Atemorizado les pregunté que si
habían sido muchos y que si ellos los habían visto. Jalal dijo que dos
centenares de esqueletos, al menos, y que claro que los habían visto, que
incluso le había roto el cráneo a uno que estaba intentando entrar en su casa.
Djamila dijo que él estaba exagerando que no habían sido tantos y que había
sido el padre de Jalal el que los salvó de aquel esqueleto. Aquella noche me
enteré que no habían sido pocos los atacados y que Djamila era huérfana porque
su padre no había tenido tanta suerte como el de Jalal. Lo contaba con una
tranquilidad que me resultaba difícil de creer. Es dura y valiente, Djamila.
Entonces el camino subterráneo pasó por las tumbas
de los hombres de mayor calidad, sacerdotes, imagino, al ser este un lugar de peregrinación.
La mayor parte estaban abiertas y saqueadas, pero desde el pasillo aún se podía
observar la belleza de las policromías que cubrían sus paredes y sus techos.
Estaba ensimismado observando la belleza de aquellos pasillos cuando un golpe
seguido por unos aullidos sobrenaturales me heló la sangre. Cuando miré a mi alrededor
no estaban ninguno de los dos. Casi me da un ataque de pánico, pero se
transformó en ira cuando empezaron a reírse a mis espaldas. Me habían engañado
a buen seguro. Iba a decirles algo cuando otra serie de golpes y de aullidos
llegó claramente de la tumba cerrada que estaba a mi derecha. Me quedé blanco,
pero ellos dos seguían riendo. Jalal me echó la mano sobre el hombro y me dijo
que no me asustara del viejo Hafnún. Le pregunté que quién diablos era el viejo
Hafnún, y Djamila me contó que no saben si se llama así, pero que debía ser un
rey antiguo o algo así, porque su tumba era de muy buena calidad, tanto que
cuando los muertos antiguos se levantaron él se quedó encerrado dentro de su
propia tumba. Entonces Jalal empezó a tirar piedrecillas a la puerta de la
tumba obteniendo como respuesta aullidos frenéticos desde el otro lado de la
pared. Yo estaba tan sorprendido que ni siquiera me dominaba el pánico que en
realidad sentía. Al final Djamila se dio cuenta de mi aprensión y le dijo a
Jalal que mejor continuábamos. Me temblaban las piernas mientras continuábamos
en aquel oscuro y aterrador pasillo de tumbas.
Creo que no volví a respirar hasta que no vi la luz
que anunciaba el final de las tumbas. Aunque no quería ni entretenerme a
mirarlos, los bajo relieves cambiaron por imágenes de la primavera, de flores y
de bosques con frutos. Al salir vi la estatua del hombre moribundo que Jalal
decía que era un dios del renacimiento y de la primavera. Menudo trayecto. Durante
varias horas habíamos pasado por todo un lateral del valle, bajo tierra, desde
la tumba hasta el renacimiento, pasando justo bajo el templo de la justicia.
Alegórico era, desde luego, y también aterrador. Me entretuve más de la cuenta
mirando los frisos del dios moribundo, eran relajantes y yo necesitaba
recuperar el color. Jalal quería ir directamente al templo central, al del sol,
pero yo insistí en que no nos saltásemos el templo negro de la justicia. Al
final aceptó, pero estaba claro que no le apetecía para nada.
La diosa dominaba desde su pedestal el templo
negro. Su mirada autoritaria no parece estar siempre sobre ti, estés donde
estés. Las paredes negras, están esculpidas de tal manera que las imágenes y
los símbolos son casi blancos. No estoy seguro de que esta diosa sea sólo de la
justicia, de hecho, ni siquiera estoy seguro que sea de la justicia. Había
juicios sí, pero había escenas que parecían batallas, o simplemente guerreros,
combatientes que se mataban unos a otros. Una pared completa está dedicada a lo
que sólo podría calificar como de mujeres guerreras, atacando furibundas a sus
enemigos. No había pasillo sinuoso u oculto hasta el lugar sagrado del templo,
sino un pasaje amplio, casi como para que una multitud llegase al centro del
templo. Y tampoco era una cueva, sino un patio, sin hornacina, ni lugar para
rezos. En lugar de eso el más claro, y brutal, símbolo de la justicia, una
piedra de ajusticiamientos. Las imágenes en las paredes no dejaban lugar a
dudas de la utilidad de la piedra, cortar cabezas.
El templo del sol era completamente diferente.
Sereno, equilibrado, serían las palabras más adecuadas para describirlo. Y
enorme, tanto que tras una primera mirada al patio central decidimos regresar a
la tienda y comer, dejando el resto del templo para la tarde. Jalal nos
consiguió a un precio razonable, carne y unos tubérculos salvajes, y lo que
hizo Djamila con aquello me pareció más prodigioso que cualquiera de las
recetas magistrales del maestro herbólogo del hospital kiyinal. Está claro que
tenía mucha hambre.
Como el templo solar está el fondo del valle, hemos
decidido ver primero los que nos quedan más cerca. El de Misaki, la diosa del
conocimiento me ha emocionado un poco, el templo era muy diferente a los otros,
no era cuadrado, sino que tenía ocho paredes y todo el interior está
subdividido por muchas capas de paredes formando como una espiral con la diosa
en el centro. Cada fragmento de pared tiene un tema diferente: una sobre las
estrellas, otra sobre los vientos, las montañas, las plantas y así una
inacabable cantidad de temas. La pared de la medicina estaba cerca del centro,
y mostraba técnicas que aún sigo usando, y otras muchas que han quedado
descartada hace ya mucho, como los sangrados o las sanguijuelas. Me hubiese
quedado largo tiempo en ese templo, intentando entender qué sabían sobre el
mundo los antiguos casti o incluso, cómo lo entendían, había tantos detalles en
esas paredes, pero mis acompañantes se aburrían así que continuamos la marcha.
El siguiente templo estaba en muy mal estado. No
sólo la estatua de la deidad que estaba decapitada, sino en general todas las
paredes, los techos y las columnas. Había signos claro de que no sólo había
habido lucha en ese templo, sino que los vencedores se habían dedicado a
destruirlo sistemáticamente. No pude dejar de preguntarme qué deidad había
merecido este tratamiento tan salvaje. ¿El culto se había vuelto ilegal?
¿Traicionaron al imperio? Llegué a imaginarlos formando parte de aquellos que
habían destruido a los antiguos, iniciado la guerra de los trolls, traído a los
dragones negros y a los gigantes. Busqué pistas entre lo que quedaba del
templo, pero no llegué a nada. Mi carencia de conocimientos históricos me impidió
ir más allá de lo obvio. Casi todos los símbolos habían sido destruidos, con un
martillo, probablemente, pero las escenas sí que estaban. Unas escenas que no
me resolvieron la duda. Imágenes de constructores de casas y mausoleos.
Cortadores de piedra. Escultores. ¿Por qué el dios de los arquitectos –si es
que era tal cosa- se había ganado el odio de los que destruyeron su templo? No
tengo ni la más remota idea.
El resto de la tarde lo pasamos en el templo
principal. Algunas cosas son muy diferentes, pero otras no han cambiado nada
desde aquellos tiempos antiguos y nuestras mezquitas. El sol por todas partes.
Espacios tan similares a los nuestros que si no servían para depositar las leyes,
como en nuestras mezquitas mucho me sorprendería. Dibujos que ayudan a reforzar
y clarificar la posición de cada uno en la sociedad; con el kuni en lo alto,
bajo él lo sacerdotes, los escribas, los soldados, los artesanos y debajo de
todos los campesinos. Ejemplos claros de lo que son familias correctas, con su
padre, su madre, y sus solícitos hijos. Calendarios con las fechas de adoración
claramente marcadas, así como el momento de iniciar la plantación, la cosecha,
y los demás hitos de la vida.
Las cosas que han cambiado son las más superficiales.
La que más me chocó fue ver la cobra solar. La serpiente no parece encajar para
nada con la idea que tenemos ahora del poder espiritual e inmaterial de nuestro
Dios. Sí, es un animal del desierto, que gusta de calentar su cuerpo al sol,
pero realmente no tiene mucho que ver con nuestra idea de luz, de orden, de
ley. Una cobra es un animal mortal, peligroso y traicionero; pero la cobra
solar no ser sólo la estatua de dominaba el patio central, sino que estaba por
todas partes en las paredes del templo. También ha cambiado el aspecto de los
sacerdotes, claro, o tal vez es que siempre han sido diferentes en Balidram. No
lo sé. Y los enterramientos. Los antiguos desecaban los cuerpos, y los
enterraban. Bien lo vimos aquel día. Por alguna razón los antiguos pensaban que
conservar los cuerpos era importante para conservar el alma al otro lado.
¿Cuándo obtendríamos la revelación de que es preferible que las aves se
alimenten del cuerpo muerto y lo alcen así a los cielos, un poco más cerca del
sol? Y por supuesto, el otro cambio es que en nuestras mezquitas no hay frisos,
ni grabados, ni dibujos de ninguna clase. Nuestro Dios es reacio a cualquier
representación que no sea el disco solar. Nuestras mezquitas están tan sólo
adornadas con las palabras de los profetas y con el sonido, con las oraciones
de los creyentes y por las prédicas de los sacerdotes.
Se nos empezaba a hacer tarde, así que empezamos a
hablar de regresar al campamento pero Jalal me dijo que aún faltaba el mejor
templo. Le pregunté si nos iba a dar tiempo de verlo, a lo que me contestó que
estaba cerca. Djamila nos dijo que ella se iba para el campamento a preparar la
cena. Estaba cansado pero el interés de Jalal despertó mi propio interés. Me
dijo que el último templo estaba algo más oculto y que por eso estaba más
nuevo. Le pregunté que cómo es que estaba más oculto y se encogió de hombros.
Luego me dijo que hace mucho que lo habían encontrado, que habían sido unos
niños de unos leñadores al menos en los tiempos del abuelo de su abuelo. Me
pasó un candil y él encendió otro. Nos fuimos al extremo norte del Valle y allí
me enseñó una grieta no muy ancha detrás de unos arbustos. Me dijo que tuviese
cuidado con el suelo, que en algunos tramos era resbaladizo, y sí que lo era.
La grieta descendía y en parte estaba húmeda y llena de barro. Tras un minuto o
dos de descenso, la grieta se transformaba en cueva y pude ver la primera pared
del templo cuando Jalal encendió un par de velas gruesas que alguien había
bajado allí. No pensé mucho entonces en aquellas velas, pero ahora no consigo
quitármelas de la cabeza. La primera pared era extraña. Era casti eso seguro,
pero los bajo relieves eran muy diferentes a los que habíamos visto arriba. Los
dibujos eran, como más realistas, menos idealizados. Allí se veía, por ejemplo,
un anciano, y parecía realmente un anciano, no como en el resto de bajo
relieves de los otros templos en los que básicamente todas las figuras humanas
eran iguales. Al principio no entendí las escenas que estaban allí grabadas,
parecían suplicantes, como en algunos de los otros, pero lo que estaban
haciendo no era como los otros rezos. Mientras yo pensaba en aquello, Jalal había
pasado a la siguiente sala, había encendido unas cuantas velas más y me estaba
llamado. Me decía que fuese a ver la estatua de la deidad. Cuando entré en la
sala principal no pude quitar la vista de ella. Estaba claro lo que era. Un
hombre, con cabeza de cabra o de carnero, no se distinguía bien, sostenía con
la mano izquierda una daga mientras que la mano derecha reposaba sobre sus
rodillas y estaba extendida boca arriba, como esperando recibir una dádiva. Los
otros signos también estaban presentes, la larga pero estrecha barbita de chivo,
la estrella de cinco puntas sobre la frente y una pequeña corona sobre la
estrella, entre los cuernos, en este caso la insignia de los kuni, la cobra.
Era Othrill Krae, la cabra que reina en la oscuridad, Obo Tulg, el carnero de
la noche. Era el Mal, el dios de la mentira y el engaño, del caos y la
destrucción de la sociedad, aquel que nos mueve al pecado, que corrompe las
virtudes y promueve los vicios. Tal vez el que haya traído el invierno sobre el
mundo.
Casi sin darme cuenta había cruzado la sala y
estaba mirando a la estatua del Mal cara a cara. Jalal me sacó de mi
ensimismamiento poniéndome la mano sobre los hombros y diciéndome que si no me
parecía interesante. En realidad la palabra que había usado era más cutre y
baja, pero significaba interesante. Le miré con cara probablemente más que
sorprendido y conseguí articular la pregunta de si sabía qué era. Me contestó
que claro que sí, que era el dios de las cabras, y, claro, de los pastores.
