Día Tercero del mes de las Flores del año
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Ayer empecé a escribir este diario de campo y lo
que empezó con la pretensión de ser una breve justificación del mismo, se ha
convertido en una excesivamente larga historia de mi vida. Además en una versión
de la misma cargada de pesimismo y autocompasión.
No es correcto, no está bien que lo pinte de esta
forma. Sí, es posible que muera, pero, ¿acaso no llevan muriendo los hombres de
mi familia en las mismas circunstancias desde hace incontables años? Sí, he
visto los horrores que ha traído la guerra a nuestro imperio, pero, ¿acaso no
he tenido la suerte de encontrar este lugar recóndito que parece no afectado
por los desastres que nos han acontecido? ¿Acaso no era una labor casi
imposible encontrar a Massud y lo he encontrado? ¿Acaso no hubiese podido morir
en todos los episodios violentos que he sufrido a lo largo de mi viaje y he
llegado ileso hasta aquí? Sin duda, alguna deidad me ha sonreído en mi
propósito, aunque no sea el Dios Sol que parece que ya no se encuentra entre
nosotros; y yo no puedo más que corresponder a este favorecimiento teniendo aún
algo más de paciencia y logrando de Massud lo que he venido a buscar desde tan
lejos.
Me encuentro en el pueblo de Yarim, un pueblo que
por sí mismo representa una rareza. Aunque situado hipotéticamente en el Jecado
de Al’Ossi, que a su vez estaría situado en el Califato de Al Jorath, Yarim se
encuentra en la intersección de muchas cosas. Yarim se encuentra encaramado en
unas colinas, que me han dicho que son herbosas, que rápidamente se elevan
hasta transformarse en las montañas de la Columna Vertebral del Mundo, y aunque
al norte de las colinas de Yarim se extiende una llanura bastante fértil, desde
el propio pueblo puede divisarse a no más de tres horas de camino la arena del
gran desierto central.
Junto al núcleo más antiguo de Yarim se encuentran
las Lágrimas de Yereida, un manantial que nace a unos centenares de metros
sobre el pueblo y que se precipita por una pared casi vertical hasta justo la
plaza central de Yarim, desapareciendo en un hoyo al que los habitantes llaman simplemente
el Pozo. Estas aguas no brotan más adelante, no surge de ellas río ni lago
alguno, sin embargo, estas aguas son permanentes y ligeramente cálidas incluso
en el invierno más abrupto, que es lo que parece esta primavera desafortunada.
Las aguas se pueden extraer del reguero de lágrimas, pero los yarimes
consideran esto de mal augurio, por lo que trabajosamente la extraen desde el
fondo del Pozo. Siempre hay alguien extrayendo agua del Pozo, pues este es el
agua que el pueblo dispone para todo, desde la que beben ellos mismos o sus
animales, hasta la que se usa para regar los campos del norte, pasando por la
que se usa para cocinar o lavarse. Simplemente no existe ninguna otra agua en
esta esquina del mundo.
Yarim también tiene una mezcla de culturas, en
parte es nómada, como el pueblo de Leche y Dátiles, que siendo tradicionalmente
pastores trashumantes en las tierras al sur de Kal Faarin, ahora están
intentando vivir entre las ruinas de Al Jorath; pero también hereda de la
tradición más pura de agricultores dedicados que domina toda la región del
Califato. Y, por si fuera poco, en la vestimenta y en los ademanes al hablar,
me recuerdan sus habitantes a los del cercano Califato de Akalime.
Más allá del núcleo en torno al Pozo y las Lágrima,
Yarim se desdibuja entre las colinas, y más aparenta ser un conjunto de extenso
cercados de pastos para ganado que un pueblo propiamente dicho. Vive el yarime
normalmente a solas casi todo el tiempo acompañado tan sólo por su propia
familia y sus ovejas o cabras; pero siempre a la vista de su vecino más próximo
dándose así una nueva mezcla entre el habitante solitario de terrenos vírgenes
y el habitante social de un pueblo de campesinos.
Hay una mezquita en Yarim, y la regenta un muy
anciano conservador llamado Rabbuh, que ya no organiza los rezos y que no
parece haberse dado cuenta de la desaparición de su Dios, ya sea porque hace
mucho que perdió por sí mismo su conexión con el poder, ya sea porque su mente
ya está nublada por los muchos años. Sea como sea, Rabbuh mantiene limpia y
abierta la mezquita para que aquellos, que como yo, buscan consuelo en la
oración, puedan aplicar sus tensiones. Lo cierto es que el pueblo se ha
organizado ya sin Rabbuh, y los veo rezar en sus propias casas al amanecer, en
lugar de subir a la Mezquita. No los culpo, no sólo porque Rabbuh ya esté
demasiado viejo, sino porque la mezquita es de los pocos edificios que están
más altos que el Pozo y llegar hasta ella requiere un esfuerzo físico no
desdeñable.
No hay mercado ni zoco en Yarim, no como tal, pero
he descubierto que una vez cada diez días los habitantes se reúnen un poco más
abajo del Pozo, en un cruce entre calles algo más ancho que los demás, para
intercambiar unos con otros toda clase de cosas. Al parecer nunca han llegado
hasta aquí los caravaneros khines y casi que tampoco ningún otro comerciante;
por lo que cuando alguien necesitaba alguna cosa que no se produjese en el
propio Yarim –sobre todo herramientas de diverso tipo- ha de bajar hasta la
capital del jecado, Al’Ossi, en un viaje que lleva casi ocho días ida y vuelta.
Al cruzar el imperio, tras la guerra y sometido a
este antinatural frío y nieve, he descubierto cómo los precios por todas partes
se han elevado hasta valores que deben considerarse usura, fruto tan sólo de la
avaricia. Sin embargo, en Yarim, los precios aún son los de una recóndita aldea
del imperio. Aquello que fabrican ellos mismos, como lo que proporciona su
ganado, es en extremo barato, y aquello que deben importar, como las
herramientas es en extremo caro.
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