17.11.14

Majid. 14

A la mañana siguiente yo mismo preparé el desayuno, y por su puesto sabía muy mal, pero así se lo comieron más ligero. Jalal preguntó si queríamos subir a ver los bosques, el lugar de donde sale toda la madera de Yarim. Insistió en la belleza de los cedros y de las otras coníferas de montaña arriba. No es que no le crea, pero había cosas mucho más importantes que hacer, o eso creía. Así que insistí en que ya habíamos tenido a Djamila fuera de su casa demasiado tiempo, y aunque ésta rezongó por una vez conseguí mantener mi criterio. Aun así concedí a mis compañeros un par de paradas, en lugares que sólo Jalal conocía. Vimos una pradera, cercana a las montañas, en donde minúsculos ciervos con colmillos en lugar de cuernos, pastaban. Desconocía la existencia de tales criaturas. Y me parecieron inquietantes, más que hermosos, como decía Djamila. Más abajo, ya entre los pastos privados, Jalal nos enseñó un jardín con un árbol muy viejo, una higuera, cuyo tronco principal es inabarcable hasta por los brazos de un hombre muy grande; y de cuyas ramas surgen otros dos troncos secundarios. Sus higos son muy diferentes de los que yo conozco, negros, fragantes, incluso en este año de frío y nieve. Les conté la historia del Bjeberel, la gran higuera de Balidram, que ocupa un espacio cercano al de un pueblo, y al que le han nacido tantos troncos secundarios que son incontables. Aunque es cierto que sus frutos son algo agrios, propios de una vieja dama.

No quería alarmar a la gente de la casa en la que me hospedo, así que no corrí hacia la mezquita justo tras regresar; en realidad, por eso y porque los pies me estaban matando. Así que dejé que Djamila me hiciese un último halago permitiéndole que me cuidase los pies. Cuando me creían con babuchas y plasmando en este diario nuestro viaje, salí de la casa sin que me viesen y subí a la mezquita.

Es un edificio pequeño, que nunca debió poder albergar en su interior todos los habitantes de Yarim, pero que ahora está simplemente abandonado; aunque no descuidado por parte de su conservador Rabbuh. La pintura exterior está descascarillada, y el sol pintado en su cúpula ya casi no merece su nombre, pero el edificio está limpio por dentro, con todo el suelo cubierto por alfombras, los libros sagrados en su estanterías bajo el altar y las plumas del caballo sagrado en el que ascienden los profetas a los cielos, en abanico sobre él. Rabbuh estaba sólo, como casi siempre, a la derecha del altar, como debe ser, y leyendo uno de los libros. Vi que se trataba de las Revelaciones, del Segundo Profeta, el libro en el que más se habla de la naturaleza etérea pero inmanente de Dios, se su presencia ubicuo, y al tiempo de su presencia en lo más profundo del corazón humano.

Me senté cerca del anciano y no quise apartarlo de su lectura en tanto en cuanto no percibiese de mi presencia, pero al final hube de hacerlo. Tras mucho estar allí, sentado junto a él, no apartó ni un momento los ojos de las líneas sagradas que contienen las palabras de Almil Kalimes. Tras carraspear, el anciano me miró muy sorprendido, casi como si no existiese ningún otro hombre sobre la faz de la tierra que él. Me preguntó que quién era. Su voz era fuerte, aunque sorprendida; autoritaria, aunque algo desesperanzada. No sólo estaba mayor, estaba flaco, descuidado. Me pregunté si aún alcanzaba a prepararse la comida, porque a buen seguro que ya no se encargaba de acicalar su barba, ni de limpiar demasiado a menudo su túnica de sacerdote. Le dije la verdad, que ya nos habían presentado, que era un joven de Balidran, que me llamaba Majid Ibn Kamaj, que era un hakin. El simplemente me dijo que todo eso estaba muy bien, y volvió a la lectura. Cuando volví a carraspear me volvió a mirar con sorpresa, e intenté hablarle del templo oculto, de la adoración al Mal, al Príncipe Cabra de la Noche. Pero él se limitó a volver a preguntar sobre quién era yo.

No me costó mucho diagnosticarle el Mal de Benrib. No es mortal, como mi enfermedad, ni siquiera dolorosa, al menos para el que la padece, pero no sé si es peor. Al menos siempre afecta a ancianos, a hombres, pero también a mujeres, que ya han vivido toda su vida, tenido a hijos y nietos, dejado su impronta en el mundo de una manera o de otra. Pero es una enfermedad terrible para los familiares que rodean al anciano, ya que éste pierde toda capacidad para recordar cosas nuevas, y llega el punto en el que olvida cómo vivir, pero sobre todo, olvida los rostros de sus seres más próximos. Todos son extraños para él, que ya sólo vive en el pasado de su juventud. Esas personas que dicen ser sus hijos no pueden ser sus hijos, porque éstos han de ser pequeños infantes, y no hombres barbudos, ni mujeres maduras.

El Benrib tampoco tiene cura, y cuando tenía un paciente de ese mal en Balidran, trataba más a los familiares, que son los que de verdad sufren la enfermedad, que al propio enfermo. Sólo se puede esperar que éste viva apaciblemente hasta que le llegue la muerte. Salí de la mezquita prometiéndome a mí mismo que usaría parte de mi riqueza para que a este hombre le aguardase una vida digna hasta su muerte, para que le dieran la asistencia necesaria para que comiese suficiente, le aseasen la barba y le lavasen la ropa.

Pero, ¿qué podía hacer entonces? No había más sacerdotes en la ciudad, y aún tenía el temor de que una secta demoníaca dominase al pueblo. ¿Podría ir a hablar con Abdul Osramán sobre esto? Estaba lo bastante nervioso como para que hasta el nombre pío de Abdul –el que niega la sombra- me pareciese sospechoso, como si más que negar la sombra para abrazar la luz, significase el que niega que la sombra nos acecha. Por no hablar del apellido, claro, Osramán, que sería ‘cielo estrellado’, ahora me parecía querer significar ‘noche hermosa’ y no en relación con la belleza del cielo, sino con el deseo de abrazar la noche, de seguir al mal. A fin de cuentas, ¿no eran los Osramán los que de una forma u otra controlaban el pueblo o tenían influencia sobre él? A fin de cuentas, alguien con suficiente dinero como para pagar buenas velas, de las gruesas de verdad, de cera de buena abeja, estaba llevándolas hasta el templo oculto.

Me estaba entrando el pánico y entonces se me ocurrió la idea más lógica. Massud. No era de por aquí, era un hakin que había pasado los filtros en el colegio de médicos, que había hecho los juramentos delante de los sacerdotes del sol, un compañero, un posible maestro y la persona que iba a salvar mi vida. Así que corrí a su casa.

Me lo encontré en el patio trasero, como otras veces, esta vez filtrando miel vieja, para hacerla más limpia, menos oscura, y quitarle todas las impurezas o el azúcar ya revenido. ¿Cómo podía contarle lo del templo? Por suerte él me ayudó bastante. Me saludó y dijo que se alegraba que hubiese vuelto sano y salvo de allá arriba. Le dije que había sido una excursión muy larga y con muchos contrastes. Él ignoró eso de los ‘contrastes’ y me regañó por no llevar un buen calzado. Y la verdad, es que hasta ese momento no fui muy consciente de que andaba por ahí con babuchas. Me dijo que entrase y que iba a revisar mis pies y mis músculos. Era una buena forma de entablar una conversación, así que me dejé hacer.

El sacó una camilla, que tenía en una esquina y me pidió que me quitase la ropa y que me pusiese bajo una sábana. Mientras me desvestía trajo, al aceite que huele a muertos y unas velas por si se nos hacía tarde. Me dijo que mi cuerpo estaba reaccionando muy bien al ejercicio y los masajes, y que pronto, muy pronto estaría preparado para empezar la segunda fase, antes de lo que él esperaba. Entonces le conté lo del templo, pero él no se sorprendió. Le pregunté entonces si el pueblo estaba dedicado al maligno. Y él se rió. Me dijo que de ninguna manera, pero que los pastores son supersticiosos. Me explicó que por todo el borde del desierto, desde Yarim hasta los pueblos más lejanos del norte de Omira Okal, cuando las cosas se complican es tradición llevar un cordero o un cabrito todo lo lejos que pueden, dentro del desierto, y derramar allí la sangre buscando la protección de los djinns, de los espíritus del viento y fuego del desierto. Que luego dejan allí, en la arena, el cuerpo, como ofrenda a esos espíritus, para que se alimenten de él. Que no es más que una superstición, absurda de los pastores, ya que aunque los dos sabíamos que el Maligno era algo real, un demonio o una deidad menor, si se quiere, que compite por el alma de los hombres con Dios, los djinns no existen, ni han existido jamás. No hay un pueblo de adharifs, como los llaman los desertinos, que controle las tormentas de arena y cabalgue sobre el aire. Según él, lo único que pasa es que unos niños hace mucho tiempo encontraron el templo con la estatua de la cabra, y por eso en Yarim el sacrificio supersticioso se hace en él en lugar de en el desierto. Me insistió que era algo inocuo.

Mientras me levantaba de la camilla le pregunté que si podíamos estar seguros de que todos esos sacrificios no traían a los demonios del Maligno, que no había auténticos adoradores del Señor de la Noche entre la gente del pueblo. Y él me miró y me dijo que si me habían parecido algo más que pueblerinos, que pastores. Y tuve que reconocer que no me habían parecido otra cosa. Luego me dijo que él llevaba muchos años viviendo entre ellos y que tampoco le parecían otra cosa, que perdiese cuidado. La charla ha espantado casi todas las dudas de mi cabeza.


Massud me ha dado nuevas indicaciones de cómo aumentar el ejercicio y unas nuevas infusiones que debo tomar para esta última parte de la primera fase del tratamiento. Mañana mismo me pondré con ello. 

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