¿Cómo explicarle a Jalal lo acertado que estaba y lo equivocado que estaba al
mismo tiempo? Pero no tuve que explicarle, porque él me siguió explicando y me
dijo que la gente venía allí mucho, a hacer ruegos porque funcionaba. Eso me
puso los pelos de punta y le pregunté que cómo se hacían los ruegos. Él me dijo
que de la manera tradicional, claro. A lo que yo le contesté que en qué
consistía exactamente esa manera, que no conocía la costumbres de por su
pueblo, ya que era extranjero de tierras muy lejanas. Así que me lo explicó. Me
dijo, sin tener idea de lo grave que me parecía, que cuando algo iba mal, por
ejemplo el pasto no era lo bastante bueno, o una mujer no era fértil, se traía
un carnero, que se sacrificaba como se había hecho siempre, y se ofrecía al
dios de las cabras. Entonces me señaló al suelo y lo vi. Montones y montones de
huesos, casi todos pequeños. Entonces sentí un mareo, al tiempo que fui
plenamente consciente del ligero olor a putrefacción que tenía el aire. Creo
que vomité. Jalal lo tomó como un signo más de debilidad natural, así que fue
apagando las velas y me ayudó a salir. Al pisar el barro húmero de la subida,
no pude sino imaginar que estaba húmedo de sangre y no de agua, pero más tarde,
ya en la tienda, pude comprobar que sólo había arcilla, limo en las suelas de
mis botas y no sangre.
Estos ignorantes pastores, sin saberlo, están
ofreciendo sacrificios al dios del Mal, a Othrill Krae a cambio de pequeñas
mejoras en sus vidas. Estos estúpidos e ignorantes agricultores, están trayendo
hacia sí la condenación de sus almas sin siquiera saberlo. Mil temores cruzaron
mi mente aquella noche. El peor, la idea de que en realidad sí que supiesen,
que hubiese toda una secta dedicada al culto del maligno en Yarim. Pero mirando
a Jalal, hablando con él en el trayecto de regreso a nuestra tienda no puede
encontrar más que ignorancia de estos temas y superstición. La cena que había
preparado Djamilia olía muy bien, y además me recibió con un abrazo que
acompañó luego con un profundo beso cuando Jalal no estaba mirando. Aquello me
dio nuevos ánimos y decidí no pensar en lo peor.
No hubo banquete aquella noche, pero sí canciones
de Afzal, y aunque mis compañeros se rieron y bailaron a gusto, yo estuve
taciturno pensando en la presencia de aquel muerto de la antigüedad encerrado
pero vivo en su muerte, y sobre todo en el templo oculto del Mal al que, a la
vista de los huesos de su suelo, no sólo Jalal recurría por allí. Decidí que
tendría que hablar de todo aquello con el conservador de la mezquita con
Rabbuh, en cuanto regresásemos, aunque he descubierto que poco puede hacer por
mí esta misma tarde. Cuando regresamos a la tienda yo seguía taciturno y
pensativo, pero Djamila estaba contenta y empezó a estar juguetona. Era nuestra
última noche allí arriba, y Jalal se hizo el despistado y nos dejó a solas.
Estaba claro lo que ella quería y por Dios que me apetecía, pero no tenía el
cuerpo para añadir un pecado a mi espíritu justo entonces, justo allí, donde el
Mal parecía tener un rincón. Me dejé besar, pero cuando ella hizo intentos de
pasar a mayores yo le dije que no estaba bien y que tenía que respetarla, que
me gustaba más que eso. Aquello la hizo sonreír. Lo aceptó y se limitó a
abrazarme fuerte, a dormirse muy pegada a mí. Aunque antes de dormirse, me
estuvo susurrando que entendía mi problema, que era muy duro saber que iba a morirme
pronto y que entendía que me costase pensar en dejar a una mujer joven, tan
joven como ella, viuda y sin recursos, que entendía todo eso y que si quería
que fuese mi amante y nada más, que ella se apañaría después, que encontraría
otro hombre al que no le importase y se casaría con él. Aquella declaración de
ofrecerse abiertamente para el pecado, y al tiempo ofrecer un acto de caridad
tan íntimo a un moribundo como yo, simplemente se añadió a mi confusión y a mi
temor sobre la influencia de este sitio. Le dije que haríamos las cosas bien, y
eso parece que la tranquilizó. Me besó una vez más y cerró los ojos. Yo no
pude, estuve dándole vueltas a lo que había de hacer al día siguiente, pero lo
único que tenía claro era que teníamos que regresar cuanto antes, bajar de
aquel valle lo antes posible, tan temprano que las estrellas aún no se hubiesen
marchado. O, para guardarnos a todos, tal vez justo al amanecer y después de
realizar un rezo que nunca hago. Jalal regresó mucho después con apariencia de
haber bebido más de la cuenta, al vernos abrazados me guiñó el ojo y se metió
bajos las sábanas lo más lejos que pudo de nosotros. Fuera aún sonaba la música
que el día anterior me pareció agradable y alegre y que ahora me sonaba
pecaminosa y fuente de perdición. Todo está en nuestra cabeza, aprendí eso en
Balidran, de hecho era mi especialidad médica, y sin embargo aquella noche
sentía todo eso como algo completamente real.
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