A la mañana siguiente yo mismo preparé el desayuno,
y por su puesto sabía muy mal, pero así se lo comieron más ligero. Jalal
preguntó si queríamos subir a ver los bosques, el lugar de donde sale toda la
madera de Yarim. Insistió en la belleza de los cedros y de las otras coníferas
de montaña arriba. No es que no le crea, pero había cosas mucho más importantes
que hacer, o eso creía. Así que insistí en que ya habíamos tenido a Djamila
fuera de su casa demasiado tiempo, y aunque ésta rezongó por una vez conseguí
mantener mi criterio. Aun así concedí a mis compañeros un par de paradas, en
lugares que sólo Jalal conocía. Vimos una pradera, cercana a las montañas, en
donde minúsculos ciervos con colmillos en lugar de cuernos, pastaban.
Desconocía la existencia de tales criaturas. Y me parecieron inquietantes, más
que hermosos, como decía Djamila. Más abajo, ya entre los pastos privados,
Jalal nos enseñó un jardín con un árbol muy viejo, una higuera, cuyo tronco
principal es inabarcable hasta por los brazos de un hombre muy grande; y de
cuyas ramas surgen otros dos troncos secundarios. Sus higos son muy diferentes
de los que yo conozco, negros, fragantes, incluso en este año de frío y nieve. Les
conté la historia del Bjeberel, la gran higuera de Balidram, que ocupa un
espacio cercano al de un pueblo, y al que le han nacido tantos troncos
secundarios que son incontables. Aunque es cierto que sus frutos son algo
agrios, propios de una vieja dama.
No quería alarmar a la gente de la casa en la que
me hospedo, así que no corrí hacia la mezquita justo tras regresar; en
realidad, por eso y porque los pies me estaban matando. Así que dejé que
Djamila me hiciese un último halago permitiéndole que me cuidase los pies.
Cuando me creían con babuchas y plasmando en este diario nuestro viaje, salí de
la casa sin que me viesen y subí a la mezquita.
Es un edificio pequeño, que nunca debió poder
albergar en su interior todos los habitantes de Yarim, pero que ahora está
simplemente abandonado; aunque no descuidado por parte de su conservador
Rabbuh. La pintura exterior está descascarillada, y el sol pintado en su cúpula
ya casi no merece su nombre, pero el edificio está limpio por dentro, con todo
el suelo cubierto por alfombras, los libros sagrados en su estanterías bajo el
altar y las plumas del caballo sagrado en el que ascienden los profetas a los
cielos, en abanico sobre él. Rabbuh estaba sólo, como casi siempre, a la
derecha del altar, como debe ser, y leyendo uno de los libros. Vi que se
trataba de las Revelaciones, del Segundo Profeta, el libro en el que más se
habla de la naturaleza etérea pero inmanente de Dios, se su presencia ubicuo, y
al tiempo de su presencia en lo más profundo del corazón humano.
Me senté cerca del anciano y no quise apartarlo de
su lectura en tanto en cuanto no percibiese de mi presencia, pero al final hube
de hacerlo. Tras mucho estar allí, sentado junto a él, no apartó ni un momento
los ojos de las líneas sagradas que contienen las palabras de Almil Kalimes.
Tras carraspear, el anciano me miró muy sorprendido, casi como si no existiese
ningún otro hombre sobre la faz de la tierra que él. Me preguntó que quién era.
Su voz era fuerte, aunque sorprendida; autoritaria, aunque algo desesperanzada.
No sólo estaba mayor, estaba flaco, descuidado. Me pregunté si aún alcanzaba a
prepararse la comida, porque a buen seguro que ya no se encargaba de acicalar
su barba, ni de limpiar demasiado a menudo su túnica de sacerdote. Le dije la
verdad, que ya nos habían presentado, que era un joven de Balidran, que me
llamaba Majid Ibn Kamaj, que era un hakin. El simplemente me dijo que todo eso
estaba muy bien, y volvió a la lectura. Cuando volví a carraspear me volvió a
mirar con sorpresa, e intenté hablarle del templo oculto, de la adoración al
Mal, al Príncipe Cabra de la Noche. Pero él se limitó a volver a preguntar
sobre quién era yo.
No me costó mucho diagnosticarle el Mal de Benrib. No
es mortal, como mi enfermedad, ni siquiera dolorosa, al menos para el que la
padece, pero no sé si es peor. Al menos siempre afecta a ancianos, a hombres,
pero también a mujeres, que ya han vivido toda su vida, tenido a hijos y
nietos, dejado su impronta en el mundo de una manera o de otra. Pero es una
enfermedad terrible para los familiares que rodean al anciano, ya que éste
pierde toda capacidad para recordar cosas nuevas, y llega el punto en el que
olvida cómo vivir, pero sobre todo, olvida los rostros de sus seres más
próximos. Todos son extraños para él, que ya sólo vive en el pasado de su
juventud. Esas personas que dicen ser sus hijos no pueden ser sus hijos, porque
éstos han de ser pequeños infantes, y no hombres barbudos, ni mujeres maduras.
El Benrib tampoco tiene cura, y cuando tenía un
paciente de ese mal en Balidran, trataba más a los familiares, que son los que
de verdad sufren la enfermedad, que al propio enfermo. Sólo se puede esperar
que éste viva apaciblemente hasta que le llegue la muerte. Salí de la mezquita
prometiéndome a mí mismo que usaría parte de mi riqueza para que a este hombre
le aguardase una vida digna hasta su muerte, para que le dieran la asistencia
necesaria para que comiese suficiente, le aseasen la barba y le lavasen la
ropa.
Pero, ¿qué podía hacer entonces? No había más
sacerdotes en la ciudad, y aún tenía el temor de que una secta demoníaca
dominase al pueblo. ¿Podría ir a hablar con Abdul Osramán sobre esto? Estaba lo
bastante nervioso como para que hasta el nombre pío de Abdul –el que niega la
sombra- me pareciese sospechoso, como si más que negar la sombra para abrazar
la luz, significase el que niega que la sombra nos acecha. Por no hablar del
apellido, claro, Osramán, que sería ‘cielo estrellado’, ahora me parecía querer
significar ‘noche hermosa’ y no en relación con la belleza del cielo, sino con
el deseo de abrazar la noche, de seguir al mal. A fin de cuentas, ¿no eran los
Osramán los que de una forma u otra controlaban el pueblo o tenían influencia
sobre él? A fin de cuentas, alguien con suficiente dinero como para pagar
buenas velas, de las gruesas de verdad, de cera de buena abeja, estaba llevándolas
hasta el templo oculto.
Me estaba entrando el pánico y entonces se me
ocurrió la idea más lógica. Massud. No era de por aquí, era un hakin que había pasado
los filtros en el colegio de médicos, que había hecho los juramentos delante de
los sacerdotes del sol, un compañero, un posible maestro y la persona que iba a
salvar mi vida. Así que corrí a su casa.
Me lo encontré en el patio trasero, como otras
veces, esta vez filtrando miel vieja, para hacerla más limpia, menos oscura, y
quitarle todas las impurezas o el azúcar ya revenido. ¿Cómo podía contarle lo
del templo? Por suerte él me ayudó bastante. Me saludó y dijo que se alegraba
que hubiese vuelto sano y salvo de allá arriba. Le dije que había sido una
excursión muy larga y con muchos contrastes. Él ignoró eso de los ‘contrastes’
y me regañó por no llevar un buen calzado. Y la verdad, es que hasta ese
momento no fui muy consciente de que andaba por ahí con babuchas. Me dijo que
entrase y que iba a revisar mis pies y mis músculos. Era una buena forma de
entablar una conversación, así que me dejé hacer.
El sacó una camilla, que tenía en una esquina y me
pidió que me quitase la ropa y que me pusiese bajo una sábana. Mientras me
desvestía trajo, al aceite que huele a muertos y unas velas por si se nos hacía
tarde. Me dijo que mi cuerpo estaba reaccionando muy bien al ejercicio y los
masajes, y que pronto, muy pronto estaría preparado para empezar la segunda
fase, antes de lo que él esperaba. Entonces le conté lo del templo, pero él no se
sorprendió. Le pregunté entonces si el pueblo estaba dedicado al maligno. Y él
se rió. Me dijo que de ninguna manera, pero que los pastores son
supersticiosos. Me explicó que por todo el borde del desierto, desde Yarim
hasta los pueblos más lejanos del norte de Omira Okal, cuando las cosas se
complican es tradición llevar un cordero o un cabrito todo lo lejos que pueden,
dentro del desierto, y derramar allí la sangre buscando la protección de los
djinns, de los espíritus del viento y fuego del desierto. Que luego dejan allí,
en la arena, el cuerpo, como ofrenda a esos espíritus, para que se alimenten de
él. Que no es más que una superstición, absurda de los pastores, ya que aunque
los dos sabíamos que el Maligno era algo real, un demonio o una deidad menor,
si se quiere, que compite por el alma de los hombres con Dios, los djinns no
existen, ni han existido jamás. No hay un pueblo de adharifs, como los llaman
los desertinos, que controle las tormentas de arena y cabalgue sobre el aire.
Según él, lo único que pasa es que unos niños hace mucho tiempo encontraron el
templo con la estatua de la cabra, y por eso en Yarim el sacrificio supersticioso
se hace en él en lugar de en el desierto. Me insistió que era algo inocuo.
Mientras me levantaba de la camilla le pregunté que
si podíamos estar seguros de que todos esos sacrificios no traían a los
demonios del Maligno, que no había auténticos adoradores del Señor de la Noche
entre la gente del pueblo. Y él me miró y me dijo que si me habían parecido
algo más que pueblerinos, que pastores. Y tuve que reconocer que no me habían
parecido otra cosa. Luego me dijo que él llevaba muchos años viviendo entre
ellos y que tampoco le parecían otra cosa, que perdiese cuidado. La charla ha
espantado casi todas las dudas de mi cabeza.
Massud me ha dado nuevas indicaciones de cómo
aumentar el ejercicio y unas nuevas infusiones que debo tomar para esta última
parte de la primera fase del tratamiento. Mañana mismo me pondré con ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario